Este último ataque terrorista, del que el Estado Islámico (EI) se ha atribuido la responsabilidad, exhibe la nueva cara de la guerra del siglo XXI, una guerra en la que no existen líneas de frente, no hay vía posible para la victoria militar y sí una grave vulnerabilidad civil.
Como tal, representa un desafío radical a la forma tradicional en que entendemos la guerra, y a menos que moldeemos las respuestas adecuadas ante estas realidades, podría llevar paso a paso a las democracias occidentales a una adhesión política entusiasta y a una recuperada realidad de las políticas fascistas.
La virulencia del germen fascista latente en cada entidad política en Occidente ha revelado ya su potencia en la campaña realmente sólida de Trump/Cruz para convertirse en el candidato republicano en las próximas elecciones presidenciales estadounidenses.
Tal vez la dimensión más importante de este patrón de guerra del siglo XXI, sobre todo teniendo en cuenta cómo se está desarrollando en Oriente Medio, sea la voluntad y capacidad de los extremistas violentos para extender el campo de batalla a quienes perciben como enemigos, apoyándose en muy gran medida para emprender sus sangrientas tareas suicidas en los alienados europeos y estadounidenses.
El Independent británico dio en el clavo en su comentario, prácticamente el único entre todos los medios de comunicación, que fue más allá de las condolencias, denuncias y declaraciones de voluntad para derrotar y destruir al EI.
Incluía una cita del comunicado del grupo reivindicando la responsabilidad del ataque en Bruselas: “Dejemos que Francia y todas las naciones que sigan su trayectoria sepan que continuarán estando entre los primeros puestos de la lista de objetivos del Estado Islámico y que el olor de la muerte no abandonará sus fosas nasales mientras sigan formando parte de la campaña de los cruzados… [con] sus ataques y bombardeos contra los musulmanes en las tierras del Califato…”
El EI publicaba también hoy un video sin fecha amenazando con atacar Francia si continuaba su intervención en Iraq y Siria: “No vais a tener paz mientras sigáis bombardeando. ‘Vais a tener miedo hasta de ir al mercado’, dijo uno de los militantes, identificado como Abu Maryam, el francés”.
A este comunicado le siguió una información respecto a que Occidente y los Estados del Golfo han lanzado ya 11.111 ataques aéreos contra diversos objetivos en Siria e Iraq, causando bajas masivas, desplazamiento humano y una gran devastación, especialmente en las zonas controladas por el EI. Evidentemente, teniendo en cuenta el ataque belga, el EI acepta la unidad europea como realidad, haciendo de Francia un localizador del epicentro, pero concibe como zona crucial de combate a Europa en su conjunto.
Ser conscientes de esta realidad no significa que se disminuya o se ofrezca una racionalización de la barbarie implicada en los ataques en Bruselas, así como en los anteriores ataques en París, pero deja claro que las intervenciones en Oriente Medio, y posiblemente en otras zonas del hemisferio sur, ya no aseguran que las sociedades intervinientes permanezcan fuera de la zona de combate y continúen disfrutando de lo que podría llamarse “impunidad del campo de batalla”.
Por lo general, la prolongada violencia de las principales guerras anticoloniales, incluso de la larga Guerra de Vietnam, se quedó confinada a la sociedad colonizada, afectando como mucho a sus vecinos geográficos.
Durante las décadas de 1970 y 1980 hubo señales esporádicas de un cambio táctico: el IRA extendió su lucha en Irlanda del Norte a Gran Bretaña, y la OLP, a través de secuestros de aviones, explosiones en Libia en una discoteca alemana frecuentada por soldados estadounidenses y el ataque de la OLP en Múnich contra los atletas olímpicos israelíes, prefiguraron también los esfuerzos para devolver el golpe a las fuentes hostiles extranjeras que creían eran las responsables del fracaso en la búsqueda de sus objetivos políticos.
El EI, que parece más sofisticado en la ejecución de esas operaciones, cuenta con la ventaja de los adeptos locales que están dispuestos a involucrarse en misiones suicidas, a menudo acompañadas de una motivación religiosa que valida el desprecio de los más extremistas por los civiles inocentes.
Como en cualquier confrontación armada, es esencial tener en cuenta las nuevas realidades y optar por políticas que puedan ofrecer las mayores posibilidades de éxito. Hasta ahora, las respuestas públicas de Occidente no han considerado las verdaderas novedades y desafíos asociados con la adopción por el EI de unas tácticas que implican megaterrorismo en el territorio de sus adversarios occidentales como forma asimétrica de ampliar el campo de batalla.
El ataque
Los ataques del 22 de marzo en Bélgica se produjeron en el área de salidas del aeropuerto internacional situado en la ciudad de Zeventem, a unos diez kilómetros de Bruselas, y en la estación de metro de Maelbeek, en el corazón de la ciudad, cerca de la sede de la Unión Europea. Las informaciones señalan que murieron más de 30 personas y que los heridos fueron 250.
El momento en que se produjo el ataque llevó en un principio a pensar que el motivo podía ser la venganza por la captura de Salah Abdelsalam en Bruselas pocos días antes, acusado de ser el cerebro de los ataques en París del 13 de noviembre de 2015. Poco importa que esta línea de interpretación sea correcta o no. Lo que sí se sabe con certeza es que hay claros vínculos entre los sucesos de París y los de Bruselas y que la escala de la operación necesitaba de semanas, cuando no de meses, de planificación y preparación.
La esencia de los hechos es uno de los retos más profundamente inquietantes para el mantenimiento del orden público interno en un espacio democrático, a la vez que el conflicto va haciéndose cada vez más horrible, con nefastas connotaciones para el futuro de la seguridad humana en los entornos urbanos de todo el mundo.
El aumento histérico de la xenofobia es una expresión de miedo y odio; los políticos estadounidenses debaten para que los musulmanes no puedan entrar en su país y los europeos pagan un gran rescate a Turquía para que confine a los refugiados sirios dentro de sus fronteras.
Se supone que no somos conscientes de que los recientes actos terroristas son fundamentalmente la obra de quienes viven, y a menudo han nacido, dentro de la sociedad que cierra sus puertas a los de afuera, lo que probablemente hace que se profundice la enojada alienación de los nativos cuya identidad étnica y religiosa les convierte en objetivos de sospecha y discriminación.
Hasta ahora, las declaraciones oficiales de los dirigentes políticos se han adherido a las conocidas líneas antiterroristas, revelando pocos indicios de comprender las realidades distintivas de los sucesos ni la mejor forma de lidiar con los diversos retos que plantean.
Por ejemplo, el primer ministro de Bélgica describió los ataques como “ciegos, violentos, cobardes”, y añadió la promesa belga de que la solución pasaba por derrotar al ISIS y la amenaza que representa.
François Hollande de Francia, que nunca pierde la oportunidad de pronunciar una frase obvia irrelevante, hizo sencillamente votos “por combatir sin descanso el terrorismo, tanto a nivel interno como internacional”. Y utilizando la ocasión para recuperar la unidad europea, tan visiblemente deteriorada por las últimas y peligrosas tensiones generadas en los agrios conflictos sobre política fiscal y la búsqueda de una política común para los emigrantes, Hollande añadió: “Es toda Europa la que ha sido golpeada en los ataques de Bruselas”.
Parece dudoso que tales llamamientos a la unidad vayan más allá de las banderas y de la empatía retórica. Lo que ahora debería resultar evidente es que no sólo es Europa la que está bajo constante amenaza y comprensiblemente preocupada por la perspectiva de futuros ataques, manifestando su angustia ante amenazadores y relativamente fáciles objetivos como pueden ser las plantas de energía nuclear. Es prácticamente el mundo entero el que se ha convertido en vulnerable ante la perturbación violenta de estas fuentes contradictorias de intervención y terrorismo.
El presidente Obama ofreció sensibles condolencias a las desconsoladas familias de las víctimas y su solidaridad a Europa sobre la base de “nuestro compartido compromiso para derrotar el flagelo del terrorismo”. De nuevo resulta decepcionante que no se muestre más comprensión de que esta es una clase de guerra en la que la violencia de ambas partes viola profundamente la seguridad y soberanía de la otra.
Hasta que surja esta toma de conciencia, continuaremos esperando que la “violencia legítima” se limite adecuadamente a los territorios de las sociedades no occidentales como sucedía en la era colonial, e insistiremos en que los ataques de represalia constituyen terrorismo, es decir, “violencia ilegítima”.
Lo que hasta ahora está ausente en esas respuestas es tanto la sensibilidad conceptual ante la originalidad y naturaleza de la amenaza como la disposición a implicarnos en algún tipo de mínimo autoanálisis que responda ante la declaración del EI en la que parece expresar su motivación.
No es cuestión de dar crédito a esta racionalización de la criminalidad sino más bien encontrar la mejor manera para comprender lo que podría describirse como “egoísmo ilustrado” en vista de las alarmantes circunstancias que nos rodean, que podría muy bien empezar con una revisión de la compatibilidad del racismo interno y la diplomacia intervencionista con la ética, el derecho y los valores de esta era poscolonial.
Desde esta perspectiva, la icónica revista conservadora The Economist lo ha hecho mucho mejor que los dirigentes políticos, haciendo al menos hincapié en las medidas no violentas que cabe adoptar para mejorar la aplicación de las leyes preventivas. La revista señala que la importancia del ataque de Bruselas debería interpretarse desde una perspectiva política crucial: las limitaciones actuales de los servicios nacionales de inteligencia para adoptar acciones preventivas que sirvan para proteger a la sociedad identificando y eliminando las amenazas con antelación.
The Economist subraya debidamente que es más importante que nunca maximizar los esfuerzos internacionales para compartir toda la inteligencia relativa a las actividades de los extremistas violentos, aunque también evita entrar a considerar el origen del fenómeno, que es lo que verdaderamente puede restaurar la normalidad y conseguir seguridad para los seres humanos.
Este cambio de un enfoque reactivo a otro preventivo para defender el orden social interno representa una reorientación fundamental respecto a la naturaleza de las amenazas a la seguridad y cómo minimizar la escalada de su letalidad.
Hay tres aspectos novedosos en este tipo de guerra posmoderna:
· Infunde miedo en el conjunto de la sociedad;
· Aumenta inmensamente las posibilidades de los demagogos represores e irresponsables en las sociedades atacadas;
· Desata, sin reflexión alguna, una cantidad excesiva de fuerza reactiva en países lejanos que tiende a extender el virus del extremismo violento por todo el planeta en vez de a erradicarlo.
Como se ha observado ampliamente, no hay forma de saber si los ataques aéreos y con drones matan a más adversarios peligrosos que el efecto de ampliar realmente las filas de los terroristas mediante la alienación y un mayor reclutamiento.
Todavía no se entiende bien que el terror estatal propagado mediante drones y misiles se extiende a toda la sociedad civil de una ciudad o incluso del país agredido, por lo que resulta muy engañoso pensar que el impacto letal se mide adecuadamente contando los muertos.
La gente que vive en comunidades o Estados atacados está aterrada en su totalidad una vez que ha caído un misil que viene de lejos, una ansiedad agravada por la constatación de que los atacados no tienen forma de devolver el golpe.
La dependencia de EEUU de la guerra con drones en Asia, Oriente Medio y África ha sentado de forma temeraria un precedente que las generaciones futuras de Occidente y otros lugares pueden llegar a lamentar profundamente.
A diferencia del armamento nuclear, no hay probablemente equivalente a los drones en un régimen de no proliferación y no hay nada parecido a la doctrina de la disuasión para desalentar de su uso, e incluso estos instrumentos de gestión nuclear, aunque tengan éxito intentando evitar lo peor, están muy lejos de ser aceptables.
Esta nueva guerra
Estos aspectos más profundos omitidos del ataque en Bruselas deben aprehenderse con humildad y responder a ellos emplazando a la imaginación política y moral a que identifique lo que funciona y lo que no en esta nueva era que otorga una alta prioridad a prevenir las atrocidades como explicación de las formas más extendidas, crecientes e intensas de inseguridad humana.
En primer lugar, y lo más importante, se trata de un choque entre dos partes que ignoran las fronteras, que no se ajustan adecuadamente a la guerra tradicional entre los Estados emprendida por nuevos tipos de actores políticos híbridos.
Por un lado, se trata de una confusa combinación de redes trasnacionales de extremistas islamistas y, en uno de esos casos (EI), responde a un autoproclamado califato territorial que lanza represalias contra objetivos civiles muy sensibles en Occidente, adoptando por ello una doctrina que explícitamente proclama una estrategia que exalta los crímenes contra la humanidad.
Por el otro lado, es una coalición de Estados dirigidos por EEUU, que tiene bases y buques en el extranjero, por todo el mundo, que trata de destruir al EI y a los yihadistas afines allá donde se encuentren con escaso respeto por la soberanía de esos países.
Hace mucho tiempo que EEUU dejó de ser un Estado normal definido por fronteras territoriales, y desde hace más de medio siglo viene actuando como “Estado global”, con un mandato que abarca la totalidad de la tierra, mar y aire del planeta.
En segundo lugar, es crucial reconocer que los drones occidentales y las fuerzas especiales paramilitares que operan en más de cien países son una forma inherentemente imprecisa y a menudo indiscriminada de violencia estatal que extiende sus propias versiones de terrorismo entre las poblaciones civiles de varios países en Oriente Medio, Asia y África.
Ya es hora de admitir que los civiles de Occidente y del Sur global son ambos víctimas del terrorismo de esta modalidad de guerra, que continuará fomentando la clase de odio mutuo y ferviente santurronería hacia el enemigo que ofrece un pretexto aterrador para lo que ahora parece destinado a ser una situación de guerra perpetua.
Lo que ha cambiado totalmente, y está empezando a traumatizar a Occidente, son las capacidades y estrategias de contraofensiva de estos adversarios no occidentales, no estatales y cuasi-estatales.
Los modelos coloniales, e incluso poscoloniales, de intervención eran todos unilaterales, con la zona de combate consistentemente confinada en el país lejano, evitando por tanto cualquier amenaza a la seguridad y tranquilidad de las sociedades occidentales.
Ahora que la violencia es recíproca, aunque asimétrica (es decir, cada parte utiliza las tácticas que se corresponden con sus capacidades tecnológicas e imaginativas), el equilibrio de fuerzas ha cambiado fundamentalmente y por eso tenemos que pararnos a pensar, antes de actuar, en cómo se produce el círculo de violencia para poder vivir de nuevo en una paz segura.
Hay demasiadas cosas en juego. O rompemos con las concepciones obsoletas de la guerra o descubrimos una diplomacia que pueda acomodarse a las turbulencias del siglo XXI.
Si de esta red enmarañada puede surgir una diplomacia creativa y clandestina que de algún modo intercambie el final del terrorismo desde arriba por el final del terrorismo desde abajo es la pregunta persistente que se cierne sobre el futuro de la humanidad.
Si es necesario hacer este radical salto conceptual, probablemente no va a surgir de la iniciativa de las burocracias gubernamentales, sino más bien de las intensas presiones que lleven a cabo los pueblos acosados del mundo.
Parte de lo que se requiere, por extraño que parezca teniendo en cuenta la compulsión sin fronteras de la era digital y las dinámicas de la globalización económica, es una vuelta a las estructuras de seguridad del marco westfaliano de Estados territoriales soberanos.
Tal vez esas estructuras nunca prevalecieron realmente en el pasado, dadas las maniobras de los actores geopolíticos y las relaciones jerárquicas de los sistemas coloniales y los imperios regionales, pero su ideal era la base constitucional compartida del orden mundial.
Con el advenimiento del campo de batalla global, este ideal debe convertirse ahora en los cimientos existenciales de las relaciones entre Estados, haciendo hincapié en la inviolabilidad de las normas de no intervención en un nuevo sistema de seguridad mundial de base territorial.
Esto no va a resolver el problema de la noche a la mañana y ciertamente sólo supera de forma indirecta los retos internos planteados por las minorías alienadas.
Obviamente, este recomendado enfoque podría afectar adversamente a la protección internacional de los derechos humanos y debilitar los procedimientos mundiales de santuario para los desplazados por las contiendas civiles, el empobrecimiento y el cambio climático.
Estos problemas merecen una atención concertada, pero la prioridad inmediata es la restauración de un orden mínimo, sin el cual ningún orden político consensuado y normativamente aceptable puede persistir.
Y esto sólo puede suceder, en todo caso, mediante disposiciones de facto o de jure que renuncien a cualquier forma de terrorismo, sin importar que provenga de un Estado o de un movimiento radical.
Richard Falk es experto en derecho internacional y relaciones internacionales. Ha sido profesor en la Universidad de Princeton durante cuarenta años.
En 2008 fue nombrado por la ONU para cumplir un mandato de seis años como Relator Especial para los Derechos Humanos en Palestina. Falk es miembro de la Transnational Foundation for Future Research, donde apareció originalmente publicado este artículo.