Buscamos remedios superficiales porque no queremos enfrentar la más incómoda de las realidades: las soluciones ya existen, pero nos obligan a abandonar ideales de control, acumulación y crecimiento que hemos aprendido a ver como los únicos caminos.
Por Mariana Matija
Día YaNoSéCuál de la cuarentena: estamos en crisis. Están en riesgo los sistemas que nos sostienen y está en riesgo la vida, no solo la nuestra sino la de miles de millones de otros seres. No hablo de la crisis por el COVID-19 sino de la crisis ecológica global, de la cual esta pandemia es apenas una “pequeña” manifestación.
Están en proceso de extinguirse miles de especies que requirieron milenios para evolucionar y convertirse en lo que ahora son y pronto dejarán de ser.
Están en proceso de desaparecer múltiples ecosistemas que han existido, se han renovado y se han sostenido gracias a la diversidad de las especies que los conforman, una diversidad que día a día se reduce mientras algunos grupos de una especie en particular —los humanos— siguen obsesionados con enriquecerse, emprobreciendo sin escrúpulo a otros de su misma especie y al planeta entero en toda su natural riqueza.
Esa información no es nueva. Lo sabemos hace tiempo, lo advierten grupos de científicos, organizaciones globales, activistas, individuos preocupados: estamos acabando con el equilibrio del planeta que fue capaz de dar origen a nuestra especie, y el único capaz de sostenernos.
En el proceso estamos atropellando a otros humanos, que aunque han sido los que menos han participado en generar esta crisis son quienes más sufren sus consecuencias. Estamos extinguiendo millones de formas de vida tan ricas y valiosas como la nuestra. Nos estamos poniendo en riesgo de extinción a nosotros mismos.
Pero tenemos un problema de imaginación: imaginamos —y así nos lo ha mostrado también Hollywood— el fin de nuestra especie como un evento dramático, con inundaciones que cubren grandes ciudades en un solo día, o asteroides que se estrellan contra la Tierra, o bombas atómicas, o invasiones alienígenas.
No somos capaces de ver —ni ha sido capaz de mostrarlo Hollywood— lo que está pasando y lo que viene si no actuamos de manera decidida y radical: el colapso de la vida como la conocemos desarrollándose en una escala temporal que para nosotros parece cámara lenta.
Un megaincendio por aquí, otro megaincendio por allá, países que dejan de existir porque los va cubriendo lentamente el mar, especies que desaparecen sin que las hayamos llegado a conocer, glaciares que se derriten, gases que se acumulan en la atmósfera, virus y patógenos que se salen de equilibrio, se acercan cada vez más a nosotros y prometen próximas y más mortíferas pandemias.
Somos como la rana de la parábola que, metida en una olla con agua que se calienta muy lentamente, se va a acostumbrando a la amenaza, no siente el peligro y se deja cocinar.
La pandemia no es una crisis que “compite” con la crisis planetaria, y tampoco deberían “competir” las soluciones que se proponen.
Lo que estamos viviendo debido al brote de COVID-19 es apenas una manifestación de varios nodos de la crisis global. No es nueva —las enfermedades siempre han existido, ya antes ha habido epidemias y pandemias—, pero sí es diferente.
El COVID-19 puede matar, pero en esencia no es una enfermedad letal; es un peligro que, según desde dónde se le mire, parece que se desenvuelve en cámara lenta: como la crisis planetaria, como la extinción de los seres que conforman el planeta con nosotros, como la amenaza de nuestra propia extinción.
Mientras parte importante de nuestra atención está —comprensiblemente— enfocada en resolver los problemas de corto plazo y corta distancia asociados al COVID-19, el sistema que continuamos alimentando y fortaleciendo sigue cocinando a fuego lento la próxima pandemia.
Seguimos, nosotros, como parte de ese sistema, creando en cámara lenta el próximo “monstruo” al que tendremos que enfrentarnos como especie; seguimos colectivamente inventando y materializando un enemigo que no tendría por qué serlo.
Los virus no existen para acabar con la humanidad ni con los otros seres vivos en quienes se alojan. Los virus forman parte de la infinitamente compleja red de la vida en la Tierra y, como cada cosa que existe en el planeta, tienen una función en el panorama general.
Que exista un virus no es el problema. Que se aloje y exista dentro de un cuerpo humano, tampoco: convivimos con múltiples virus; algunos nos generan malestares mínimos, otros ni siquiera se hacen sentir (mientras nuestro sistema inmune esté fuerte y estable) y viven adormecidos en nuestro torrente sanguíneo.
Lo que es un problema es que como especie nos volvamos tan vulnerables a encontrarnos con virus que nuestro sistema inmune no conoce, y que los contagiemos tan rápidamente a otras personas.
Nos encontramos con virus nuevos con mayor frecuencia en la medida en la que seguimos jugando con la naturaleza como si fuera un banco de recursos, explotando, extrayendo y así reduciendo la diversidad, la capacidad de adaptación y la resiliencia de los ecosistemas de los que nosotros también dependemos.
Nos contagiamos más fácilmente en la medida en la que seguimos creyendo que es posible, deseable y sostenible imaginar un planeta lleno de fronteras pero del cual no queremos aceptar los límites.
Buscamos culpables —el murciélago, el pangolín, los chinos, lo que sea— porque no queremos enfrentar la incómoda realidad: este no es un asunto de culpas concretas sino de responsabilidades compartidas.
Y buscamos también remedios superficiales —máscaras protectoras, vacunas, estrategias para sostener las medidas de distanciamiento físico mientras se “reactiva la economía”— porque no queremos enfrentar la más incómoda de las realidades: las soluciones ya existen, ya las conocemos, ya sabemos cómo podríamos evitar futuras pandemias y también el colapso ecosistémico… pero no queremos aceptarlas, porque nos obligan a abandonar ideales de control, acumulación y crecimiento que hemos aprendido a ver como los únicos caminos deseables o, incluso, posibles.
Vamos al grano: frente a la amenaza de futuras pandemias, la biodiversidad es una solución. A mayor biodiversidad, mayor flexibilidad y capacidad de adaptación de los ecosistemas, y mayor control ante el crecimiento desbordado de organismos que puedan convertirse en una amenaza para el equilibrio dinámico que caracteriza a la Tierra.
La biodiversidad —como dice el ecologista Jorge Riechmann— es el seguro de vida de la vida. Podemos ampliar esta idea con lo que dice el ecólogo Fernando Valladares, que afirma que “la vacuna del coronavirus ya la teníamos, y nos la hemos cargado”. Se refiere, por supuesto, a la biodiversidad. Y añade:
"Cuando hay muchas especies distintas [...] se establecen relaciones de competencia, de depredador y presa, parasitismos, etcétera. Esta diversidad de interacciones hace que unas especies controlen a otras y regulen su población. [...]
En un sistema rico en especies, ningún hospedador favorable para el virus va a sufrir una explosión demográfica, porque su población está controlada por las otras.
En cambio, si desaparecen especies, se puede dar la mala casualidad de que empiece a aumentar demográficamente una especie que es portadora de un patógeno potencialmente malo para nosotros".
Esa información tampoco es nueva. Lo sabemos hace tiempo, lo advierten grupos de científicos, organizaciones globales, activistas, individuos preocupados: el equilibrio de cada parte de la vida en la Tierra es esencial para el resto de la vida en la Tierra.
Y sin embargo aquí estamos, en plena pandemia generada por la explotación de la naturaleza, en pleno colapso ecológico, planeando la reactivación de la economía (con un modelo que sigue prometiendo la ilusión de crecimiento ilimitado en un planeta finito), la construcción de nuevos centros comerciales, nuevas carreteras, nuevos puertos… el retorno a la “normalidad” que, en otras palabras, realmente significa retomar todas las prácticas que ya han demostrado ser amenazas a la biodiversidad y, por lo tanto, promesas de futuras y más letales pandemias.
El estilo de vida que la mayoría de las personas de contextos urbanos considera deseable es una amenaza a la biodiversidad: queremos una vida sin límites en un planeta que nos muestra cada vez de manera más clara sus límites.
Queremos seguir defendiendo una idea de bienestar individual que ignora el bienestar colectivo (¡que nos incluye!).
Queremos volver cuanto antes a la “normalidad”; es decir, seguir tapándonos los ojos, avanzando a ciegas por un terreno que ya sabemos que está minado de peligros que son peores que esta cuarentena y que superan por mucho cualquier malestar generado por el COVID-19.
Digo queremos porque esa parece ser la tendencia colectiva, o al menos el discurso “oficial”. Sin embargo, sé que muchos realmente no queremos eso.
Lo que queremos es desafiar esa idea de normalidad, hacer caso a la información disponible, cambiar el rumbo, replantear prioridades, examinar nuestra participación individual en estos procesos colectivos, responder como lo que decimos que somos: animales inteligentes.
*
Este cambio no tiene manual de instrucciones, porque no se parece a nada que hayamos enfrentado antes. Sin embargo, sí contamos con información abundante, confiable, bien documentada y contrastada que podemos encontrar en múltiples fuentes, y a partir de la cual podemos sacar al menos tres conclusiones:
1. Si la biodiversidad es nuestra vacuna y nuestro seguro de vida, es necesario preservarla.
Múltiples reportes nos han advertido sobre la pérdida de biodiversidad. Algunos se refieren a este proceso como la sexta extinción masiva, aunque hay quienes consideran más adecuado denominarla aniquilación biológica, considerando que las extinciones previas han seguido ciclos naturales, mientras que lo que estamos viendo ahora se deriva directamente de las acciones de una especie en particular: los humanos.
Hace un año, en mayo de 2019, la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES por sus siglas en inglés) publicó un alarmante reporte en el que advierten que alrededor de 1 millón de especies animales y vegetales están en peligro de extinción, más que nunca antes en la historia de la humanidad.
El presidente de la IPBES afirmó que “estamos erosionando los cimientos de nuestras economías, medios de vida, seguridad alimentaria, salud y calidad de vida en todo el mundo".
La buena noticia —si es que se le puede decir así— es que en ese informe se clasificaron claramente los “culpables”, que son, en orden descendente: (1) cambios en el uso de la tierra y el mar; (2) explotación directa de organismos; (3) cambio climático; (4) contaminación y (5) especies exóticas invasoras. Entonces...
2. Si ya tenemos claro cuáles son las principales amenazas a la biodiversidad (y por lo tanto a nuestra vida), lo que hace falta no es más información sino acción.
Ninguna de esas principales causas de pérdida de biodiversidad es un misterio, y todas tienen origen humano. La principal causa —cambios en el uso de la tierra y el mar— se refiere a la explotación de recursos, que se relaciona por un lado con nuestra alimentación y por otro lado con la creciente urbanización y el desarrollo de proyectos de infraestructura.
El mismo informe de la IPBES explica que “más de un tercio de la superficie terrestre del mundo y casi el 75% de los recursos de agua dulce ahora se dedican a la producción agrícola o ganadera”.
Se hace tala y quema de bosques para abrir espacio para monocultivos de soya, que se usan en un 70% para alimentar vacas, cerdos, pollos y peces de “cultivo”. Se hace pesca industrial que arrasa con la biodiversidad del océano.
Está claro que necesitamos cambiar nuestros hábitos alimenticios, y que es urgente que entendamos que lo que comemos no es una decisión individual, sino un acto político con múltiples y profundas implicaciones ambientales y sociales.
Por otro lado, siguen creciendo las ciudades, y con el fin de mantenerlas “mejor conectadas” se siguen haciendo monstruosas carreteras, puertos y aeropuertos que implican la desaparición de ecosistemas, que cercenan los territorios y ponen en peligro la supervivencia de múltiples comunidades humanas (y todo su conocimiento, que es esencial para preservar la biodiversidad), y reducen las posibilidades de incontables especies de animales de adaptarse y sobrevivir, empobreciendo al mundo de maneras que no pueden resolverse aumentando el PIB. Así que...
3. Si las principales amenazas a la biodiversidad son parte de la “normalidad” en este sistema, entonces hay que cambiar el sistema.
En torno a las conversaciones sobre la transición necesaria para una sociedad sostenible solemos quedar atrapados en una trampa absurda y pueril: si somos ciudadanos “de a pie” queremos que los cambios vengan del gobierno y la industria.
Si vamos a preguntarle a quienes tienen cargos de poder en el gobierno, dirán que no pueden hacer cambios porque la presión industrial no los deja, o porque los electores (los ciudadanos de a pie) no apoyarían esos cambios.
Y si le preguntamos a quienes tienen cargos de poder en el sector industrial, dirán que no pueden generar cambios porque no hay políticas gubernamentales que faciliten el proceso y porque los consumidores (los ciudadanos de a pie) no están dispuestos a consumir de otra manera.
Todo se reduce entonces, al parecer, a lo que “permite el sistema”. Pero es que el sistema es el problema: siglos de amanguale entre grandes poderes económicos y políticos, de acumulación de capital en las mismas —poquísimas— manos, de explotación de las mismas zonas del mundo y de las mismas poblaciones humanas, que son quienes tienen el peor panorama cuando de pandemias y colapsos ecosistémicos se trata.
¿Qué es lo que nos hace creer que podemos salir de esta crisis con las mismas lógicas que la generaron? Y tal vez más importante: ¿Es que se puede vivir de otra manera? ¿Puede la vida humana estar centrada en algo que no sea el crecimiento económico y el derroche?
Claro que sí. Que no aparezca en los comerciales o que no forme parte de lo que se propone desde nuestros gobiernos no significa que es inviable; solo significa que no es rentable dentro del modelo disfuncional que hasta ahora nos han mostrado como única posibilidad, mientras nos convencen de que cualquier alternativa implica “convertirnos en Venezuela”, sea lo que sea que eso signifique.
Una vez más: propuestas ya hay. Múltiples. Hay organizaciones literalmente dedicadas a listar, comparar y promover esas soluciones. Hay miles de personas tratando de comunicarlas e implementarlas.
¿Qué falta entonces? Falta voluntad política, que en el fondo suele significar que hay intereses económicos que tienen más protagonismo en la agenda que el bien común, y eso quiere decir que hace falta más que “simple” compromiso ciudadano: necesitamos hacer una revisión crítica del sistema del que somos parte, cuestionar nuestra participación y buscar maneras de movernos hacia sistemas diferentes, sistemas que sí hagan posible la transformación a gran escala que necesitamos si queremos seguir existiendo sobre la Tierra, y si queremos poder estar afuera de nuestras casas y no solo encerrados temiendo el contagio de ésta y cualquier futura pandemia.
No podemos seguir jugando con las lógicas de un sistema que está claro que es disfuncional e insostenible. O, en palabras de la activista argentina Flavia Broffoni: no tenemos por qué obedecer las reglas del sistema que nos está exterminando.
*
El “enemigo” no es un virus. La amenaza real no es la próxima pandemia: es la “normalidad” que promete seguir avanzando por el mismo camino que nos trajo hasta acá.
Un camino que tiene como resultado la aniquilación biológica, el etnocidio y la destrucción del único planeta capaz de sostenernos, todo con el único objetivo de seguir enriqueciendo a unos cuantos a través del empobrecimiento de todos y de todo.
Necesitamos transformaciones económicas, sociales y culturales profundas que nos permitan volver a entender que el bienestar colectivo nos incluye.
Que lo que la sociedad del consumo nos ha vendido como comodidad y bienestar no es más que desconexion y negación de la compleja realidad de nuestra interdependencia.
Que somos parte del planeta, y que de su explotación sin límites no salen ganando ni siquiera los que creen que salen ganando, porque de una guerra con la naturaleza salimos perdiendo todos: en esencia significa que estamos en guerra con nosotros mismos.
Para cerrar (o para empezar, según como quiera verse), un reciente artículo publicado por la IPBES nos da una hoja de ruta:
"Hay una sola especie responsable de la pandemia de COVID-19: nosotros. Al igual que pasa con las crisis climática y la pérdida de biodiversidad, las pandemias recientes son una consecuencia directa de la actividad humana, particularmente de nuestros sistemas financieros y económicos globales, basados en un paradigma limitado que valora el crecimiento económico a cualquier costo.
[...]
"Para responder a la crisis de COVID-19, debemos enfrentarnos a los intereses que se oponen al cambio transformador, y poner fin al "business as usual".
Podemos reconstruir y salir de la crisis actual más fuertes y resistentes que nunca, pero para hacerlo necesitamos elegir políticas y acciones que protejan la naturaleza, para que la naturaleza pueda protegernos a nosotros".
Mariana es Presidenta del Club de Fans del Planeta Tierra. Puedes seguirla en su cuenta de Instagram (@marianamatija) y leerla en su blog.
https://www.vice.com/es_latam/article/935wjy/ya-sabemos-como-prevenir-futuras-pandemias