El crimen de Marielle Franco renueva la preocupación por el carácter de la democracia en Brasil.
Ya son más de doce los líderes y activistas asesinados este año en muertes con “características políticas” según los datos oficiales –número que representa el doble de lo verificado en el 2017 hasta esta altura del año–. Sólo en Río de Janeiro, son más de veinte el número de activistas ejecutados en los últimos años; más de 194 oficialmente reconocidos en todo el país.
Si bien hay cuestiones locales de Río de Janeiro que deben ser precisadas para comprender la significación de la militancia de Marielle, el panorama general de un progresivo deterioro del régimen democrático federal –que cada día que pasa parece que puede correrse un poco más en dirección hacia su fascistización social y política– va entrando en un momento de definiciones.
Es fundamental que las fuerzas comprometidas con la pluralidad, la democracia y el Estado de Derecho logren encontrar los vehículos necesarios –institucionales, comunicacionales, interclase, diplomáticos, o de los órdenes que sean– que puedan frenar la tendencia en curso: es evidente que el impeachment a Dilma Rousseff abrió un etapa política en el país donde van ganando cuerpo elementos que en su manifestación tienen como objetivo una sociedad cuyos principios de organización, orden y reproducción social representan claramente una involución.
Luchas políticas y luchas interpretativas en tiempos de posverdad
Dado el contexto de disputa, toda circunstancia de coyuntura –como puede ser el dramatismo del asesinato de Marielle– se convierte en una instancia a ser interpretada por el bloque histórico que comenzó a sentirse más cómodo desde el golpe del 2016 en adelante.
No importan los desatinos y barbaridades que digan, es sólo ocupar la escena y emprender las luchas interpretativas necesarias para apuntalar su proyecto de país, o al que responden.
Sino no se entienden los exabruptos de:
a) el Comandante del Ejército, E. Villa Boas, que aprovecha la ocasión para reforzar el discurso de la militarización –según sus palabras, “el asesinato de Marielle sólo aumenta la necesidad de intervención en Río de Janeiro”–, como si no fuera precisamente ese mismo recurso el que ha aumentado la violencia social y política, tal como lo denunció pocas horas antes de su muerte la propia Marielle;
b) una jueza del Tribunal de Justicia de Río de Janeiro, Marilia Castro Neves, que construyó velozmente toda una teoría sobre la víctima, sin ningún fundamento biográfico ni coherencia, respecto de cuáles habrían sido las causas de su asesinato, vinculándola absurdamente con bandas delictivas e inventando aspectos de su vida personal;
c) la propia Cancillería brasileña –Itamaraty– que envió a su red de representantes un apresurado comunicado intentando transmitir la “posición del Gobierno” y un segundo telegrama instando a ciertas embajadas específicas a tomar contacto más activo con las autoridades nacionales (de los diferentes países), a fin de “destacar el discurso oficial” y que no se realizaran “inferencias inapropiadas”, habida cuenta de la cada vez más crítica audiencia que encuentra en el exterior el Gobierno de M. Temer.
No se trata de voces secundarias: el Ejército, la Justicia, el Poder Ejecutivo o el Congreso Nacional –por ejemplo, los dichos, luego retirados por él mismo, del diputado Alberto Fraga– son quienes intervienen: piezas estructurales del proyecto de país en curso.
Desde estas posiciones hubo/hay un esfuerzo permanente de la institucionalidad estatal por intervenir sobre los significados que se han difundido y se difunden (en este caso y en otros), de tergiversar, de modificar, de suprimir aquello que pueda aparecer como crónica ante la ciudadanía; en el caso Marielle: la propia verdad de los hechos. Y allí es cuando las multitudinarias manifestaciones compensan la disparidad de amplificación mediática de las voces.
Éste parece un recurso indispensable (situación similar a la de Santiago Maldonado, en Argentina) en tanto estamos frente a luchas interpretativas con muy diferente capacidad de penetración y expansión: lo sabe Lula cuando inicia sus caravanas por el país –llevando otras miradas, conceptos históricos o lecturas del presente que no aparecen en ningún lado–; lo sabía Marielle, en su constancia, en su perseverancia y en la reivindicación que hacía de la militancia como acto de resistencia, oponiéndose a aceptar la idea de que existe una fugacidad permanente de aparición de nuevos hechos, aparentemente desconectados entre sí, tal como insisten en decir los medios de comunicación hegemónicos.
La muerte de Marielle, la militarización de Río de Janeiro y el golpe del 2016 son momentos de una misma dialéctica, la que va llevando a la nación hacia un diseño cada vez más frágil en términos de garantías civiles, políticas y sociales.
De allí la importancia de las resistencias como ejercicio de afirmación democrática, algo que Marielle tenía incorporado como activista y consideraba fundamental compartir como concepto. Al dar su punto de vista como exbecaria que fue de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro (PUC-RJ), una casa de estudios preponderantemente poblada de miembros de clase media y alta, y asumiéndose “bastarda da PUC” –como se autodenominan los becarios pobres que allí estudian, precisamente, mediante becas de matriculación y cursada– Marielle resaltaba la importancia de trasponer (militantemente) las circunstancias que son impuestas como realidad, para poder transformarlas.
Una idea de resistencia como reinvención que se vuelve un ejercicio necesario para estos tiempos: “…es también entender que, en una sociedad desigual, racista y machista, las raras oportunidades no deben ser subutilizadas (…) ser un hijo bastardo de la PUC no puede ser visto como algo malo, precisamos reivindicar un nuevo significado: el bastardo es aquel que resiste a las desigualdades…”.
Amílcar Salas Oroño
Investigador de CELAG
https://www.alainet.org/es/articulo/191715