Sostener como se hizo en una edición de la Revista SEMANA, que dialogar en medio del conflicto no tiene otra opción, porque no hay manera de verificar una tregua, es sugerir que la paz o el post acuerdo sería imposible si se le aplicara el mismo argumento.
El sofisma no alcanza a tapar el capricho subjetivo de que el cese bilateral del fuego favorece el fortalecimiento político y militar de la guerrilla.
La paz no es asunto de voluntades indecisas que se lanzan por el atajo de negar el cese al fuego sobre la base de lecturas sesgadas de la tregua del 84, conceptuándola como“desastre”, sólo para ahogar la voz multitudinaria del sentido común que lo reclama.
El cese al fuego se sustenta en un profundo sentimiento de humanidad. Nada sacamos si nos seguimos matando en medio de un diálogo que debe culminar en un Acuerdo Final.
Lo que se busca es cerrarle la puerta a nuevas victimizaciones, y como complemento, rodear con el silencio de los fusiles y los explosivos, los diálogos de paz para que estos avancen sin sobresaltos hacia su objetivo supremo.
Los que niegan este anhelo colectivo subvalorando el papel de la verificación, aducen “que además hay delincuencia común y narcotráfico que se confunden con la rebelión y que hasta un borracho echando tiros en un pueblo, puede dar al traste con la tregua bilateral”.
Esa visión no solamente insinúa un Estado pintado en la pared, que deja hacer y deja pasar, sino que ignora la existencia de un acuerdo parcial en la Mesa de La Habana enfilado a solucionar el problema de las drogas ilícitas.
Encierra en sí una gran confusión, que no permite distinguir la rebelión como derecho natural de los pueblos, de actuaciones propias de bandas delincuenciales.
Ni fugazmente contempla la idea de la posibilidad de cooperación entre las partes antes enfrentadas. Así no alcanza siquiera a colocarse en el nivel de una regular exposición de motivos para vender la idea de la concentración de la fuerza guerrillera en puntos.
Algunos, incluso, se imaginan unas FARC confinadas en áreas demarcadas bajo la vigilancia seráfica de su contraparte contendiente. Esta pretensión en una era de efectiva aplicación de tecnología militar de punta al conflicto interno colombiano, resulta algo ingenua. Lo importante es detener el fuego, interponer diques que cierren el capítulo de más victimizaciones inútiles.
El 27 de mayo de 1984 el Presidente Belisario Betancur y el comandante de las FARC, Manuel Marulanda Vélez, emitieron casi simultáneamente la orden de Cese al Fuego, la cual fue acatada plenamente por la fuerza insurgente.
No ocurrió lo mismo con el señor general, Miguel Vega Uribe, quien, inmediatamente después de la orden del Palacio de Nariño, emitió la controversial resolución 001 del Comando del Ejército que incitaba a las tropas oficiales al desacato, alegando -en abierta insubordinación al jefe constitucional de las Fuerzas Armadas-, que por encima de todo cumplirían el mandato de la Carta, de hacer presencia en todo el territorio nacional.
De esa manera se fue generando un ambiente muy nocivo que favoreció múltiples escaramuzas, las cuales alcanzaron su máxima expresión en la emboscada del ejército a una columna del Quinto Frente de las FARC el 30 de noviembre de 1985 en Cañas, jurisdicción de Turbo (Antioquia), donde murieron 22 guerrilleros y 17 resultaron heridos.Ese fue el comienzo del deterioro y socavamiento en serio de aquel cese al fuego, y no las invenciones que propalan sus adversarios.
Más tarde, en junio de 1987, se produjo la emboscada de las FARC al ejército en Riecito, entre Puerto Rico y San Vicente del Caguán, donde perdieron la vida 27 soldados y otros 43 resultaron heridos. Ya estaba en marcha la matanza ordenada por el Estado, contra la Unión Patriótica.
Esta triste experiencia debe ser recogida para evitar su repetición.
En un ambiente favorable como el que se respira hoy, con avances tangibles en la Mesa de conversaciones, con el buen entendimiento y contacto directo entre generales en servicio activo y comandantes guerrilleros, y en una situación en que se avizora la posibilidad del fin del conflicto armado, el armisticio como preludio de la paz es la medida más sensata que debemos tomar.
La movilidad de las fuerzas en sus espacios habituales no será un problema si de por medio está la decisión de cesar los enfrentamientos armados. Los protocolos son determinantes, y su aplicación minimiza los riesgos.
La palabra empeñada y la rúbrica de un pacto entre las partes, aunados a una verificación eficiente y al respaldo masivo de la ciudadanía, creará una atmósfera ideal para terminar de redactar el gran acuerdo de paz que inaugure una nueva era de convivencia y reconciliación en Colombia.
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