Pablo Gonzalez

El México de Burroughs

 
La ciudad (Ciudad de México) me atraía. Los barrios bajos no tenían nada que envidiar a los barrios bajos de Asia en cuanto a suciedad y pobreza. 
 
La gente cagaba en la calle y después se acostaba encima mientras las moscas le entraban y le salían de la boca. 
 
Algunos emprendedores, entre los que no eran infrecuentes los leprosos, hacían fogatas en las esquinas de las calles y cocinaban unos revoltijos horribles, apestosos, indescriptibles, que ofrecían a los transeúntes. Los borrachos dormían directamente sobre las aceras de la calle principal, y ningún policía los molestaba.
 
 Me pareció que en México todos dominaban el arte de no meterse en las cosas de los demás. Si un hombre quería llevar un monóculo o usar bastón, no vacilaba en hacerlo, y nadie se volvía para mirarlo.
 
 Los niños y los hombres jóvenes andaban por la calle del brazo y nadie les prestaba atención. No era que a la gente no le importara lo que pensaban los demás; pero a ningún mexicano se le ocurriría aceptar la crítica de un extranjero, ni criticar el comportamiento de los demás.

México era fundamentalmente una cultura oriental que reflejaba dos mil años de enfermedad y pobreza y degradación y estupidez y esclavitud y brutalidad y terrorismo psíquico y físico. Era siniestro y sombrío y caótico, con el caos especial de un sueño. 
 
Ningún mexicano conocía de verdad al prójimo, y cuando un mexicano mataba a alguien(lo que ocurría a menudo), era por lo general a su mejor amigo. 
 
Todo el que quería llevaba un arma, y leí acerca de varios casos en los que policías borrachos, al disparar a los asiduos de un bar, eran a su vez tiroteados por civiles armados. Como figuras de autoridad, los policías mexicanos estaban a la misma altura que los conductores de tranvía. 
 
Todos los funcionarios eran corruptibles, los impuestos sobre la renta eran muy bajos y los cuidados médicos muy económicos porque los médicos se anunciaban en los periódicos y hacían descuento. 
 
Podías curarte de una gonorrea por 2,40 dólares o comprar la penicilina e inyectártela tú mismo. No había normas que restringieran la automedicación, y se podían comprar agujas y jeringuillas en cualquier parte.

William Burroughs (1914-1997) en el prólogo a su novela Marica (1985).

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