DALIA GONZÁLEZ DELGADO – Cuando alguien piensa en California se imagina desarrollo y glamour; San Francisco, Los Ángeles, Hollywood… oportunidades infinitas. Pero en las afueras de ese estado, hasta donde no llegan las estrellas de cine, se encuentra la Prisión Estatal Pelican Bay, foco de varias de las mayores huelgas de hambre iniciadas por presos en Estados Unidos. Generalmente reclaman derechos básicos: comida caliente, ropa contra el frío y la posibilidad de una llamada telefónica al mes.
Si alguien vive en San Francisco y tiene un familiar en Pelican Bay, debe conducir casi 600 kilómetros para verlo. Si vive en Los Ángeles, el viaje es de 1 200 kilómetros. Al llegar, le permitirán una visita de solo una hora y media a través de vidrio grueso, sin contacto físico.
Un exguardia de Pelican Bay testificó que los otros guardias lo singularizaron porque no aceptaba toda la brutalidad sanguinaria que se suponía que era su deber. “Me llamaban suave porque no ataba a los presos de pies y manos a los inodoros ni les pateaba la cara después de una extracción de la celda… Había un guardia ahí que solía tomar fotos de cada preso baleado y con ellas decoraba su oficina”.
LAS CÁRCELES COMO NEGOCIO
Estados Unidos tiene hoy la mayor población carcelaria mundial, con más de dos millones de encerrados. La cifra osciló entre 200 mil y 215 mil en los años sesenta, pero en la siguiente década se disparó.
Este fenómeno tiene paralelos con la revolución tecnológica y la reconstrucción de la economía y las industrias. La externalización de los empleos mejor remunerados a países con salarios bajos aumentó el desempleo para los trabajadores de estadounidenses.
Algunos consideran que las masas de los desempleados eran entonces —y todavía lo son— canalizados a las prisiones por la clase dominante como una válvula de escape para evitar protestas debido a la falta de trabajo y de recursos.
Otros opinan que la encarcelación masiva proporciona un nuevo tipo de trabajadores: los que laboran legalmente por mucho menos que el salario mínimo.
Las prisiones privatizan cada vez más la mano de obra. Al menos 37 estados han legalizado la contratación del trabajo de prisioneros a empresas privadas que montan sus operaciones dentro de las prisiones estatales. En la lista está la flor y nata de la corporaciones de EE.UU.: IBM, Boeing, Motorola, Microsoft, Macy’s, y muchas otras.
Para los magnates que han invertido en la industria carcelaria, el hallazgo ha resultado como la olla de oro. Allí no tienen que pagar seguro; los prisioneros están full time, no llegan tarde al trabajo ni faltan. El Complejo de Industria de Prisiones es una de las industrias de mayor crecimiento en Estados Unidos, y sus inversiones están en Wall Street.
Según el Left Business Observer, la Industria Federal de Prisiones produce el 100 % de todos los cascos militares, portamuniciones, chalecos blindados, tarjetas de identificación, camisas y pantalones, carpas y fundas-cantimploras.
Los prisioneros de cárceles estatales reciben el mínimo de pago, pero en algunos estados como Colorado los salarios llegan a 2 dólares la hora. Mientras, en las prisiones privadas, obtienen apenas 17 centavos por cada hora de trabajo. El máximo en la escala es en la prisión CCA en Tennessee, donde pagan 50 centavos por hora en el trabajo clasificado como “highly skilled positions” (posición altamente calificada).
Sin embargo, aunque a todas luces se trata de un gran negocio, no es esta la única causa del boom de las cárceles.
ENCERRAR A LOS POBRES
La criminalización de una gran parte de la población activa sirve a determinados intereses de clase. El aumento del gasto de las prisiones se traduce también en menos dinero asignado para cubrir las necesidades sociales como la educación, la vivienda y el empleo.
A pesar de que la mayoría de los encarcelados provienen de las ciudades, el gobierno estadounidense construye las prisiones en áreas rurales, conservadoras y mayormente blancas. Aunque los prisioneros no tienen derecho al voto, se cuentan como residentes del distrito donde están encarcelados. Así, esas zonas aumentan en su representación legislativa y reciben más fondos del gobierno, mientras se perjudican los distritos de donde originariamente son los presos, barrios en su mayoría urbanos, afroamericanos y pobres.
Por otra parte, la ley y el orden no se aplican igual en las prisiones. Casi el 40 % de los encarcelados son afroamericanos. La profesora de leyes Michelle Alexander asegura en su libro The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colorblindness que “hay más afroamericanos bajo control correccional hoy día —en prisión o cárcel, en libertad condicional— que los que estaban esclavizados en 1850″.
En California, la palabra “rehabilitación” fue por un tiempo borrada de la declaración de fundamentos del Departamento de Correccionales. No es coincidencia que muchas atrocidades cometidas en la cárcel Abu Ghraib fueron realizadas por soldados estadounidenses con experiencia como guardias de prisiones.
Las cárceles parecen ser la “solución” a los trabajadores “sobrantes”. Encierran a obreros, pobres, negros y latinos, para los cuales el sistema no ofrece ningún futuro.