La última recesión económica, que golpeó con fuerza a los Estados Unidos y Europa, entre los años 2007 y 2016, agrandó la brecha entre los más ricos y los más pobres, un proceso en el que vive inmerso el mundo capitalista desde hace años y que no ha sido abordado lo suficientemente por nuestra clase política gobernante. Para ilustrar este estado de cosas, conviene recordar que el año 2014, la organización sin ánimo de lucro Oxfam International publicó un estudio en el que se reportaba que los 85 más ricos del mundo tenían más dinero que la mitad del planeta (más de 3.600 millones de habitantes), en 2015 la cifra se redujo a 65 y en el reporte para 2017 se llegó a la alarmante cifra de 8 personas. En el 2018 se consolidó esa tendencia.
Los 8 hombres más ricos del mundo, entre ellos magnates como Bill Gates de Microsoft, Mark Zuckerberg de Facebook y Carlos Slim de TELMEX, han logrado acumular aún más dinero desde la crisis financiera ya reseñada de 2007, en la cual hubo una transferencia masiva de capital de las clases más pobres hacia las más ricas.
El problema radica en que cada crisis económica la tendencia a la desigualdad se acentúa y la brecha entre ambos mundos sociales se agranda.
El informe de Oxfam también señalaba otras características del nuevo capitalismo en la era global que describía muy gráficamente a la desigualdad: desde 2015, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta; durante los próximos 20 años, 500 personas legarán 2,1 billones de dólares a sus herederos, una suma que supera el PIB de la India, un país con una población de 1.300 millones de personas; los ingresos del 10% más pobre de la población mundial han aumentado menos de 3 dólares al año entre 1988 y 2011, mientras que los del 1% más rico se han incrementado 182 veces más; el director general de cualquier empresa incluida en el índice bursátil FTSE 100 gana en un año lo mismo que 10.000 trabajadores de las fábricas textiles de Bangladesh y un nuevo estudio del economista Thomas Piketty revela que en Estados Unidos los ingresos del 50% más pobre de la población se han congelado en los últimos 30 años, mientras que los del 1% más rico han aumentado un 300% en el mismo periodo.
“Más en general, el verdadero monstruo es la desigualdad derivada de la conducta “rentista” (enriquecerse con el sudor ajeno sin contribuir con valor añadido a la economía).
Algunos ejemplos clásicos son los banqueros que presionan al gobierno para debilitar regulaciones y después cuando los bancos quiebran dejan a los contribuyentes un costoso desastre que arreglar.
Los programas de rescate derivados de sus errores supusieron la entrega de sumas asombrosas de dinero público a personas que ya eran fabulosamente ricas”, asegura el Premio Nobel de Economía (2015) Angus Deaton.
Un ejemplo paradigmático de la desigualdad es el caso de Chile, donde recientemente el país considerado modélico de América Latina estalló en una serie de protestas por la subida del precio del billete del metro pero que reveló el malestar creciente en este país, y que ahora está en el ojo del huracán.
“En Chile, por ejemplo, con un PIB per cápita de 25.000 dólares al año, la mitad de los trabajadores recibe un sueldo inferior a los 550 dólares al mes y prácticamente todos los servicios –educación, salud, medicamentos, transporte, electricidad, agua, etc.– impactan en los salarios.
En términos de patrimonio, el 1 por ciento más rico detenta el 26,5 por ciento de la riqueza, y el 10 por ciento más rico concentra el 66,5 por ciento, mientras el 50 por ciento más pobre accede a un magro 2,1 por ciento de la riqueza del país”, señalaba la experta en estas cuestiones Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la Cepal.
Pero aparte de las causas ya descritas, hay más elementos que explican la desigualdad social provocada por un sistema que no ha sabido atender a estos desequilibrios, sino que ha hecho más bien lo contrario: agudizarlos, y que tiene mucho ver con el modelo de desarrollo que estamos impulsando.
"A pesar del indudable desarrollo económico creado por la globalización y la apertura económica de muchos mercados como China, el sistema económico que hemos creado promueve una acumulación de riqueza sin precedentes.
Una de las principales causas de esta acumulación de riqueza ha sido el estancamiento de los salarios de clase media y el crecimiento exponencial de los salarios de los altos ejecutivos de las multinacionales y la banca.
NO TIENE ARREGLO LA DESIGUALDAD?
Parece que estamos inmersos en un proceso consustancial a la globalización de nuestras economías y que se nos presenta como un círculo vicioso del que es imposible salir, como si tuviéramos que admitir que los más pobres serán cada día más pobres y los más ricos, por ende, más ricos.
Aunque algunos, como el Nobel Angus Deaton, lo ven de otra forma y lo aceptan como parte de un sistema que funciona así, inexorablemente, y sin posibilidad de retorno:"
En la India y China, la globalización trajo consigo mayor desigualdad de ingresos, porque creó oportunidades nuevas (en el sector fabril, de servicios y de desarrollo de software) que beneficiaron a millones de personas.
Pero no a todos. El progreso funciona así; tal vez preferiríamos que todos prosperen a la par, pero eso casi nunca sucede. Lamentar este tipo de desigualdad es lamentar el progreso mismo”.
Este discurso, el de que la sin desigualdad inherente a los procesos económicos no hay desarrollo ni progreso, es el mismo que mantienen las organizaciones financieras y sus dirigentes, que suelen ser gentes sin escrúpulos, con sueldos millonarios, como la directora del Fondo Monetario internacional (FMI), Christine Lagarde, quien anima y jalea en sus giras internacionales a todos los gobiernos del mundo a bajar los sueldos, reducir las prestaciones sociales y acabar con el Estado del Bienestar. Lagarde gana al año más de medio millón de dólares, amén de los numerosos privilegios que tiene, como vivienda gratis, viajes, chofer, coche oficial y visa oro, es decir, que gana al mes como los 100 trabajadores griegos de la construcción a los que pretende enviar a la miseria más absoluta con sus políticas.
O a los 120 pensionistas portugueses a los que pretende rebajar sus pensiones y matarlos de hambre literalmente.
Pero, aparte de todas estas consideraciones, la desigualdad no es rentable en términos porque degenera inestabilidad política, tal como se ha visto recientemente en las crisis de Chile, Colombia y Ecuador. Lo explica muy acertadamente la ya citada Alicia Bárcena:” La desigualdad es ineficiente, se reproduce y permea el sistema productivo.
Por el contrario, la igualdad no es solo un principio ético ineludible, sino también una variable explicativa de la eficiencia del sistema económico a largo plazo. Debemos reconocer que las desigualdades son más profundas, duraderas, inelásticas y resilientes de lo que usualmente pensamos.
Esta realidad estalla hoy en malestar en los pueblos de nuestra región y nos demanda a escuchar sus voces y a construir propuestas de desarrollo que los incluya a todas y todos”.
El asunto tiene mucho que ver con una concepción de un capitalismo sin control, ni regulaciones, en donde el mercado se desenvuelve libremente ajeno al control de los Estados y las instituciones y donde impera la ley de la selva.
Las estrategias empresariales a la hora de no pagar impuestos o los abusos, por no decir el blanqueo de capitales, que se cometen en los paraísos fiscales han generado este mal reparto de la tarta en cuanto a lo que se refiere a los dividendos que se deberían de dar en un economía de libre mercado más justa. E igualitaria para todos.
Sin embargo, dejando ahora de lado estas tesis que podríamos definir como “igualitarias” en términos sociales, hay que poner los raíles para un capitalismo más productivo, equitativo e incluyente.
“La solución al hambre mundial –que afecta a unas 750 millones de personas que según el Banco Mundial viven con menos de dos dólares diarios-no depende de redistribuir la riqueza existente (al no ser infinita, nunca sería una solución permanente), sino de crearla, de tal manera sostenida para quienes hoy carecen de alimentos puedan no solo comer, sino acceder a servicios de vivienda, salud y educación, entre otros”, asegura el economista Diego Barceló Larran en una de sus columnas dedicada a este asunto que nos ocupa.
El mal momento que atraviesan las clases medias a nivel global, desde Europa hasta los Estados Unidos pasando por Asia, está agravando la inseguridad económica en este trance de crisis financiera que atravesamos y, entonces, el recurso al populismo, con su discurso básico, primario y fácil, es la única respuesta.
La desigualdad ha generado el caldo de cultivo para que esa clase media, que antes votaba a partidos moderados y centristas, haya hecho el corto viaje de la racionalidad al discurso populista que aporta respuestas fáciles, pasando de la moderación al extremismo.
Pero también para que millones de personas se hayan echado a las calles de Chile, Colombia y Ecuador a reclamar justicia social. ¿Qué nos espera? El tiempo nos dará las respuestas.
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