Cuando la paz fue suscrita, en febrero de 1933, entre Sandino y Sacasa, un periodista nicaragüense que viajó hasta San Rafael del Norte, don Carlos Hernández Salinas, entrevistó al calumniado «Pedrón», en artículos que publicó La Prensa de Managua. El mismo «Pedrón» manifestó su descontento sobre los actos que cometían los yanquis en Nicaragua:
«Se dice que yo maté, asesiné, etc., etc., a gente indefensa y, sin embargo, no se dice nada de los incendios perpetrados por los invasores y de las víctimas infantiles de la metralla y del cinismo yanqui».
Hernández Salinas refiere que de los miembros de la marina norteamericana se contaban tantos hechos sangrientos cometidos en los departamentos del Norte, que podía asegurar «que al tratar de relatarlos todos podría formarse un tomo igual al Don Quijote».
Mencionaba sobre todo a los norteamericanos Lee, Stuart, Puller, MacDonald, Stevens, Bruce, Felipón y otros tantos, «cuyos nombres recuerdan horrorizados los vecinos del septentrión«. Los marinos no permitían que en su presencia se pronunciasen los nombres de los jefes del ejército segoviano, y castigaban a quien violaba esa norma táctica.
Alemán Bolaños refiere algunas hechos, dignos de figurar en una antología de la crueldad y el sadismo gratuitos:
Simeón Úbeda, joven como de 28 años, había salido de la población para llevar a su casa alguna leña.
En el cerro La Cruz, que queda al norte de San Rafael, se encontró con un grupo de marinos que tenían atado a un árbol a Secundino Hernández.
Eran como diez yanquis los que se encargaban de hacer blanco con las bayonetas en el cuerpo de Secundino, desde una distancia como de diez varas. Ahí cayó Úbeda, con la razón perdida para siempre.
Idalecio García, como de 80 años de edad, vivía en su finquita de Quebrada Rica, en compañía de su anciana esposa y de los hijos de sus hijos.
Un día salió a la montaña en busca de alimentos para su familia, pero con tan mala suerte que se encontró con el teniente Puller y su patrulla.
Verlo y dispararle fue cosa de un segundo. García cayó herido y al ser preguntado por el objetivo de su marcha en el interior de la montaña, contestó que cerca estaba su casa.
Lo llevaron hacia ella, pero veinte varas antes de llegar al rancho, emplazaron las ametralladoras y dispararon veinte minutos.
Llegaron a la casa, y los niños y la anciana esposa de García estaban muertos. Amarraron a un horcón de la casa al anciano y dieron fuego a la vivienda.
«Así terminó la vida de toda la familia – nos dijo Idalecio García, hijo de aquel anciano – y yo, que estaba oculto a cierta distancia, reflexioné, y dominándome, para empuñar este rifle viejo y vengar como mejor pude desde las filas del General Sandino la sangre de mis progenitores.
Un yanqui de esta patrulla cayó en mis manos, y ya puede imaginarse la satisfacción que sentí al darle muerte».
Nicolás Trocha fue muerto a puñaladas por el teniente americano de la Guardia, por negarse a decir dónde se encontraban los «bandoleros» que habían estado en la tarde en su casa de Quebrada Rica.
Su hijo Nicolás, como de quince años, nos refiere que en aquella época pasó por allí el general Colindres, y que él se incorporó a sus filas.
Sentía deseos de que cayera en su poder un yanqui. «En uno de los combates de Las Cruces – dice – cayó herido uno, al que le enterré en la espalda un hacha de labrar madera.
En aquel entonces no manejaba rifle y sólo me encargaba de asistir, como podía, a la alimentación de la columna».
Don Martín López quedó sin casa ni hacienda, quemada por los yanquis. El delito de que se le acusó fue de haber dado de comer a los «bandoleros».
Ramón Raudales, uno de los más ricos de Murra, quedó sin hacienda y sin hogar. Su ganado fue ametrallado, por hacer que los «bandoleros» carecieran de alimentos.
El no menos conocido teniente McDonald salió de San Rafael con dirección a la montaña. Había caminado como dos leguas cuando alcanzó a una señora como de 60 años.
Llevaba en sus alforjas dos libras de arroz, una cuarta de manteca, un poquito de café, azúcar, etc., para la manutención de su familia.
Fue llevada a su casa, y amarrada a la puerta de ella, y quemada viva junto con todo el resto de su familia. Toda persona que caminaba por Las Segovias era tomada como espía de los «bandoleros».
El señor Santos López presenció la muerte de un niño suyo, de como de cinco meses.
El teniente Lee, llamado El Carnicero, lanzó a la criatura como a cinco varas de alto, para recibirla a punta de la bayoneta.
El mismo Lee agarró una niñita hija de Manuela García, esposa de uno de los soldados de Sandino, y tomándole un piececito en cada mano, la abrió con saña criminal, como para demostrar sus fuerzas.
El General Augusto C. Sandino reflexionaría:
Respetamos a las mujeres y a la propiedad privada adquirida honradamente. Los ladrones y los violadores son los yanquis.
Referencia:
Selser G. (2014). Sandino: General de Hombres Libres. 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Continente. pp. 231 – 232
https://cuadernosandinista.com/2019/06/06/los-yankees-y-sus-abusos-durante-la-epoca-de-sandino/