Me encuentro en la región de Kirovskoye, nos dirigimos en coche hacia un pequeño pueblo para encontrarnos con una mujer a la que llamaremos Olga.
Ha accedido a dar su testimonio, pero se niega a ser fotografiada y desea permanecer en el anonimato.
Todavía tiene familia en la zona del Donbass ocupada por el Ejército Ucraniano y teme por ellos. No ha sido fácil convencerla de que hablara. Evgeny, que me acompaña, es el que ha hecho el trabajo, me ha descrito como uno de los escasos periodistas occidentales que tratan de escribir la verdad.
Y es así que, después de muchas dudas, acaba mostrándose dispuesta. No sabía que ese día iba a escuchar el más aterrador de los testimonios que tendría que oír en el Donbass.
“Yo vivía en un pueblo, una aldea cercana a Kommunar.
Es una localidad que fue tomada por las tropas punitivas del Ejército de Ucrania en el verano de 2014.
Llegaron, estábamos asustados, pero no hasta el punto de querer huir, aunque si lo hubiéramos sabido, lo habríamos hecho en el momento.
Eran tipos del partido neonazi Praviy Sektor y del batallón Aidar, detuvieron a algunos hombres jóvenes y también atraparon a una joven embarazada.
Se ensañaron con tres chicos, sometiéndoles a torturas a las que asistimos, les cortaron las orejas, les atravesaron a cuchilladas, luego les llevaron a un sótano en el que los chicos chillaron durante mucho tiempo por la noche.
Y luego se callaron. Acabaron con ellos.
Oiré todavía durante mucho tiempo esos horribles gritos“.
Pesa el silencio de muerte que nos rodea, estamos sentados en un banco, cerca de una fábrica, la mujer no se atreve a mirarme y mueve sus manos con nerviosismo, habla con una voz apenas audible:
“Se quedaron en el pueblo hasta que los nuestros les echaron, durante todo ese tiempo se dedicaron al pillaje, no nos permitían salir a la calle, sufrimos un sinfín de humillaciones, se llevaron todo lo que quisieron, hasta aparatos domésticos que cargaban en camiones, televisores, teléfonos, por supuesto el alcohol y todo lo que les parecía de interés.
La joven, no les puedo contar lo que le hicieron, estaba colgada de los brazos, decir lo que sufrió es demasiado duro, la violentaron durante horas y murió.
No muy lejos hay otra aldea, nadie volvió con vida de allí, los mataron a todos, a las mujeres, a los niños, a los ancianos, nunca más hemos oído hablar de ellos“.
Me cuenta esta historia con un solo aliento, su rostro está inmóvil y las lágrimas no fluyen, pero continúa para hablar de su hijo, Sergey, “mi Seriozha, no tenía ni 25 años, vivía y trabajaba aquí, tenía novia y tenían previsto casarse.
No me dijo que se había unido a las milicias, regresaba a veces, yo no entendía lo que estaba pasando, lo que nos iba a suceder.
Luego supe que se había ido junto a los chicos de Kirovskoye para defender nuestra ciudad, estaba en un puesto de control.
Yo misma huí de nuestro pueblo, nuestra casa fue desgarrada por un obús e incluso después de nuestra liberación no he vuelto, ¿para qué?, todo estaba en la más completa desolación.
Soy una mujer sola, retirada, vivía una vida tranquila, tengo todavía una hija, Sergey murió en circunstancias que desconozco al inicio del levantamiento, durante el mes de agosto.
Entendí pronto que el Maidan nos iba a traer desgracias, pero no soy más que una mujer sencilla, una obrera, he trabajado toda mi vida y he criado a mis dos hijos sola.
Así que ¿qué futuro tenemos?, no lo sé, lo que sé es que los que están enfrente de nosotros son monstruos, asesinos, nazis, vi con mis propios ojos lo que hacen a la gente“.
Encajo el testimonio con dificultad, en estos casos extremos tengo siempre la impresión de ser como un reportero que investiga, durante la ocupación alemana, entre las familias de los torturados de la Resistencia. Impotencia, rabia, incomprensión, desamparo, así es como se sale de tal experiencia. Justifica todas las vejaciones, todos los insultos, todas las calumnias que se pueda recibir, ¿qué son frente a esta verdad?
Los que defienden la Ucrania parda son, en última instancia, cómplices de todo esto y ya pueden hablar de que se trata de mentiras, es la cruda verdad que algún día se hará realidad ante los tribunales. Se me cruza por la mente la idea de tomar un arma para combatir a los matones de esta Ucrania, ¡cuántos horrores, cuántos crímenes!, pero no soy un soldado, puedo resultar útil de otra manera.
En la noche oscura creada por los periodistas de Francia, que no hacen su trabajo, en las argucias vacías de sentido de los que niegan los crímenes, en los delirios de los que, peor aún, los justifican, encuentro finalmente fuerzas, esta mujer, estas víctimas no deben ser olvidadas.
Aunque a ello tenga que dedicarle años, esta verdad será llevada ante la Justicia de los hombres a la espera de la de Dios.
A Olga se le caerán las lágrimas cuando le dé la modesta suma de 5000 rublos en nombre de Eric Michel, un generoso donante que, confiando en mí, ha dado un poco de su dinero para aliviar el sufrimiento del Donbass. Este dinero no traerá de vuelta a los muertos, pero Olga pasa ahora por una situación difícil, con una reducida pensión y apenas algo de ayuda humanitaria.
Su hija la apoya en la medida de sus posibilidades, pero sola afronta su memoria, el recuerdo de los gritos de los torturados, el recuerdo de un hijo muerto por defender a la población del Donbass.
Ante el horror, el Mundo todavía se niega a escuchar lo que es la Ucrania parda, lo que son muchos de los soldados de la operación punitiva lanzada por Poroshenko: matones y asesinos que en el siglo XXI hacen dudar aún de que la humanidad avance hacia el progreso.