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El valle de Siria, ubicado cerca de Tegucigalpa, sale de una y entra a otra. En 2009 la minera canadiense entreMares cerró operaciones en San Ignacio y en 2014 el batallón de ingenieros a 14 kilómetros de El Porvenir inició la construcción de una cárcel de máxima seguridad.
En la montaña Pacaya, allá en lo alto del valle, la minería de oro a cielo abierto dejó un claro enorme que pude verse a kilómetros de distancia, por sus tonos rojos y amarillos intensos.
Aquí en las riberas del río obispo, cerca de la comunidad de Guadalupe, un trazo gigante de tapiales refleja módulos para 300 presos de alta peligrosidad, que también puede verse desde lejos, desde el otro extremo del valle.
Allá en las proximidades de la comunidad de El Pedernal permanecen los cinco pozos siniestros, los canales gigantes donde vertían la solución maligna y un pastizal verde cubre las peores herencias del cianuro.
No se puede entrar a la antigua mina, ningún ambientalista puede recorrer ese territorio, la empresa construyó un hotel en la entrada principal y promueve piscinas de aguas calientes, exhibición de venados y pescados fritos.
Antes de llegar al lúgubre portón sobresale un rótulo gigante en el que se lee Fundación Comunitaria San Martin. Ese nombre impuso la minera a la municipalidad de San Ignacio, para no devolver las tierras a la comunidad. Y para callar al alcalde entrega 40 mil dólares al año.
En el otro extremo del valle un rótulo advierte que la construcción de la cárcel es una zona militar, “soldados armados de día y de noche”, dice una rústica tabla pintada en blanco y negro. Nadie puede pasar sin rendirse a los militares.
El señor Juan Orlando Hernández inauguró en marzo este complejo carcelario, prometió empleos y obras compensatorias para silenciar la oposición, y dejó instaladas las fuerzas especiales de La Venta, para defender el inmueble de la amenaza vecinal.
Allá en San Ignacio la minera dejaba 800 mil lempiras mensuales en regalías a la municipalidad, que irónicamente es la más empobrecida del valle. Hoy sus riachuelos afluentes del río playa son de puras arenas, resecos en pleno invierno, y sus cosechas de granos básicos prácticamente nulas.
El discurso exitoso y farsante de la minería estalla en la mente de las víctimas que consumieron agua de los pozos asesinos o que tuvieron contacto con los materiales de las lagunas verdes cianuradas. Mueren lentamente con sus cuerpos llagados, llenos de lámparas en sus cabezas y esas marcas blancas que avanzan en sus pieles tristes.
En casi parecido el discurso en este otro extremo del valle, ahora cerca de El Porvenir, donde el Partido Nacional pone cemento sobre las calles lodosas y promete bonos en territorio del partido Libre, para contener las quejas de la población ante la proximidad de esa escuela del crimen.
Y por si acaso la resistencia pasa de la murmuración a las manifestaciones públicas contra la construcción de la cárcel y las seis nuevas concesiones mineras para el valle, el régimen anuncia que abrirá allí una regional de la Policía Militar. Por algo invierte 74 millones de lempiras aquí.
Allá en el otro extremo, en el Pedernal, la gente sabe lo que pasa con estos arrebatos neoliberales, la mayor parte de las niñas, niños y jóvenes se fueron a España, Estados Unidos y Canadá. Se fueron huyendo de la muerte. Y vuelven de vez en cuando para Navidad, si es que les queda tiempo.
El valle sale de una y entra a otra. Cierran la mina y abren la cárcel. El agua escasea. La sequía muerde duro hasta perder los maizales y frijolares.
Entre tanto 17 pobladores defensores de sus cuencas boscosas, vientres del agua dulce, enfrentan a acusadores privados y al propio Ministerio Público, que tratan de anular la sentencia absolutoria dictada a su favor después de varios años de firmar y reportarse en Talanga.
¡Alto ya mineros y carceleros, dejen a la gente tranquila con sus milpas y terneros, dejen que la madre Naturaleza les provea vida y prosperidad¡