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Honduras: Así es la policía del país más violento del mundo

Con lentes oscuros, el director de Tránsito Randolfo Pagoada Medina, investigado entre 2003 y 2010 por posibles nexos con el narcotráfico. Coralia Rivera, la viceministra de Seguridad, al fondo, de lentes claros, fue quien inició la investigación en 2003....
Tuvieron que morir asesinados dos jóvenes universitarios ligados a una figura pública para que la sociedad hondureña reaccionara con determinación en contra de una Policía abrumadoramente corrupta.

Y mientras la promesa de una una profunda depuración sigue siendo promesa, el narcotráfico, los secuestros, los robos y el sicariato ahora son los apellidos de la Policía Nacional de Honduras.

"Ayer las víctimas fueron los enemigos políticos o ideológicos.

Si no corregimos esto a tiempo, hoy los motivos podrían ser distintos y los dramáticos resultados serían los mismos".

Leo Valladares Lanza, comisionado nacional de Protección de los Derechos Humanos. Informe preliminar sobre los desaparecidos en Honduras. Diciembre de 1993.

1. El asesinato de Alejandro y Carlos David

Probablemente acordaron que lo mejor era acelerar. O tal vez solo Alejandro percibió el peligro y por eso pisó el acelerador. Quién sabe.

 Lo cierto es que el carro en el que iban los universitarios pasó a toda prisa frente a la cámara de seguridad.

Dos segundos después, la cámara grabó al pick up en el que iban sus cuatro asesinos.

Alejandro Vargas y Carlos David Pineda murieron ejecutados en las afueras de la ciudad de Tegucigalpa en la madrugada del 22 de octubre de 2011.

Julieta Castellanos, la madre de Alejandro, no supo nada de lo ocurrido hasta bien entrada la mañana. 
Por eso esta historia empieza con otra madre, la del muchacho asesinado junto al hijo de la rectora.

* * *

Faltaban 15 minutos para las 2 de la mañana cuando Aurora Rodríguez escuchó unos disparos, como de metralletas, cerca de su casa.

La inercia le abrió los párpados, la arrancó de la cama y la arrastró al pie de la ventana.

 Sin quererlo, imaginó a una silueta sin rostro disparando a otra silueta sin rostro sobre la calle principal de la colonia, de clase media alta y ubicada en las afueras de la ciudad.

 Escrutó el vecindario desde detrás de las persianas, pero afuera no había nadie y eran pocas las luces encendidas.

En la lejanía, escuchó ladrar a unos perros.

Nunca -ella lo repite: "¡nunca!"- Aurora Rodríguez imaginó que el gatillo lo había apretado un agente de la Policía Nacional de Honduras ni que una de las víctimas era su hijo de 23 años.

 Hasta ese momento, en su cabeza, por más rumores e historias de terror que hubiera escuchado, los policías no hacían eso.

-¡Los policías no hacían eso! Es que como se escuchaba, pero nunca se comprobaba nada… nunca fue cierto -dice Aurora Rodríguez.

Ni siquiera cuando le dejó la última de las 12 llamadas perdidas a su hijo imaginó que unos policías lo habían retenido contra su voluntad para después asesinarlo. Su corazón, sin embargo, presintió algo malo y por eso ella ya no pudo dormir.

La posta policial de La Granja es un edificio viejo, con pilares azules en la fachada y paredes de un verde aceitoso en su interior.

Es la tarde del viernes 13 de enero y a La Granja entra un grupo de jóvenes policías. Llevan uniforme nuevo y casi se podría jurar que lo están estrenando.

Tres meses antes, el grupo de fiscales que llegó a La Granja para recabar pruebas en contra de los policías involucrados en el asesinato de Alejandro y Carlos David fue recibido por 100 agentes encapuchados.

 Los fiscales cruzaron en medio de aquella muralla de miradas desafiantes con más pena que gloria. Aquel fue un recibimiento hostil.

Ahora ya no hay nadie encapuchado y se ve a muchos policías jóvenes. Incluso más jóvenes que los que asesinaron a los estudiantes, aunque el mayor no pasaba de los 25 años.

Son nuevos agentes, que relevaron a muchos de los de miradas desafiantes, depurados por sospechas de corrupción en el último medio año.

A estos nuevos agentes les llaman "los rapiditos", porque se graduaron en cuestión de tres meses.

La depuración policial ha permitido el nacimiento de policías prematuros.

Las denuncias hoy 13 de enero, según un agente rapidito que habla desde el anonimato, han estado movidas. "Llevamos cinco, por robo todas. Hay días que no viene nadie", dice.

 Que pocos denuncien tal vez tenga que ver con el hecho de que desde aquí, desde esta posta policial, hasta hace unas semanas operó una banda criminal dedicada al secuestro, la extorsión y el sicariato.

 Quizá por eso La Granja y sus policías lo último que inspiran es confianza.

Esta delegación es el símbolo de la corrupción policial en Honduras. Días después del asesinato de los estudiantes, con la velocidad de un rayo, salieron a la luz viejos informes de inteligencia policial que destapaban esa estructura.

"Cártel de La Granja", la llamaron los principales periódicos de Honduras. Los policías robaban vehículos y los vendían hasta por 50 mil lempiras (alrededor de 2,600 dólares) a hueseras de la zona, que los desarmaban y luego vendían las piezas.

También secuestraban o asesinaban a sueldo en sus días libres. Durante sus operaciones, sintonizaban la frecuencia policial para moverse fuera del radio de patrullaje de sus compañeros.

Pero esos informes gubernamentales nunca revelaron el nombre de los cabecillas de la banda ni fueron ocupados para desarticular ni enjuiciar a nadie.

La Dirección Nacional de Investigación Criminal de Honduras, la DNIC, es la unidad que se encarga de investigar todo o casi todo de lo que acontece en el mundo criminal hondureño. Desde homicidios hasta robos de motocicletas.

Como en todas las policías aquí hay división de tránsito, preventiva, fronteras, y en Honduras incluso una policía penitenciaria que dirige y controla los penales.

Pero sobre quienes recae el peso de las investigaciones es sobre los hombres y mujeres de la DNIC. Son los que manejan la mejor información.

El 26 de julio de 2011, el director de la DNIC, el general Marco Tulio Palma Rivera, tuvo que improvisar una conferencia, porque su oficina rebalsaba de periodistas.

 Ese mediodía dos policías de La Granja fueron detenidos por el secuestro de un profesor universitario, y para las 2 de la tarde la prensa hondureña quería una reacción.

 Palma es un militar que se quitó el uniforme verde olivo del ejército para vestir el azul policial a inicios de los años 90, cuando las dos instituciones se separaron en Honduras.

La doctrina militar le inculcó a Palma el hábito de pedir disculpas cuando se irrespetan los horarios.

 "Disculpe", me dijo Palma, cuando el último de los periodistas hondureños abandonó su oficina 30 minutos después de la hora que habíamos programado para la entrevista.

 "Yo cuando digo a una hora, siempre la cumplo.

Así me lo enseñaron. Pero pasó esto y había que atender a la prensa nacional".

En aquella cita, Palma Rivera dijo que lo de esos policías eran un caso aislado, parte de un problema que se da en todo cuerpo, donde no siempre todas las partes caminan en la misma dirección.

 "En toda institución hay malos elementos, pero en la Policía Nacional de Honduras son los menos. 
Eso es un caso aislado.

La gran mayoría de los policías de Honduras actuamos a favor de la población, no en contra", dijo. Se supone que Palma Rivera era la persona indicada para saber eso.

En ese momento, él era quien manejaba la principal oficina de investigación criminal de la Policía.

Tres meses después, cuando un grupo de policías asesinó a Alejandro Vargas y Carlos David Pineda, Palma Rivera no solo era el director de investigaciones sino también el subdirector de la Policía.

La suerte judicial de los ocho agentes que participaron en el crimen estuvo en sus manos; en las del director, José Luis Muñoz Licona; y en las del jefe de la región metropolitana, José Balarraga.

Sin embargo, ninguno ordenó el arresto de los agentes una vez se confirmó que habían ejecutado a los universitarios.

Por el contrario, aun conociendo el nombre de los asesinos, una semana después del crimen dejaron que se fueran de fin de semana libre.

Cuatro de ellos usaron ese permiso para fugarse.

Palma, Muñoz Licona y Balarraga fueron los primeros en ser suspendidos cuando a los pocos días en los medios de comunicación se desató el escándalo, junto a todos los policías encapuchados de la delegación de La Granja.

Alejandro Vargas y Carlos David Pineda departieron toda la noche en la casa de una amiga. A la 1:20 de la mañana se fueron a la casa de los Pineda, ubicada en las afueras de la ciudad.

 En un pequeño estudio invadido por un sofá cama, una batería y un armario abarrotado de libros, iban a desvelarse retocando la historia de Frank Mason, un héroe que acaba con los malos mientras persigue los súper poderes que por alguna razón la vida le negó.

 El drama de Frank Mason es que es un héroe sin los poderes que tenían su padre y su abuelo.

Alejandro, estudiante de sicología en la universidad que dirige su madre, la Universidad Autónoma de Honduras, la UNAH, era el guionista.

Carlos David, un futuro abogado, baterista de Orión, una banda del undergorund rockero de Tegucigalpa, y líder juvenil en una iglesia, era el editor. Los dibujos los hacía un tercer colaborador.

Se suponía que esa madrugada retocarían las últimas páginas de un cómic en el que los buenos siempre ganan a los malos, aun sin súper poderes.

Cuando los policías los interceptaron, estaban a una cuadra de la casa de Carlos David, y si no hubiera sido porque uno de los agentes sacó medio cuerpo por una de las ventanas laterales del pick up y disparó una ráfaga de ametralladora, probablemente los muchachos la hubieran librado.

Una de las balas atravesó la espalda de Alejandro y le obligó a detener el vehículo cerca de una iglesia.

Entre el "¡bájense, hijos de puta!" que gritó uno de los policías y los lamentos de Alejandro, Carlos David clamó, alterado:

—¡Mi amigo está herido, llévenlo al hospital! ¡Es el hijo de la rectora!

En ese momento, los policías supieron que se les había complicado todo.

En Honduras, dos jóvenes asesinados más hubieran significado poca cosa.

 Este país tiene bellas islas, una pujante selección de fútbol que se clasificó para el Mundial de Sudáfrica y una fuerte tradición garífuna, pero también destaca por su propensión a los golpes de Estado y sus altos niveles de violencia, corrupción y narcotráfico.

 Honduras tiene la tasa de homicidios más alta del mundo (82 por cada 100 mil habitantes), una policía dramáticamente corrupta y es un puente histórico para los narcos.

En el último año incluso ha conseguido que su capital comercial, San Pedro Sula, desplace a Ciudad Juárez como la ciudad más violenta del mundo, según la investigación de una oenegé mexicana.

Las autoridades se resisten a dar las cifras oficiales de homicidios de 2011 "para no entrar en polémicas con ese dato", según el ministro de Seguridad, Pompeyo Bonilla.

Esa es la Honduras en la que Alejandro y Carlos David fueron asesinados. Si hubieran sido otros estudiantes, la historia quizá sería distinta. Quizá otras víctimas hubieran ganado segundos en los telediarios y una página en los periódicos.

Quizá la Fiscalía hubiera gastado papel en un expediente que no se resolvería, y posiblemente alguna organización de derechos humanos hubiera reseñado el caso en sus informes anuales.

Como en la gran mayoría de casos, lo más seguro es que el asesinato de dos estudiantes universitarios hubiera sido otro crimen impune.

Sin embargo, una de las víctimas no era cualquier víctima. Era el hijo de la rectora de la UNAH, Julieta Castellanos.

—¡¿Cuál rectora, hijos de puta!? -dijo uno de los policías, cuando escuchó a Carlos David intentando que la casta de su amigo consiguiera la misericordia de sus captores.

No tardaría mucho la banda en reflexionarlo.

No es lo mismo herir a Juan Pueblo que herir al hijo de una mujer con contactos políticos y presencia mediática, una intelectual que trabajó para las Naciones Unidas, una de las caras más activas en la Comisión de la Verdad que denunció los atropellos cometidos en Honduras después del golpe de Estado de 2009.

No está claro qué sucedió exactamente esa noche, pero lo cierto es que Alejandro Vargas no murió donde lo balearon ni tampoco terminó en un hospital.

Entre los balazos que detuvieron a los estudiantes y los balazos que los mataron, se interpusieron minutos en los que, se sospecha, los policías pidieron consejo a alguien.

A quien solo ellos saben, pero las cosas que ocurrirían en los días siguientes llevaron a que toda la cúpula policial, recién nombrada apenas mes y medio antes, fuera removida de sus cargos; y a que saliera a la luz el informe sobre el cártel de La Granja. Ese informe que no menciona cabecillas.

Hoy sí, la sangre del hijo de una figura pública hizo despertar a un país en el que siempre hubo quienes advirtieron sobre el cáncer que estaba devorando a la Policía.

El Departamento de Estado de los Estados Unidos, en sus informes de derechos humanos de hace una década, ya advertía sobre el incremento de la corrupción policial, sobre los nexos de la autoridad con el crimen organizado y el narcotráfico.

Otra patrulla llegó a la primera escena del crimen, donde Alejandro se desangraba. Los policías ya habían tomado una decisión: ninguno quedaría con vida.

El cuerpo de Alejandro viajó en la cama de uno de los dos pick ups; a Carlos David se lo llevaron en el vehículo que conducía Alejandro.

La comitiva se alejó un par de kilómetros, se apartó de la carretera y se introdujo en una hondonada.

Luego, dos de los ejecutores retaron a uno de sus compañeros para ver si tenía el valor de matar a sangre fría. Lo sabe Aurora Rodríguez.

—¡Vaya, estrenate, pues! Así le dijeron a uno de los policías que se entregó semanas después -cuenta.

Con Alejandro Vargas ya muerto con un tiro en la cabeza, tres en el pecho y uno en la espalda, Carlos David Pineda decidió que era preferible vivir algún tiempo en la cárcel que morir en medio de una hondonada.

Carlos David ofreció a sus captores el silencio eterno a cambio de unas rejas, porque ellos tenían el poder para inculparle de cualquier delito, para lavarse en él y justificar las balas de esa noche.

Cualquier cosa era preferible a morir asesinado así, de esa manera tan impune, por unos policías. Pero los policías no aceptaron su oferta.

El hombre no tardó mucho en examinar la foto de Carlos David colocada sobre el féretro. A los muchachos los asesinaron con balas capaces de perforar chalecos antibalas, y la familia del chico decidió no dejar que los invitados al funeral vieran su cuerpo, porque sus asesinos le habían desfigurado el rostro.

Cuando aquel hombre sintió que todos lo observaban a él -un extraño en medio del duelo, un extraño que llevaba recogido en la frente un gorro navarone-, se dio la vuelta y desanduvo su camino a toda prisa. Se subió a un carro viejo y sin placas y partió con rumbo desconocido.

Aurora Rodríguez todavía se sobresalta cuando recuerda esa escena ocurrida el domingo 22 de octubre, en el velorio de su hijo. No recuerda bien su rostro, pero sospecha que era uno de los asesinos que llegó para cerciorarse de que el muerto era el mismo chico al que él había matado.

—O para intimidar. ¿Qué más iba a hacer ahí un extraño? Eso solo habla de lo poderosos que se sienten.

Aquella no fue la única vez en la que la piel entera se le erizó a Aurora Rodríguez frente a un desconocido, al punto de provocarle vómitos.

La oficina de la DNIC está en un edificio contiguo al Estado Mayor del Ejército, en un barrio maltrecho de Comayagüela, la llamada ciudad gemela de Tegucigalpa.

Su ubicación geográfica responde a su historia. La DNIC, antes División Nacional de Investigación, era uno de los brazos de inteligencia contrainsurgente que utilizó el ejército hondureño para aplacar disidentes en los años ochentas, cuando en Honduras la seguridad pública era regida por militares.

Hubo una vez en Honduras un grupo de hombres que intentó separar a la policía del ejército y lo consiguió.

De ese grupo uno ya falleció, otro sigue dando misas e incluso, en 2005, estuvo a punto de convertirse en Papa (es el cardenal Andrés Rodríguez Maradiaga); uno más fue asesinado por unos sicarios en diciembre de 2011, dos meses después del crimen de los estudiantes, y un cuarto es un anciano con manos adornadas por gruesas venas.

Este último, a los 66 años, vive su primera diputación en el Congreso hondureño. Su nombre es German Leitzelar.

Hace 27 años, el abogado Leitzelar arriesgó su vida defendiendo derechos humanos y terminó, a principios de 1990, en una comisión de modernización que administró la transición de la policía militar a una policía fuera de la milicia. Leitzelar estuvo en el génesis de lo que hoy es hoy la Policía hondureña.

"No pudimos llamarla policía civil como en El Salvador o Guatemala, porque aquí esa conversión no llegó a tanto", se lamenta.

En los ochenta, como muchos otros, fue perseguido e intimidado por el brazo más radical del ejército hondureño, y como pocos, tuvo la suerte de sobrevivir para contarlo.

Una noche de un día y de un mes que ya no recuerda, al arrancar su vehículo, Leitzelar escuchó tras el asiento del copiloto el chinchín de unas esposas y el chasquido que escupe una pistola cuando es cargada.

Miró por el retrovisor y se encontró con una sombra que hablaba con voz ronca. Su secuestrador no se identificó, pero sí le presentó la boquilla de una 9 milímetros y se la puso en la nuca. "Conducí", le dijo.

Leitzelar recorrió toda Tegucigalpa durante tres horas. Sintió que iba a morir. De hecho, recuerda haber resucitado hasta que su captor se bajó del vehículo.

"¿Sabes que por lo que andas haciendo podés perder la vida, verdad?", le preguntó aquel hombre, antes de despedirse.

La lucha de Leitzelar y de muchos otros tuvo frutos y en 1990 se rompió oficialmente el cordón umbilical entre el ejército y la Policía.

En el génesis de la policía hondureña, los policías nacidos bajo la autoridad militar saltaron a la nueva institución y se llevaron consigo todo lo aprendido, incluido lo mal hecho.

No hubo mutación sino que camuflaje. 

Si el narcotráfico, el crimen organizado y el tráfico de armas prosperaron en Honduras gracias a que los militares que custodiaban al país lo permitieron todo en la década de los ochenta (presencia militar de Estados Unidos, campamentos para la Contra de Nicaragua, y hasta la incursión en territorio hondureño de los ejércitos regulares de El Salvador y Guatemala para reprimir a sus guerrillas en los puntos fronterizos); cuando la Policía se separó del ejército, a inicios de los noventa, la cosa no varió mucho.

Los militares que se cambiaron el uniforme y se reinventaron como policías se quedaron con las llaves para abrir y cerrar las puertas del país.

La Policía hondureña de hoy es lo que es porque nunca se depuró. Lo dice Leitzelar, que creyó, como sus compañeros intelectuales en la comisión, que iban a lograr separar y depurar. Lo primero lo hicieron con éxito; pero lo segundo, cuando empezaron a gestionarlo…

—La clase política disolvió la comisión. Es un error histórico que ahora estamos pagando con creces -se lamenta.

Hoy el diputado se ha metido en una nueva aventura, inspirado por Julieta Castellanos, la madre de Alejandro Vargas, para intentar, de nuevo, aquello que no logró hace más de 20 años.

—Imagínese que usted es un atleta que siempre quiso competir en una carrera de relevos, y puso todo su empeño para ganarse un puesto en alguno de los tramos de la carrera porque sabe que eso le dará no solo prestigio sino que también riqueza.

Pues eso pasó aquí. Todos en esta Policía quisieron estar en algún punto de esa carrera, para recibir la estafeta.

Estamos en la terraza de una casa encumbrada de Tegucigalpa. Allá abajo, en la ciudad, pareciera que no pasa nada.

Que no pasó nada en los años del génesis de la Policía. Pero este exfiscal asegura que pasó mucho, y lo dibuja con esa carrera de relevos.

Él, que intentó sin éxito depurar a los malos policías, llevarlos a juicio, conseguir condenas, ahora habla desde el anonimato. La experiencia lo dejó con miedo a sus adversarios.

"Cultura de la corrupción", la llama este exfiscal a lo que germina dentro de la Policía. Muchos policías aprendieron a aliarse con el enemigo; otros a recibir sobornos; otros a aliarse con el enemigo del enemigo para luego repartirse el botín de la droga...

Esto último es lo que ocurre en el departamento de la Atlántida, el cordón umbilical entre las inhóspitas zonas al oriente de Honduras, donde se descarga la droga que luego alguien llevará hasta las fronteras con Guatemala.

En Atlántida hay policías preventivos y de tránsito que se alían con bandas criminales locales para hacer "pongas" (tumbes) de la carga o de los pagos en efectivo de los narcotraficantes.

—Con el tiempo las postas policiales se convirtieron en feudos en los que se aprendió a negociar con los ladrones, los narcomenudistas, los pandilleros…

—¿Cómo interpreta el caso de La Granja, que se destapó tras el crimen de los estudiantes?

—El caso del hijo de la rectora ha sacado a la luz pública que en ciertos negocios los policías decidieron meterse de lleno, convirtiéndose ellos mismos en los autores materiales del secuestro, el asesinato o el robo de vehículos.

El Ministerio Público hizo -ha hecho- muy poco para frenar a la Policía.

No fue creado sino hasta finales de los años noventa, y todavía hoy depende de la Policía para todo.

Tiene bajo presupuesto y depende de las investigaciones policiales debido su escaso recurso humano.

Hay casos en los que los fiscales incluso son intimidados, cuando el muro que intentan escalar cobra vida y se siente amenazado.

Como le ocurrió a una de las fiscales que participó en la recolección de pruebas en el lugar en donde fueron interceptados los estudiantes. "¡¿Y cómo tienen valor de andar investigando esto!?

Pero ni nosotros, que somos hombres, nos metemos, porque es demasiado peligroso", le dijo un policía de La Granja que "patrullaba" en ese sector.

 Para la fiscal, que en una visita a la posta de La Granja sintió la presión que ejercen 100 pares de miradas desafiantes, escondidas detrás de unos pasamontañas, el comentario del policía fue otra amenaza velada.

Han pasado muchos años desde que el exfiscal con el que hablo intentó encausar a altos mandos policiales.

Él comprobó que era imposible escalar el muro. Dice que había un punto en el que todo se estancaba, en que ya nadie quería investigar, en el que sus colegas se corrompían o sucumbían ante las amenazas.

Y si se lograba presentar un caso sólido, los jueces se encargaban de derribarlo todo.

El exfiscal no da razones para ningún optimismo.

Aurora Rodríguez sintió que iba a desmayarse cuando el martes 24 de octubre de 2011, en la oficina del jefe de investigadores de la DNIC, le confirmaron que a su hijo y al amigo de su hijo los habían matado unos policías preventivos.

Pidió disculpas, le dijo a su marido que no soportaba estar ahí y salió espantada del lugar. Quería gritar, quería vomitar, quería golpear a cada uno de los oficiales que se le cruzaban por los pasillos, en el parqueo, en la salida de la delegación.

Le temblaban las piernas. Sintió miedo.

Cuando el taxi se puso en marcha, Aurora Rodríguez intentó armar de nuevo sus ideas. Fue entonces cuando entendió que el enemigo no era el delincuente común de la calle, sino otro más grande, que usa armas reglamentarias y carga un chaleco antibalas. Entendió lo que entendió su hijo antes de morir: los policías son capaces de hacer cualquier cosa. Ese día decidió que nunca más recibiría a los investigadores del caso.

Camino a su casa, Aurora Rodríguez lloró porque estaba furiosa. Hoy lo recuerda y en su rostro aflora una mueca. Mueve la cabeza de un lado al otro. El gesto es un "Ironías de la vida, ¿puede creerlo?" que no acaba de salir de su boca.

Hace más de tres décadas ella estuvo a punto de convertirse en policía.

2. La comisionada Borjas y los fusiles AK-47

María Luisa Borjas supo que algo andaba mal cuando descubrió encendidas, a esa hora de la noche, las luces de la bodega de armamento. Esa bodega -lo sabía muy bien, porque trabajó mucho tiempo en el cuartel general de Casamata, ubicado en una curva empinada del centro de Tegucigalpa- cerraba a las 5 de la tarde.

Sin embargo, las luces estaban encendidas a las 8 de la noche. Su instinto le dijo que algo raro pasaba.

En ese momento, María Luisa Borjas era la jefa de Asuntos Internos de la Policía Nacional de Honduras, y ahí estaban guardadas las evidencias de su caso más importante.

En la bodega había seis fusiles AK-47 que en teoría involucraban a un grupo de oficiales en una red de sicariato y de exterminio de pandilleros en San Pedro Sula.

Y esa noche alguien estaba ahí, en el cuarto donde estaban los fusiles, con las luces encendidas y las puertas cerradas.

Borjas rápido armó conjeturas.

Ese mismo día, 20 de agosto de 2002, el entonces fiscal especial contra el crimen organizado, Mario Enrique Chinchilla, envió una nota al ministro de Seguridad Óscar Álvarez. Le avisó que al día siguiente llegaría a requisar seis fusiles AK-47 como parte de una investigación sobre violaciones de derechos humanos iniciada en San Pedro Sula. María Luisa Borjas recibió una copia de esa carta.

El caso, de no haber sido por una fuga de información, se hubiera amarrado un mes antes. El 31 de julio, la Fiscalía allanó una casa de seguridad de la Policía en San Pedro Sula en la que se encontraron pruebas relacionadas con más de 50 asesinatos.

Media docena de las víctimas estaban involucradas en bandas de robacarros, y en la casa había varios de los vehículos, sin placas, que varios testigos relacionaban con los policías.

Pero Borjas esperaba encontrar una evidencia más que incriminara a los oficiales que operaban desde esa casa de seguridad: investigadores de San Pedro Sula le habían informado que los oficiales de la Unidad Antisecuestro escondían armas antirreglamentarias en esa casa.

Unos AK-47. La casa, los carros, los policías, las balas de AK-47 en las escenas de los crímenes… Todo cuadraba con las denuncias de los testigos. Solo faltaban los fusiles.

Cuando los investigadores allanaron la casa, encontraron municiones para AK-47, pero no las armas.

En realidad, mientras los policías bajo el mando de Borjas abrían cajones vacíos, revisaban en el techo y debajo de las camas, las armas ya estaban bajo custodia policial e iban rumbo a Tegucigalpa. Habían sido enviadas allí por el subcomisionado Salomón de Jesús Escoto Salinas, entonces subdirector de Información y Análisis de la Policía en San Pedro Sula, a la supervisora general de la Policía Preventiva, inspectora Mirna Suazo. Las armas fueron ingresadas al inventario y permanecieron ocultas en una bodega en Casamata durante 20 días.

Cuando Borjas se enteró del paradero de las armas, porque consiguió el acta de remisión firmada por Escoto Salinas, informó al fiscal contra el Crimen Organizado y este le respondió con la copia de la carta dirigida al ministro Óscar Álvarez.

María Luisa Borjas interpretó esa carta al ministro como una voz de alerta dirigida a los sospechosos. Les estaba dando tiempo para destruir las pruebas.

Consciente de lo que estaba ocurriendo, Borjas se acercó al portón de la bodega, clavó la oreja y escuchó ruidos y murmullos. Tocó una vez y nadie contestó. Asomó de nuevo la oreja y los murmullos habían cesado. Luego tocó una vez más. Abrieron. Entró.

En la bodega estaban la inspectora Mirna Suazo, el jefe de almacén de armas Pedro Alemán, un armero del ejército y un cuarto hombre: Juan Manuel Aguilar Godoy, jefe de manejo de crisis del Ministerio de Seguridad, uno de los más cercanos asesores del ministro Óscar Álvarez.

Borjas ató todos los cabos y sintió que una cosquilla incómoda le subía por la espalda.

Dos más dos da el mismo resultado siempre y por eso, 10 años después de aquel episodio, sigue sosteniendo que en Honduras, entre 2002 y 2004, se ejecutó una política de limpieza social, ordenada desde la Presidencia de la República que entonces ocupaba Ricardo Maduro, supervisada por el Ministerio de Seguridad y la dirección de la Policía, y ejecutada por agentes de esa misma Policía.

La prueba para enjuiciar a algunos de los involucrados eran, según Borjas, esos seis fusiles AK-47.

Aquella noche, adentro de la bodega, mientras el asesor del ministro y el jefe de la bodega se deshacían en excusas para justificar su presencia allí, la comisionada Borjas entendió que había llegado tarde.

Miró al armero, que se escondía detrás de una estantería, y supo que había sido llevado allí para manipular las armas, desarmarlas y lijarlas a fin de que las pruebas de balística no las vincularan con aquel medio centenar de asesinatos en San Pedro Sula.

La comisionada Borjas supo entonces que el caso que tenía entre manos, su caso estrella, era un caso perdido.

En la mesa hay galletas de chocolate en una bandeja y refresco de limón en dos vasos de vidrio.

 Es la primera vez que María Luisa Borjas habla conmigo desenfadada, en voz alta, sin mirar a cada instante a través del rabillo del ojo.

Nos hemos reunido otras veces y es la primera vez que se siente cómoda. Al final de cuentas está en su casa, resguardada por cámaras de vigilancia que, dice, están escondidas en algún punto de la cuadra.

La primera vez que nos vimos fue en una oenegé de su confianza en la que no trabaja, pero en cuya sede recibe a los invitados desconocidos.

"Es que ella no trabaja aquí, pero si aquí lo citó, espérela, no hay problema", dijo aquella vez la recepcionista de la oenegé. Faltaban dos meses para que Alejandro Vargas y Carlos David Pineda fueran asesinados.

Apareció 40 minutos después de lo previsto, vestida de civil. María Luisa Borjas lleva más de nueve años sin ponerse el uniforme policial. Fue despedida luego de acusar a la directora Coralia Rivera, a la inspectora Mirna Suazo, y al asesor Aguilar Godoy, de destrucción de evidencia policial.

Por esa y otras acusaciones más, sus jefes acabaron con sus 25 años de carrera con la rapidez de un chasquido de dedos. Desde 2003, se dedica a colaborar con oenegés en materia de seguridad pública.

—¿Por qué no los apresó a todos, ahí en la bodega? ¿No tenía esa facultad?

—Mire, estaba yo sola, y ellos eran tres. ¿Qué iba a hacer? Y aunque me hubiera ido a traer a unos investigadores de la DNIC, ¿usted cree que ellos iban a tener el valor de arrestar al asesor directo del ministro Óscar Álvarez? ¿A la directora Coralia Rivera? ¡Ja, ja, ja! Más bien a mí me hubieran arrestado. ¡Ja, ja, ja!

—¿Qué hizo entonces?

—Ni bruta ni perezosa me fui a la comandancia de guardia para ver quién había autorizado la entrada de ese armero.

La comisionada descubrió que la había autorizado personalmente la inspectora Mirna Suazo.

Siguió con las conjeturas y concluyó que Mirna Suazo solo pudo haber actuado bajo órdenes de la directora Coralia Rivera, la única que en Casamata sabía que los fiscales irían al día siguiente por esas armas. 

Y fuera de Casamata solo había tres personas más que conocían esa información: la misma Borjas, el fiscal contra el Crimen Organizado y el ministro Álvarez.

—¿Quién avisó a Coralia Rivera? Siga la pista de la cadena de mando. Dudo mucho que el fiscal le haya avisado. Él lo que hizo fue avisarle al jefe de la directora.

Así que lo único que me quedó fue sacarle copia a esa orden, pedir a los fiscales que llegaran, por gusto, porque no llegaron, y me fui a mi casa.

Al día siguiente los fiscales confirmaron que las armas habían sido manipuladas, y armaron un caso por destrucción de evidencia. Un caso que Borjas también perdería.

Dos años después, en el juicio, la directora Coralia Rivera declaró a los medios de comunicación que nunca supo que esas pruebas eran evidencia policial.

"Se nos ha querido involucrar en acciones administrativas propias (…) que yo giré órdenes en su momento oportuno (…) después las quisieron relacionar con casos que se investigaban y todo eso es producto de las locuras de María Luisa Borjas", publicó La Tribuna, el 18 de febrero de 2004.

Pese a las pruebas documentales y a la confesión del jefe de la bodega y del armero -quienes aceptaron recibir órdenes para destruir seis AK-47-, Rivera, Suazo y el asesor del ministro Álvarez fueron absueltos de todos los cargos por un juez penal.

Cinco años después de aquel juicio, Salomón de Jesús Escoto Salinas, el oficial que envió las armas desde San Pedro Sula hacia Tegucigalpa, fue juramentado como director general de la Policía en el último año de gobierno de Manuel Zelaya.

Cuando lo nombraron, inmediatamente surgió la protesta de los organismos pro derechos humanos. Escoto Salinas fue miembro del 3-16, el batallón del ejército encargado de torturar y desaparecer a disidentes políticos en la década de los ochenta.

Después del episodio de los fusiles AK-47, a María Luisa Borjas le quitaron sus principales investigadores. Luego le quitaron la dotación de gasolina, los carros y por último el acceso a su propia oficina.

Sus jefes habían descubierto que la comisionada no se había quedado de brazos cruzados y seguía investigando otro caso que tenía relación con la misma estructura que se deshizo de los AK-47. Una estructura a la que puso el nombre de "Los Magníficos". La Comisionada Borjas quería una revancha.

Los fusiles AK-47 no solo estaban involucrados en el asesinato de robacarros supuestos pandilleros, sino que según Borjas también en el asesinato del diputado y ex ministro de Economía Reginaldo Panting. O al menos a eso la llevaban sus pistas. Secuestrado el 18 de mayo de 2002, Panting apareció muerto 15 días después, luego de que la familia pagara, en vano, un millonario rescate.

Para la comisionada Borjas, había una relación entre los secuestradores y un grupo de policías de San Pedro Sula, entre los que figuraba Juan Carlos Bonilla o "El Tigre" Bonilla, como le conocen en Honduras. Solo eso explicaba que, según las investigaciones de Borjas, Bonilla, otros dos comisarios y un inspector hubieran asesinado, en junio de 2002, a Jorge Luis Cáceres, uno de los líderes de la banda que secuestró y asesinó a Panting. Querían eliminar testigos, según Borjas.

—¿Que la hizo concluir eso?

—Ellos como autoridad tenían la obligación de apresarlo. Pero lo que hicieron fue intentar deshacerse de la conexión que tenían con los secuestradores.

Cuando la policía encontró el cuerpo de Cáceres, este había sido incinerado y tenía rastros de haber sido acribillado a balazos.

Como parte de la investigación del caso, Borjas interrogó a Bonilla. A la salida de aquel encuentro, la comisionada aseguró a la prensa hondureña que este le había respondido con una frase que confirmaba todas sus sospechas.

—Si a mí me quieren mandar a los tribunales como chivo expiatorio, esta Policía va a retumbar, porque yo le puedo decir al propio ministro de Seguridad en su cara que yo lo único que hice fue cumplir con sus instrucciones -fue, según Borja, la frase de Bonilla.

Se refería al ministro Óscar Álvarez.

Borjas se enfrentaba a una estructura compleja, en la que los distintos implicados se protegían entre sí y en la que, según asegura, los oficiales a los que ella procesaba, o a los que intentó procesar, cumplían órdenes de más arriba.

—Por eso la que salió procesada y depurada fui yo, ja, ja, ja...

Juan Carlos "El Tigre" Bonilla fue exonerado de los cargos en su contra y con el paso del tiempo subió escalones en la estructura policial.

Hasta septiembre de 2011 fue jefe regional de tres departamentos que hacen frontera con Guatemala y El Salvador. Una frontera dominada por los señores de la droga del norte de Honduras.

Hasta septiembre, porque en septiembre de 2011 el presidente Porfirio Lobo destituyó al ministro de Seguridad, Óscar Álvarez, que en 2010 había regresado al cargo en medio de vítores.

Días antes de su destitución, Álvarez dijo que revelaría los nombres de una veintena de oficiales que alertaban a las narcoavionetas que aterrizan en territorio hondureño, y anunció una depuración en la Policía.

El anuncio de depuración hecho por Álvarez causó un terremoto en la institución policial. Lobo le había llevado al Ministerio tomando en cuenta que fue Álvarez quien 10 años atrás, durante el gobierno de Maduro, había impulsado el plan mano dura en Honduras y había logrado reducir los índices delincuenciales del primero lustro del nuevo siglo. Pero Óscar Álvarez era, también, un político perseguido por una larga sombra.

Hace mucho tiempo Álvarez fue militar, de las fuerzas especiales del ejército. En una entrevista concedida en 1995 al Baltimore Sun, para un reportaje en el que se denunciaba que el gobierno estadounidense, a través de la CIA, patrocinó y entrenó a los cuerpos contrainsurgentes del ejército hondureño, Álvarez dijo: "Los argentinos vinieron primero y ellos nos enseñaron cómo desaparecer gente. 

Los Estados Unidos eficientaron todo".

Óscar Álvarez es el sobrino de uno de los fundadores del Batallón 3-16, el general Gustavo Álvarez. Jefe del estado mayor del ejército entre 1981 y 1983, fue asesinado en 1989, acribillado presuntamente por un comando guerrillero.

En sus últimas declaraciones a la prensa había dicho que se arrepentía de las violaciones a los derechos humanos en la década de los ochenta, y que él había cumplido órdenes superiores.

21 años más tarde, su sobrino vería terminar su carrera en el gabinete de Seguridad de Honduras luego de advertir que denunciaría a los corruptos: "Era más fácil que me fuera yo que los policías corruptos", dijo Óscar Álvarez, hoy diputado del Congreso hondureño refugiado en Houston, Texas.

Hace 10 años, en su primer periodo al frente de la cartera de Seguridad, Óscar Álvarez lideró el plan antipandillas del gobierno hondureño y la sombra de su pasado militar lo alcanzó en tres episodios concretos.

La denuncia que Borjas hace en su contra cuando le coloca al mando de estructuras dedicadas a la limpieza social en 2003 y 2004 es solo una de las muchas que oficial o extraoficialmente pesan sobre él en las calles de San Pedro Sula y La Ceiba, la ciudad costera con el mejor índice de desarrollo de todo el país.

En esas dos ciudades, en 2003 y 2004 ardieron dos centros penales dirigidos por jefes policiales ligados a Álvarez.

En total hubo más de 200 víctimas, la gran mayoría de ellas pandilleros del Barrio 18. Reos a los que los custodios -agentes de Policía- no quisieron evacuar durante los incendios.

 El caso de San Pedro Sula se investiga actualmente en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, porque en Honduras nunca se dedujo responsabilidades.

Durante aquella primera época de Óscar Álvarez al frente de la Seguridad de Honduras, las madres de decenas de pandilleros denunciaron la desaparición de sus hijos, pero no lograron su atención.

 Cofadhe, una organización nacida para denunciar a los desaparecidos a manos del ejército durante los años ochentas, atribuyó la mayoría de esas desapariciones a la Policía.

El Centro para la Prevención contra la Tortura, CPTR, hizo públicas denuncias por abusos de autoridad, corrupción y asesinatos sistemáticos en los centros penales del país.

Casa Alianza, una organización que intenta salvar a niños huérfanos, huelepegas y niñas explotadas sexualmente, no solo denunció el maltrato de la Policía contra esos niños en las calles malolientes y desvencijadas del centro de Tegucigalpa, sino que denunció internacionalmente los casos de jóvenes que aparecían muertos en lo que parecían ejecuciones extrajudiciales, similares a las que se veían en los ochenta.

El gobierno de Maduro tuvo que ceder a la presión no de esas organizaciones, sino de la comunidad internacional, y creó una oficina de investigación de muertes de menores, que para 2012 tiene un fiscal saturado de trabajo, porque el equipo lo conforman solo él, su alma y la ayuda de dos abogados que no son fiscales.

 Un fiscal que está harto de escuchar el término "ejecuciones extrajudiciales", porque asegura que de eso no hay nada, o que eso no es lo que arrojan sus investigaciones. Investigaciones que elabora para él una unidad de la Policía hondureña.

En el ínterin entre la salida de Álvarez de su primer mandato en 2006 y su regreso triunfal en 2010, los hombres que él había puesto al frente de la Policía en San Pedo Sula y La Ceiba ascendieron y estuvieron a cargo de varias direcciones generales de la Policía.

Es el caso de Salomón de Jesús Escoto Salinas, quien salió de San Pedro Sula luego del escándalo de los AK-47 para ocupar el puesto que dejó Coralia Rivera al frente de la Policía Preventiva. Luego, en 2009, ascendió a director general, en el último año del gobierno de Manuel Zelaya.

La salida de Álvarez tampoco supuso el fin de la violencia ejercida por la Policía o bajo su responsabilidad.

En las calles de salida de las cárceles hondureñas fueron asesinados reos que recién habían recobrado la libertad, y en el penal de Támara, el más grande del país, un grupo de pandilleros fue asesinado cuando las autoridades los metieron en sectores dominados por sus enemigos, los reos comunes, aun sabiendo que esos pandilleros tenían que estar aislados para garantizar su seguridad.

 En ese mismo penal, en marzo de 2009, los custodios también dejaron entrar una granada que luego fue lanzada por encima de un muro, y mató a tres pandilleros retirados que vivían en una zona de aislamiento.

Y su regreso a la cartera de Seguridad no alteró ese rumbo. Bajo la onda expansiva del golpe de Estado, en Honduras se han producido entre 2009 y 2011 el asesinato y desaparición de una veintena de periodistas, de líderes de la Resistencia Nacional -que se opuso al golpe y al gobierno de Roberto Micheletti-, de maestros, abogados, obreros, sindicalistas, universitarios, madres, padres, hijos, hijas...

En 2010, la cifra de homicidios llegó a 6,236.

Ahora hay personas con nombres y apellidos, como Katy López, Gladys Villalta o Nubia Carvajal, que denuncian que sus hermanos, hijos o esposo han desaparecido, presuntamente a manos de la Policía, o que la Policía de San Pedro Sula no ha investigado sus casos.

 Estas mujeres, que hace un año no eran escuchadas, ahora forman un frente único junto a Julieta Castellanos y Aurora Rodríguez.

El impacto generado por el caso de los universitarios asesinados les ha devuelto el orgullo, un orgullo cargado de rabia:

"Al menos ahora sí creen que la Policía es capaz de hacer cualquier cosa.

¡Ahora sí nos creen!", grita Katy López, hermana de Óscar López, secuestrado hace más de siete meses por presuntos policías de la DNIC en un barrio pobre de San Pedro Sula.

Llanto, dolor, sangre, muerte, cadáveres quemados, cadáveres baleados, cadáveres amarrados, cuerpos no encontrados, cuerpos sin justicia.

Miles de hondureños sin justicia, porque la impunidad empieza con casos no resueltos y termina con unos policías capaces de matar a sangre fría.

 Esta era Honduras cuando Óscar Álvarez anunció en septiembre de 2011 un plan de depuración de la Policía. Para muchos, la gran pregunta era con qué legitimidad iba a hacerlo, y por dónde iba a empezar.

La destitución de Óscar Álvarez ocurrió un mes y medio antes del asesinato de los estudiantes universitarios, y quienes conocen cómo opera la institución policial -ex asesores del gabinete de Seguridad y ex funcionarios que hablan desde el anonimato- dicen que su salida fue un reacomodo, un cambio de timón exigido por una parte de la Policía que se sintió amenazada por la posible depuración que iba a impulsar Álvarez.

En la carrera de relevos que describía aquel exfiscal, fue un simple traslado de estafeta.

—Lo normal es que donde mande capitán no mande marinero.

 Y aquí en Honduras, con la salida de Álvarez, quedó comprobado que quien pone al ministro no es el presidente de la República, sino alguno de los bandos adentro de la Policía -dice un exfuncionario del gabinete de Seguridad.

Para cuando mataron a los estudiantes, los oficiales a los que Álvarez, en su segundo mandato, había puesto en los puestos más altos de la Policía, ya habían sido relegados a cargos sin importancia. Ya no tenían poder.

Entre estos estaban Juan Carlos "El Tigre" Bonilla y otro oficial considerado uno de los más importantes asesores de Óscar Álvarez: el subdirector de la Policía, René Maradiaga Panchamé, otro ex comandante del 3-16. Según la Comisionada Borjas, Maradiaga Panchamé era otro de los líderes en "Los Magníficos".

Quizá no exista otro lugar en el que los policías o los fiscales repartan informes confidenciales como si se tratara de hojas volantes en medio de una campaña política.

A inicios de noviembre de 2011, al informe que reveló al cartel de La Granja, se sumó otro informe dado a conocer nada menos que por Juan Carlos "El Tigre" Bonilla, recién relegado de su jefatura regional tras la destitución de Álvarez.

Las semanas posteriores al crimen, hubo periodistas hondureños que diseccionaron más de 200 páginas de informes recientes que hasta ese momento se presumían confidenciales y que nunca derivaron en una orden de captura contra nadie.

El informe de Bonilla iba en contra de un oficial ascendido por la cúpula que tomó el poder en la Policía tras la renuncia de Álvarez.

En el informe, José Balarraga, jefe de la región metropolitana de la Policía, aparecía señalado por supuestos nexos con el narcotráfico en Copán, la zona que Bonilla custodiaba.

Según El Tigre Bonilla, ese informe se lo había solicitado personalmente el exministro Álvarez en 2010.

Cuando apareció este informe, Balarraga ya había sido suspendido, junto al director de la Policía, Josué Luis Muñoz Licona, y el subdirector (y jefe de la DNIC), Marco Tulio Palma Rivera, por haber permitido que los policías involucrados en el asesinato de los estudiantes se dieran a la fuga.

—En parte fue por eso. Solo en parte -dijo a El Faro el actual ministro de Seguridad, Pompeyo Bonilla.

De los policías a los que se les permitió irse de fin semana libre, una semana después del asesinato de Alejandro y Carlos David, cuatro fueron capturados cuando se presentaron a trabajar el lunes. Eran los que ayudaron a encubrir el asesinato, los de la segunda patrulla.

De los autores materiales, los que los detuvieron a balazos y luego mataron con tiros de gracia a los universitarios, en medio de una hondonada, solo una ha reaparecido.

No porque la Policía lo encontrara, sino porque él se entregó y aceptó confesar los detalles del crimen a cambio de protección y con la esperanza de recibir un trato preferencial en un eventual juicio.

María Luisa Borjas, cuando conduce por Tegucigalpa, siempre da varias vueltas antes de llegar a su destino. La comisionada hoy anda con más precauciones.

Desde que la despidieron en 2002, su voz siempre tuvo peso en la opinión pública. Cada policía que actuaba como delincuente era una invitación directa para que la prensa le metiera grabadora a la experta en corrupción policial.

Intentaron amedrentarla, callarla. En 2003, agentes de Policía arrestaron a sus dos hijos en dos operativos llenos de irregularidades.

A uno lo acusaron de entrar a la casa de su novia "de manera violenta", y al otro solo esperaron que cumpliera 18 años para celebrárselos en una posta policial.

 Cuando los medios de comunicación preguntaron por qué habían apresado al segundo, los policías dijeron que no lo habían apresado, sino que estaban queriendo "darle consejos de civilidad".

Pero lo que los enemigos de Borjas lograron con estos episodios fue darle más notoriedad. A ojos de la opinión pública, se convirtió en una mujer que luchaba sola contra un sistema policial que olía mal.

Aun así, tuvieron que pasar 10 años y morir dos jóvenes universitarios para que todo el país se volcara contra la Policía, exigiendo una depuración total.

Y es paradójicamente ahora que todos corean sus denuncias cuando la comisionada Borjas, por primera vez, dice que está midiendo sus palabras. Cree tener razones para hacerlo.

 El 7 de diciembre de 2011, dos sicarios en una motocicleta acribillaron a Alfredo Landaverde, un ex asesor de la secretaría de Seguridad y reconocido líder de la lucha contra el narcotráfico y a favor de la depuración policial.

Landaverde compartió oficina con el diputado German Leitzelar en la comisión que a inicios de los noventa lideró el génesis de la nueva Policía. Landaverde era un María Luisa Borjas.

Días antes de morir, Landaverde dijo en un programa de televisión que tenía una lista, con nombres y apellidos, de oficiales hondureños ligados al crimen organizado y al narcotráfico. Esa, al parecer, fue su sentencia de muerte.

La noticia de su asesinato fue una segunda estocada para un país que todavía no se recuperaba del golpe producido con el caso de los estudiantes universitarios.

El crimen de Landaverde sobrecogió porque demostraba poder e impunidad de sus asesinos, porque en Honduras los malos también pueden hacer cualquier cosa.

 Que policías estuvieron detrás de su asesinato es rumor recurrente en Tegucigalpa, pero no hay ninguna prueba que lo confirme.

Borjas teme por su vida. Por eso, a petición de su familia, ha armado un plan de contingencia y está lista para huir del país ante la menor provocación.

—Hace unos días puse una denuncia ante la fiscalía de Derechos Humanos porque dos sujetos estaban chequeando mis entradas y salidas de la colonia. Los tenemos en vídeo -dice.

En la mesa, junto a las galletas, ahora hay un dossier de copias de informes con sellos oficiales y recortes de periódicos viejos. Son los recuerdos de sus casos.

Esos por los que la desterraron de las filas de la Policía. Llama la atención que uno de esos papeles sea un diploma fechado en 2010, y firmado y sellado por el entonces jefe de la Unidad de Asuntos Internos.
 Es un reconocimiento a su trabajo en esa oficina. Para Borjas no es más que un papel arrugado que le entregaron con un año de retraso.

—Es que mire, hasta para eso. ¿Sabe cuándo me lo mandaron?

Se lo mandaron a finales de 2011.

3. El ministro, la viceministra y el director de gafas oscuras

Aurora Rodríguez siempre quiso ser policía. Corría 1977, ya había alcanzado la mayoría de edad y quería ser policía.

Solo debía aprobar todos los exámenes, ganar a 499 jóvenes como ella y sería una de las primeras cuatro mujeres policía de Honduras, que estaba a punto de crear la policía femenina.

Las cuatro elegidas iban a ser enviadas a estudiar a Chile, a la escuela de los Carabineros, una élite de las policías latinoamericanas.

Una de sus compañeras en esos exámenes fue María Luisa Borjas. También fue compañera de Mirna Suazo.

Aurora Rodríguez siempre quiso ser policía, pero cuando lo tenía todo -la plaza con una de las mejores notas, el boleto a Chile, el permiso de sus padres- decidió hacerse a un lado. Muy joven, muy crédula, se dejó convencer por unos amigos militares que le dijeron que la carrera policial no era para mujeres como ella, que era un mundo demasiado peligroso.

Aurora Rodríguez se quedó, hasta que ocurrió el asesinato de su hijo, con las ganas de ser policía. Antes del crimen todavía miraba CSI en la televisión y se emocionaba.

No está nada claro cómo ocurrió, porque ni Aurora Rodríguez ni María Luisa Borjas recuerdan que Coralia Rivera participara en el concurso por una de esas cuatro plazas.

Lo cierto es que la plaza y el boleto de avión que eran de Aurora Rodríguez los ocupó la mujer que, 31 años después de viajar a Chile para iniciar su carrera policial, 9 después de la destrucción de seis fusiles AK-47 que supuestamente incriminaban a policías en grupos de exterminio, ahora es la segunda al mando en el ministerio de Seguridad de Honduras.

Al mediodía del 13 de enero de 2012, la conmemoración del 130o. aniversario de la Policía hondureña se vio sacudida por las declaraciones del ministro de Seguridad, Pompeyo Bonilla.

"Está demostrado que atravesamos la peor crisis de la institución policial en toda su historia", dijo.

Luego lo repitió, como para que no quedaran dudas en la cúpula policial ni en los suboficiales y agentes que hacían formación:

"Esta es, hoy por hoy, la peor crisis en la historia de la policía hondureña".

Hasta ahí llegaron los lamentos. Luego vendrían las condecoraciones a las familias de los oficiales caídos en cumplimiento de su deber, y un mensaje de esperanza de Bonilla para sus jefes policiales:

"Estoy seguro de que estos hombres y mujeres están comprometidos en sacar adelante a esta Policía. Con su ayuda y el de toda la sociedad hondureña estoy seguro de que lo lograremos".

En primera fila, aplaudían la viceministra Coralia Rivera, y el director de Tránsito, un hombre grande que escondía la mirada detrás de uno lentes profundamente oscuros.

Luego del asesinato de Alejandro Vargas y Carlos David Pineda, el ministro Pompeyo Bonilla -un militar retirado, exdiputado, amigo del presidente Porfirio Lobo- tomó el protagonismo oficial en la campaña de depuración, promovida desde la sociedad por la rectora Julieta Castellanos, apoyada por el diputado German Leitzelar, familiares de desaparecidos y organismos de derechos humanos.

—¿Hasta dónde llega la depuración, ministro?

—Es total, en toda la estructura. La depuración es total.

—¿No le parece que se manda un mal mensaje si como segunda al frente de esa depuración está una funcionaria cuestionada por encubrir delitos, hace más de nueve años? Le hablo de la viceministra Rivera.

—No se puede estar diciendo que las personas no están en condiciones de estar en posiciones, porque en un momento se les hizo una investigación que no dio… porque tal vez era algo que no era correcto por lo cual los estaban denunciando.

—¿Usted mete las manos al fuego por la probidad y honestidad de su gabinete de seguridad, de su cúpula policial?

—Mire, mi amigo, yo no meto las manos al fuego por nadie, pero soy hombre de acción y superviso todas las acciones que se están haciendo en la Policía. 
Tengo confianza en que todos están con la mejor intención de reivindicar a la institución. Aquí es el fortalecimiento institucional el que nos dará la salida para recuperar la confianza con el pueblo hondureño.

En 2004, el mismo año en el que salió absuelta de la acusación por la eliminación de evidencia policial, en un caso investigado por Asuntos Internos, Coralia Rivera confirmó a la Fiscalía Especial contra el Crimen Organizado y el Narcotráfico que tenía una investigación abierta contra un comisario llamado Randolfo Pagoaga Medina.

El 25 de febrero de 2004, en una carta dirigida al entonces director de la Oficina de Lucha Contra el Narcotráfico, el general Julián González Irías, Coralia Rivera informó que a Randolfo Pagoaga Medina había sido relevado de la unidad que comandaba para facilitar las investigaciones en su contra.

Ocho años después, el informe que narra la investigación contra Pagoaga Medina y su esposa, es un archivo que está en manos de la Oficina de Lucha Contra el Narcotráfico, del ministro Pompeyo Bonilla, y de periodistas.

Ese archivo, compuesto por 221 páginas, fue otro de los informes filtrados a la prensa después del crimen de los estudiantes universitarios.

En esas páginas se narran seguimientos a los movimientos bancarios de Pagoaga Medina, sus viajes al extranjero, sus inversiones inmobiliarias y comerciales desde 2003 hasta 2010.

 El informe habla de los nexos del policía con el narcotraficante Manuel Antonio Durón Avilés, capturado en Colombia en septiembre de 2002 y posteriormente extraditado a Estados Unidos.

 En las publicaciones periodísticas que a finales de 2011 se hicieron de este caso en Honduras el nombre de Pagoaga Medina fue censurado.

El informe inicia narrando una transacción de cocaína en Santa Rosa de Copán:

El domingo 03 de agosto en horas de la noche y en casa de la señora Tania Tabora en la aldea El Derrumbo de Santa Rosa de Copán el comisario Randolfo Pagoaga le estaba entregando una cantidad de coca y heroína a unos hombres que andaban en un carro con placas de Guatemala…

En aquella época Pagoaga Medina tenía un rango menor. Ahora tiene más años, es grande, y gusta usar lentes muy oscuros en todos los actos públicos a los que asiste. Pagoaga Medina es el director de Tránsito de la Policía Hondureña y el 13 de enero aplaudía el discurso de Bonilla, sentado muy cerca de Coralia Rivera.

—Ministro, en la cúpula policial hay un director que ha sido denunciado…

El ministro Pompeyo Bonilla no dejó terminar la pregunta.

—El 60%, 70% de los policías tiene denuncias, porque como están expuestos a solucionar problemas entre diferentes personas de la sociedad, el que cree que la Policía lo ha afectado los denunciará.

El ministro Pompeyo Bonilla se subió a su vehículo, escoltado por sus guardaespaldas.

El 14 de febrero de 2012, en Comayagua, una ciudad ubicada a 90 kilómetros al noreste de Tegucigalpa, ocurrió la peor tragedia en el sistema carcelario no solo de Honduras, sino de toda Latinoamérica. 361 personas murieron calcinadas, adentro de unas celdas donde ningún policía penitenciario llegó a prestar auxilio. 

Y ningún policía llegó a prestar auxilio porque se giró una orden para no dejar salir a nadie de la prisión, porque era preferible eso a una fuga.

El ministro de Seguridad, esta vez, no era Óscar Álvarez, sino Pompeyo Bonilla.

4. La mujer que se enfrentó al monstruo


Luego de lo que le pasó, hay quienes en Honduras se atreven a profetizar que la rectora Julieta Castellanos, sin quererlo, producto de la circunstancia, se está labrando un camino al estrellato político.

 Denunció el crimen de Alejandro y de Carlos David, exigió depuración y lideró la construcción de un proyecto de reforma que está en manos del Congreso.

Si ya era conocida en Honduras, su imagen se proyectó exponencialmente en los medios en los últimos cinco meses.

El país la ve como una heroína.

Ella, sin embargo, todavía llora cuando se le pregunta por el crimen de Alejandro y Carlos David.

Julieta Castellanos recién ha despedido a un delegado de una universidad española que llegó a ratificar un convenio de cooperación.

Ya es de noche.

 La rectora canceló una reunión con su equipo de trabajo porque había prometido dar una entrevista más.

Sobre la chaqueta, en el pecho, lleva colgados dos pines. En uno está la imagen de Alejandro, que sonríe. En el otro aparece su hijo abrazado con Carlos David.

—Ellos deben darse cuenta de que voy a luchar, tienen que estar claros de que voy a luchar. Porque lo que me hicieron es todo. No hay algo más que le puedan hacer a una madre -dice Castellanos.

En esta oficina, amplia, brillosa, cómoda, recibió a un equipo de investigadores de la Policía en la mañana del sábado 22 de octubre, cuando se dio cuenta de que su hijo y Carlos David estaban desaparecidos.

La rectora se enteró de la desaparición a las 10 de la mañana, cuando uno de los amigos de su hijo le habló para preguntarle si Alejandro y Carlos David estaban en su casa. Inmediatamente movió sus influencias, que llegaban hasta el propio presidente.

 Lobo la pasó con el ministro Pompeyo Bonilla, y Pompeyo Bonilla mandó unos investigadores a esta oficina. Los policías que llegaron le dijeron que podía tratarse de un secuestro.

—Creo que ellos a esas alturas ya sabían lo que había pasado.

Era imposible que no lo supieran -dice la rectora.

Para el mediodía, Julieta Castellanos y Aurora Rodríguez ya sabían que sus hijos habían sido asesinados. Pero Julieta Castellanos tampoco sospechó que a su hijo lo hubieran matado unos policías.

—Uno sabe que en la Policía puede haber gente metida a drogas, y que entre ellos pueden ajustar cuentas... pero uno no los ve en un ataque de la Policía hacia la ciudadanía, en un afán de asesinarlos de esa manera. Es muy difícil que uno los crea capaces de asesinar a sangre fría.

Alguna vez Julieta Castellanos fue funcionaria de las Naciones Unidas en Honduras. Dirigió una oficina de prevención de la violencia y creó un observatorio de la violencia que a la fecha sigue funcionando.

El observatorio ahora opera desde la UNAH. Por todos los contactos que hizo cuando dirigió ese programa, y por los contactos que tiene como rectora con los médicos graduados de la universidad, Castellanos fue rodeada por un grupo de voluntarios que la ayudaron a resolver el caso del asesinato de su hijo Alejandro.

 Los forenses se pusieron a la orden para encontrar evidencias en los cuerpos de los jóvenes, y después de los análisis en los cuerpos y en la escena del crimen le dijeron que el patrón respondía a un ajusticiamiento cometido por policías.

Otro equipo de la universidad hizo el recorrido que habían hecho los dos universitarios y detectó las cámaras de seguridad.

El éxito de la investigación, para Castellanos, es que los forenses y su grupo impidieron que la Policía tomara el control de la investigación.

Todas las pruebas que encontraron, todas, las remitieron a la Fiscalía.

Los policías que participaron en el crimen habían recogido todos los casquillos, abandonaron el vehículo que conducía Alejandro Vargas cerca de la hondonada en donde quedaron los cuerpos; y lavaron las patrullas, tratando de eliminar los rastros de sangre.

No limpiaron bien. Una semana después del asesinato, el viernes 28 de octubre, las pruebas de ADN determinaron que la sangre encontrada en una de las patrullas era la del hijo de la rectora.

La Tribuna, miércoles 11 de enero de 2012: ¡Ajaá! Y por acá te estoy viendo unas "manchas" más grandes…

En la imagen, un tigre rayado, visiblemente enojado, se sostiene la quijada con la pata izquierda mientras las patas traseras le cuelgan en el aire.

 Le cuelgan en el aire, porque la caricatura de Julieta Castellanos le ha levantado la cola, y le ausculta las rayas con una lupa.

En una caricatura más añeja, del 6 de noviembre de 2011, Julieta Castellanos carga una vara en su hombro derecho.

Al final de la vara hay un tigre que cuelga, amarrado de las patas. "Creo que así nos ayudan mejor", dice la rectora al tigre, que tiene cara de asustado.

—Ja, ja, ja. Esos de los periódicos… Mire, no es la demanda por justicia en el caso de mi hijo lo que resuelve el problema.

Tal vez eso puede resolverlo en el ámbito personal, ¿pero en el ámbito de país?

El problema del funcionamiento institucional queda.

Y esa claridad es lo que hace centrar la demanda en el núcleo, que es la depuración policial.

—¿Se está depurando a la Policía?

—No como nosotros quisiéramos. Están suspendiendo oficiales pero hace falta investigación, judicialización, condenas.

El 1 de marzo de 2012, 90 días después de haber sido nombrado en el cargo, el director de Investigación y Evaluación de la Carrera Policial, una unidad creada en noviembre de 2011 para sustituir a la unidad de Asuntos Internos, renunció a su cargo.

 El abogado Óscar Arita alegó pretextos personales para justificar su salida.

Con anterioridad, él había dicho que la dirección recién creada carecía de recursos y apoyos para lograr la depuración policial.

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