Los vientos que comenzaron a mover la fronda latinoamericana a finales del siglo pasado, con el inicio del ciclo progresista inaugurado en 1998 por la Revolución Bolivariana de Venezuela, trajeron consigo una racha de furia liberadora que no podía provenir sino de ese padre de la emancipación latinoamericana que fue Simón Bolívar.
Un estadista de la visión del fallecido presidente Hugo Chávez lo recordaba en cada ocasión propicia, pues bien sabía que solo del entendido de que la revolución nacional —y progresivamente continental— constituye la continuidad histórica y la consecuencia dialéctica del legado del prócer caraqueño, se actuará a tenor con la idea de la terminación de la obra hoy día lamentablemente inconclusa del héroe.
Pese al episodio involutivo en curso tras los sucesos acaecidos en naciones como Argentina y Brasil, en la actualidad varios pueblos de América Latina ahondan en el pensamiento y las convicciones políticas del precursor; así como en la cristalización de la letra de su discurso de soberanía, integración e independencia.
El camino es difícil y aparecen escollos de todo tipo, pues existen enemigos muy poderosos encarnizadamente opuestos a cualquier enfile de redención social. Son estos traspiés —adecuados al contexto histórico: burguesías nacionales más dependientes del poder superior del imperialismo norteamericano y la labor de zapa permanente de un colosal sistema mediático al servicio de grandes y definidos intereses— los mismos valladares, óbices, barreras y entuertos que debió desafiar en su día el Libertador.
Hijo de aristócratas, huérfano desde muy pequeño, tuvo el adolescente Simón Bolívar en Simón Rodríguez a un educador y mentor, alguien quien le enseñó instrucción, conocimiento y contribuyó a ensancharle las fronteras de su pensamiento filosófico y general acerca de los adalides de la Ilustración: Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Locke.
Otros maestros que la historia le reconoce fueron José Antonio Negrete, Guillermo Pelgrón, el padre Andújar, Migue José Sanz y Andrés Bello.
Justamente en un temprano viaje a Europa, en compañía de Simón Rodríguez, pronuncia en el Monte Sacro su célebre juramento de que no descansaría jamás hasta que América fuese libre.
Desde muy joven prendieron en Bolívar ideales emancipadores. Pretendía ver a su patria, y al continente, libres de España, dueños de su itinerario, amos de su destino.
Y se propone cuanto está a su alcance para lograrlo. Es tan resuelto su afán, se toma tan a pecho su misión que hasta con el mismísimo Francisco de Miranda llega a disentir en algún momento; e incluso es partidario de que lo apresen cuando cree que flaquea.
Fue uno de los pocos errores políticos y humanos del patriota en una vida llena de azares y dificultades, pero también repleta de loores y victorias morales, políticas y militares.
Los venezolanos lo proclaman Libertador en Mérida, en 1813, poco antes de que tome Caracas e instituye la II República. Es ahora que comienza su extraordinaria campaña bélica, jalonada por una sucesión de importantes éxitos a través de un lustro, hasta 1818.
Después, durante la década siguiente, también firma hazañas como las victorias de Pichincha (en 1822, al lado del mariscal Sucre) y de Junín, dos años más tarde, que suponen la emancipación de Ecuador y el inicio de la liberación de Perú, respectivamente.
Para 1823 crea la República de Bolívar, actual Bolivia, tras extinguir los últimos focos de resistencia en el Alto Perú.
Antes de este parteaguas histórico, Simón ya había escrito, en 1815 la famosa Carta de Jamaica. Este es un documento básico, profusamente publicado de forma independiente o en antologías, a la hora de divisar su ideario y acción, el cual definió su clara posición anticolonial.
En la Carta de Jamaica, fechada en Kingston, en septiembre 16, escribe cosas así de radicales: “ (…) el destino de América se ha fijado; el lazo que la unía a la España está cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. (…) la América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria”.
Sin embargo, lo último no se cumpliría del todo con arreglo a la predicción del héroe de Boyacá y Carabobo, las grandiosas batallas por él ganadas que condujeron a la liberación de Colombia y Venezuela. La libertad nunca fue completa en la gran patria americana que él soñaba, como Martí y Miranda, a quien mucho admiró pese al incidente en este texto arriba aludido.
La desunión, las incomprensiones, la insidia del enemigo colonial y sus prosélitos nativos, el freno de las oligarquías locales, el caudillismo y otros lunares impidieron colorear de igual tono el mapa político de la América Latina soñada por el Libertador.
Las mismas rivalidades, intrigas y celos que debió enfrentar Miranda las soportó el general en el laberinto de su trayectoria toda y dentro de su querida Venezuela; tantas, que debió abandonar a su patria, para radicarse en la vecina Colombia, en cuya ciudad de Santa Marta muere en 1830.
Ese, su año postrero, resultó muy aciago para el luchador independentista. En enero escapa de la capital colombiana luego de un atentado y presenta su renuncia ante el Congreso, en Bogotá. En marzo, ya enfermo, se separa del mando.
A inicios de julio experimenta del dolor de conocer la noticia del asesinato de Sucre. En el verano intenta zarpar hacia Europa, para intentar vencer allí su enfermedad, pero no cuenta con el dinero suficiente ni el apoyo de nadie, pues la mayoría de sus fieles lo abandonaron.
En diciembre, fallece.
En su recta final expresó: “¡Colombianos¡Mis últimos votos son por la felicidad de mi patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
Lamentablemente, no pudo conformarse la gran confederación de naciones, esa “Gran Colombia” que soñó y defendió vehementemente. (“He arado en el mar”, dijo con pesar en sus últimos días).
No obstante, tras muchas vueltas de la historia y la sucesión de hechos y circunstancias que contribuyeron a definir esquemas de pensamiento y estrategias de acción, ha habido cambios históricos a lo largo del siglo XX y de la actual centuria en la región que permiten barruntar la posibilidad cierta de una comunidad de países unidos por el ideal integracionista preconizado por cubanos, venezolanos, bolivianos y otros pueblos y gobiernos del área.
Aunque fuera a largo plazo, los ideales de Bolívar serán ciertos definitivamente sobre la espalda martillada y sufridora, pero esperanzada del continente.
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