Pablo Gonzalez

Donetsk: Al alcance de los francotiradores


Suburbios occidentales de Donetsk. Pueblo de Trudovsky. 

Fuego. Esta secuencia de palabras ya se ha convertido en habitual en esta terrible guerra.

 Visité el pueblo hace no mucho tiempo. Entonces, gracias a nuestros lectores, pudimos ayudar a Oxana, una residente local, y a su familia a sobrevivir. Pero en aquella ocasión no tuve ocasión de charlar con otros residentes de la localidad y no pude observar el nivel de destrucción de este punto caliente. Hoy he podido subsanar eso.

La localidad es grande. Aquí se encuentra la mina Trudovskaya, una de las más grandes de Donbass. Antes de la guerra, la práctica totalidad de la población adulta trabajaba ahí. Ahora la mina está cerrada. 

Las tropas ucranianas ocupan los pozos occidentales de la mina, de donde llegan terribles rumores. Se dice que las tropas ucranianas se deshacen allí de sus soldados muertos y de los residentes torturados de los pueblos y ciudades de alrededor.

 No puedo saber si es verdad. 

Pero los residentes creen que es así.

La ciudad cuenta con un colegio, guarderías, hospital, mercado y una gran estación de autobuses. Antes había muchas tiendas, tanto grandes como pequeñas. 

Ahora, prácticamente todas partes las ventanas están cubiertas con paneles de madera y las puertas, cerradas con candados. Son escasos los establecimientos que han sobrevivido. 

Pero hay algunos. Sin embargo, prácticamente todo está dañado o destruido.

Más allá de la estación comienza la zona roja, la línea del frente está muy cerca. Ahí están las líneas de transmisión eléctrica, la barrera, donde se encuentran las posiciones de las tropas ucranianas.

La ciudad está abarrotada, con muchos niños de todas las edades, desde bebés hasta estudiantes.

 Ellos son mis primeros interlocutores. Viktor y Shagen están en tercero. 

Ahora hay veinte niños en su clase, antes eran muchos menos. Durante la guerra, los dos han vivido en la ciudad, no se han marchado a ninguna parte. 
Cuentan animadamente su experiencia: cómo los proyectiles volaron sobre la casa y destruyeron el tejado, las paredes y las puertas; cómo se escondían en el sótano mientras todo ardía y explotaba. 

Se jactan de lo buena que es la comida del colegio. Sueñan con la paz. 

Y también con una tablet y un teléfono nuevo.

Durante nuestra conversación se oye una única explosión. “Ya empieza”, dicen los chicos y corren a su casa.


Junto a una de las casas veo a una pensionista que, con una sola mano, recoge las flores de otoño. Galina Afanaseva cumplirá pronto setenta años. 

Se niega categóricamente a ser retratada, dice que no saldrá bien. 

Pero acepta hablar. 

Sufre secuelas de una apoplejía, no puede mover bien un brazo y una pierna. Por la noche, cuando empiezan los ataques, habría que esconderse en el sótano, pero su casa no lo tiene. Así que espera sentada en el pasillo, rezando. En la ventana de su casa se puede observar un icono.

Galina Afanaseva ha trabajado toda su vida en la industria del algodón.

 Su pensión es baja, alrededor de 2.000 rublos, la mitad de los cuales se va en pagar facturas.

 Con lo que queda tiene que vivir todo el mes. Solo en mediación gasta al menos 1.500 rublos. 

De no haber sido por la ayuda de su hijo, no habría sobrevivido. Habla de la ayuda humanitaria. No recibe ayuda rusa. 

Periódicamente recibe Ajmeta [ayuda humanitaria del Fondo Rinat Ajmetov], como la llama gente. Acordándose de Poroshenko, dice que no comprende cómo esto puede pasar, que en pleno siglo XXI los neonazis hayan vuelto a celebrar marchas de antorchas.

 “¿Es que no quieren vivir en paz?”, se pregunta la mujer. “¿Era tan terrible la vida con Yanukovich? ¿Por qué empezó todo esto?”.

Tampoco muestra excesiva devoción por las autoridades locales. Galina no comprende la necesidad de las recientes primarias. “Llegaron unas personas y nos pidieron el voto”, explica Galina Afanaseva. “¿Cómo voy a votar si no conozco a nadie?

 ¿Qué tipo de opciones tengo? ¿Votar a la primera persona que vea? Así que no fui a votar. Te podías incluso votar a ti misma”. Galina cree que no verá el final de la guerra. “Ya estaré en el otro mundo, no creo que vea el final y lo siento por los nietos”.

Marina tiene treinta años y tres hijos, el menor de ellos de apenas un año. Llegó con sus hijos mayores antes de la guerra, pero está registrada en otro lugar. Sin estar inscritos, la familia no puede recibir carbón a precio preferente. Marina lo ha intentado todo, en vano.

 “¿No sabrá dónde se puede escribir directamente a Zajarchenko en internet? Conseguir una reunión con él a través de la burocracia es difícil”, se lamenta.

El único motivo de felicidad de Marina es que, en verano, los niños fueron de vacaciones a Rusia. Los niños estaban muy contentos, les encantó. Puede que ese sea el principal motivo de felicidad de quienes viven en el frente.

Marina no tiene muchos motivos para la alegría. Su pensión es de 2.200 rublos. Antes recibía ayuda humanitaria rusa, pero ahora no llega. 

En verano sobrevivió con ayuda de la huerta. “Frutas, tomates, pepinos”, explica. Espera con horror la llegada del invierno. 

Busca desesperadamente algo de dinero. Se enfada al hablar de la relación entre el valor de las pensiones y los precios

. “¿Cómo vamos a vivir así? Esta semana he pagado las facturas y solo me queda para pan y agua. 

Eso es todo. ¿Cómo podemos sobrevivir en esas condiciones?

 ¿Por qué no controla los precios el Gobierno?”


Pese a vivir al día, Valentina se las arregla para dar de comer a todos los animales de la zona: gatos y perros. 

Muchos se marcharon en 2014, dejando atrás a las mascotas. Valentina daba de comer a docenas de gatos y perros. 

Cocinaba ella misma y les daba de comer. Ahora algunos han vuelto y han recuperado a sus mascotas.

 En su lugar ha llegado otro vagabundo. La familia de Valentina no se limita a los ladridos y maullidos. Así es la bondad de Donbass: a pesar de vivir al día, no se olvida de los necesitados.

Decido visitar a Oxana en su nueva casa. El horno calienta y la reparación está terminada. Las paredes están cubiertas con un bonito papel pintado; el suelo, con alfombras. Todo está limpio y cómodo. Oxana está feliz y no deja de agradecer a nuestros lectores.

Un hombre en bicicleta grita: “eh, prensa, ¿qué haces sin casco? En esta calle trabajan los francotiradores ucros”. La respuesta es que no tengo casco. 

“Entonces no andes por medio de la calle, por las vallas. ¡Nadie anda por medio de la calle! Te van a matar. ¡Te tienen a tiro!”, grita. Me acerco a las vallas.

Al llegar a la calle Marx viene a la mente la letra de la canción “La estación Bielorrusia”: “aquí los pájaros no cantan, los árboles no crecen”. 

El silencio opresivo, la parálisis, las ventanas vacías, los tejados destruidos, las casas quemadas. Al final de la calle se adivinan las figuras de dos milicianos.

“¿Querida, qué fotografías?”, se escucha de repente en esta calle completamente vacía. Desde detrás de una valla aparece una mujer mayor. 

El silencio es tan punzante que se escucha el sonido del disparo de la cámara. “Venga y enséñeme”, invita. Atravesamos el perfectamente cuidado jardín. “¿Ve el bosque?”, pregunta señalando al bosque, situado a apenas unas docenas de metros al otro lado del jardín. “Están en el bosque, los ucros. 

Todos los días nos machacan, día y noche. Nos vuelan las balas y las bombas por encima. Si sales al jardín, un francotirador empieza a disparar. Las balas nos pasan por encima. 

No hay descanso ni de día ni de noche. ¿Cuántas veces nos han atacado? Y siempre hemos reconstruido nosotros mismos”.

Se nos une la hija de la mujer. Victoria explica que su marido trabaja en la ciudad. A diario se encuentra bajo el fuego ucraniano dos veces: por la mañana al ir al trabajo y por la tarde, cuando vuelve. Para ir al trabajo viaja desde el pueblo hasta el centro de la ciudad. Desde la casa huye de las balas de los francotiradores y de la metralla de los proyectiles que explotan en los alrededores. Victoria también huyó del fuego ayer.

 Las bombas explotaron cerca. Casi tuvo que arrastrarse hasta casa, escondiéndose en las vallas de los vecinos. 

La familia ha olvidado lo que es dormir con normalidad. Los bombardeos se alargan durante toda la noche. Vika y su madre solo quieren vivir en paz. Vika dice que lo reconstruirán todo, harán todo el trabajo, pero ruega: “que paren la guerra, que dejen de matar y de destruir”.

Y aun así agradece la visita. Muy pocos llegan hasta su calle. El frente está al otro lado de su jardín. Vika y su madre me desean suerte para el viaje, quieren que vaya con cuidado. Y yo quiero que sobrevivan. Que, contra todo pronóstico, puedan sobrevivir.

 Que aguanten a que acabe esta guerra fratricida. Por favor, sobrevivid.

* * *

PD. Media hora después de mi marcha, comenzó el bombardeo de mortero contra el pueblo. Suburbios occidentales de Donetsk. Pueblo de Trudovsky. Fuego.

https://slavyangrad.es/2016/11/20/al-alcance-de-los-francotiradores/

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