Pablo Gonzalez

Lo que puede ser afirmado sin pruebas, puede ser rechazado sin pruebas

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Cualquier disciplina tiene sus reglas de juego. 

En derecho, un abogado no puede argumentar que su cliente es inocente porque le da «buenas vibraciones»; necesita aportar pruebas que le sitúen fuera de la escena del delito.

En medicina, un neumólogo no puede decirle a un paciente que tiene tuberculosis porque su cupo del año va demasiado bajo y debe equilibrar las estadísticas. 

Un ingeniero no puede basar los cálculos de resistencia estructural de un puente en la fecha de su boda, por importante que sea para él.

Lejos de ser meros caprichos o dictados de una élite dominante, estas «reglas» no son más que parte de las técnicas que utiliza cada disciplina para funcionar y avanzar en el conocimiento, obtenidas mediante consenso por parte de los profesionales del campo a lo largo de muchos años. 

Es cierto que determinadas áreas científicas o técnicas son muy complejas, y muchas de estas reglas o procedimientos pueden parecer caprichosos para un no iniciado.

También es cierto que a menudo estas reglas cambian, se modifican o se sutituyen por otros procedimientos más modernos y afinados; estos cambios son no solo positivos, sino necesarios para seguir avanzando y mejorando nuestras herramientas de conocimiento.

Muchos niños se quejan de las reglas ortográficas o gramaticales (¿Por qué hay que usar la “h” si no sirve para nada? ¿Qué más da usar la “b” o la “v” si suenan igual?).

La labor del maestro consiste en hacer entender (que no imponer) que si un idioma no sigue unas reglas y unas pautas específicas, simplemente desaparece. 

Sin embargo, la Real Academia de la Lengua está continuamente modificando reglas, palabras y construcciones del castellano.

No hablamos de inmovilismo, que también es garantía de extinción, sino de técnica, de cultura, de conocer y dominar nuestro entorno.

Aber tu ke zave del berde

Ignorar los procedimientos y técnicas de una disciplina no significa ser un rebelde revolucionario superalternativo, sino un  simple analfabeto.

La rebelión ante el orden establecido es una característica del ser humano, especialmente en ciertos períodos de la vida, que lejos de ser anecdótica resulta extremadamente útil y adaptativa. 

Sin rebeldía no hay cambio, sin cambio no hay evolución, sin evolución solo queda extinguirse. 

Pero la rebeldía y el cambio no son sinónimos de destrucción, sino todo lo contrario.

Una revolución que nos saque de la dictadura capitalista no tiene que llevar implícita el abandono de la medicina, de la pasteurización o de los viajes espaciales. 

Una revolución que, además de cambiar las cosas, olvide el pasado está condenada al fracaso. 

La rebelión no consiste en hacer borrón y cuenta nueva, pues empezando de cero cometeríamos los mismos errores una y otra vez.

La verdadera revolución es la que aprende de la historia y construye aprovechando el conocimiento acumulado.

Durante la primera mitad del siglo XX, en la Unión Soviética de Stalin, la biología y la genética sufrieron un retroceso que puso a la URSS en la cola mundial de la investigación y tecnología genética y agraria. 

El responsable principial de tal desastre, que duró 35 años,  fue Trofim Lysenko, un ingeniero agrónomo ucraniano que rechazaba la genética «occidental» por estar basada en conceptos capitalistas y opresores. 

Bajo un delirante punto de vista biológico-marxista, y siguiendo las tesis de Lamark, Lysenko pensaba que los vegetales podían modelarse por el ambiente al igual que los seres humanos,  sin que la genética participara en absoluto. 

Sin aplicar ningún tipo de metodología científica, que por otra parte desconocía, desarrolló durante varias décadas técnicas de lo más absurdas para conseguir la producción invernal de guisantes, trigo y otros cereales.

Sus cultivos jamás funcionaron, pero la propaganda soviética y la locura de Stalin permitieron que un pseudocientífico abocara no solo a todas las rusias, sino a la vecina China, a grandes períodos de hambruna y a un retraso científico y tecnológico del que tardaron décadas en recuperarse.

El caso de Lysenko es especialmente relevante debido al enorme poder que acumuló, gracias a que supo granjearse la simpatía de la prensa y de los  líderes soviéticos. 

Sin embargo, no es un caso aislado. 

En nuestros días existen multitud de lysenkos que se creen portadores de la verdad revolucionaria frente a una ciencia enquilosada, caduca y vendida al capital. 

Lamentablemente, en la inmensa mayoría de los casos, no dejan de ser críos que pretenden eliminar la “h” de en una ortografía y un lenguaje que ni entienden, ni saben utilizar.

No basta con inventarse una explicación

Existe un campo transversal en ciencia que continuamente está sufriendo ataques por parte de estos supuestos alternativos y rebeldes de pacotilla: la forma en la que se plantea y contrasta una hipótesis científica y el proceso a través del cual puede llegar a formar parte del corpus general de conocimientos científicos. 

Como buenos aprendices de Lysenko, critican y desprecian los complicados conocimientos que no comprenden y que son necesarios para poder realizar cualquier aportación válida en su campo, sustityéndolos por hipótesis simplistas dignas de un colegial, para las cuales no es necesaria la formación de la que carecen. 

Acusan a la «ciencia oficial» de vetarlos por ir en contra de los intereses de la industria, cuando lo que están haciendo es construir naves espaciales de papel maché.

La ciencia no funciona inventándose explicaciones de cualquier forma.

Una hipótesis científica debe ser contrastable, y tiene que ser constrastada.

Hasta que no se enfrenta a la experimentación y a las pruebas, no sirve de nada. 

La hipóteis heliocentrista no triunfó por ser una explicación ingeniosa, ni tan siquiera porque fuera posible.

El heliocentrismo se impuso por coincidir con las observaciones y explicar el movimiento y la estructura del sistema solar mejor que el geocentrismo.

El ser humano tiende a buscar explicaciones para todo; es una característica innata en nuestra especie y, sin duda alguna, tiene un valor adaptativo enorme.

Desde que tenemos constancia, la humanidad se ha preguntado por el movimiento del sol en el cielo, por la alternancia de las estaciones, por las enfermedades y dolencias, por el comportamiento de los animales y por todo lo que le rodea. 

Tan irrefrenable es esta tendencia que cuando no se ha encontrado explicación, se ha inventado, asignando a diversos seres sobrenaturales la capacidad de generar los fenómenos naturales observados.

La utilidad de esta necesidad de explicarlo todo es indudable: comprender un fenómeno puede permitir manejarlo.

Si la lluvia es provocada por los designios de una deidad, el agricultor puede hacer algo por mejorar la cosecha, aunque solo sea rezar al dios correspondiente pidiendo una buena estación; siempre será mejor que simplemente el sentarse impotente a esperar.

Sin embargo, y también por mero empirismo, es fácilmente comprobable que el rezo no se corresponde con la lluvia, al menos tan ajustadamente como sería de desear. 

Así pues, resulta lógico que no solo se busquen explicaciones, sino que pretendamos encontrar cada vez mejores explicaciones que nos permitan una mayor capacidad de manipulación de nuestro entorno; no nos quedamos satisfechos fácilmente.

La historia del conocimiento resulta de esta forma un camino continuo, aunque no uniformemente acelerado, desde las concepciones mitológicas y religiosas de las que se servían las primeras sociedades humanas para comprender la naturaleza y el cosmos, hasta la metodología científica de nuestros días.

Diferencia entre ciencia y fantasía

La diferencia más evidente entre una explicación mitológica y una explicación científica sobre el mismo suceso es que la segunda sirve para hacer predicciones y para trabajar con el fenómeno descrito. 

Podemos creer que la tuberculosis está producida por el enojo de una deidad o por la mala canalización de la energía corporal. 

El problema es que estas explicaciones son poco útiles. 

Por mucho que recemos, la mayor parte de los tuberculosos acaban muriendo, de igual forma que si realizamos imposiciones de manos para restaurar el equilibrio energético de los enfermos.

Por el contrario, si con mucho esfuerzo hemos descubierto que la enfermedad está producida por la infección de microorganismos, si sabemos como son estos microbios y entendemos su estructura, fisiología y ciclo vital, podemos tratar la enfermedad con fármacos antimicrobianos que destruyen el patógeno. 

La diferencia estriba en que de esta forma, el número de muertes se reduce en varios órdenes de magnitud.

La misma comparación podríamos hacer entre física y telekinesia, preguntándonos por qué la Agencia Espacial Europea puede poner satélites en órbita y los practicantes de la telekinesia no llegan a elevar ni un globo sonda. 

O bien entre astronomía y astrología, interrogándonos sobre por qué los astrónomos predicen al milisegundo eclipses, cometas y auroras boreales, mientras los astrólogos no han sido capaces, en toda la dilatada historia de la disciplina, de anticipar ni un simple huracán.

Muchos autores se han realizado esta pregunta, y han intentado encontrar definiciones que puedan explicar el éxito y el avance de una disciplina como la química orgánica frente al estancamiento e inutilidad manifiesta de la parapsicología o la homeopatía.

Sin entrar en detalle, dado que solo este aspecto sería objeto de varios artículos independientes, la respuesta es bastante sencilla: la contrastabilidad.

La ciencia no se limita a dar explicaciones, sino que continuamente las está situando bajo la lupa de la experiencia. 

Una hipótesis científica, como decíamos más arriba, es aquella que puede enfrentarse a la experimentación y ser corroborada o rechazada. 

Una hipótesis científica, para comenzar a ser tomada en cuenta, debe estar apoyada por pruebas, no solo por ideas. Y a más pruebas, más fiable, siempre dentro de la provisionalidad que supone la certeza de que en cualquier momento podrá formularse una hipótesis mejor. 

Provisionalidad que es garantía de mejora y de avance continuo, dado que siempre se estará buscando una hipótesis que explique de manera más ajustada la realidad observable.

Cuando un científico piensa que determinada enfermedad puede estar causada por un determinado agente patógeno, intenta aislarlo, cultivarlo y observar su reacción ante los antibióticos u otros fármacos disponibles.

Tras ello, iniciará una serie de ensayos en animales para determinar la dosis óptima y, a continuación, unas muy controladas pruebas en pacientes humanos. 

Si todos estos ensayos muestran una sanación estadísticamente significativa y una toxicidad y efectos secundarios asumibles, dirá que ha encontrado un remedio para la enfermedad con una determinada, y generalemente parcial, eficiencia.

Así, el científico dirá: la hipótesis de que el agente X es el causante de la enfermedad está apoyada por su presencia en las personas enfermas, la posibilidad de aislamiento e identificación del microorganismo, y la respuesta significativa frente a agentes antimicrobianos que destruyen el patógeno. 

Habrá apoyado su hipótesis con pruebas experimentales.

Ahora bien, los de la bata blanca, además de pejilgueros con los experimentos, son muy desconfiados. Incluso presentando todos estos datos, nuestro buen investigador no será creído por la comunidad científica sin más.

Otros investigadores repetirán sus experimentos, tratarán de aislar el patógeno, comprobarán su reacción ante el fármaco y realizarán nuevos ensayos clínicos. 

Hasta que la historia no se repita varias veces, y con los mismos resultados, la nueva hipóteis no comenzará a ser tomada en cuenta, y siempre con reservas.

Reservas que se irán diluyendo según pase el tiempo y los datos y nuevos descubrimientos sigan coincidiendo con la hipótesis de partida, pero siempre mantenida de forma provisional, al saber por experiencia que toda hipótesis es susceptible de ser mejorada.

Veamos ahora la presentación de una hipóteis presentada por una disciplina no científica; por ejemplo, pensemos en un homeópata que afirma curar determinada dolencia (p.e. tuberculosis) mediante la ingestión de agua que ha estado en contacto con una sustancia determinada (p.e. Arsenicum Album).

El homeópata soltará la hipótesis de que la enfermedad no existe como entidad, sino que se trata de un desequilibrio de la fuerza vital del organismo en su conjunto, un origen espiritual que atrae a los miasmas que producen los síntomas de la enfermedad.

Según su hipótesis, el suministro de un tóxico que produzca los mismos síntomas que el desequilibrio vital, repondrá éste y sanara al paciente.

La enorme diferencia es que las bases teóricas de la hipótesis del sanador alternativo no han sido confirmadas; no existe ningua prueba de su existencia, no se ha detectado jamás fuerza vital alguna, ni equilibrio energético, ni nada por el estilo.

No sabemos en que consiste, en caso de que existiera, con lo que dificilmente comprendemos cómo puede alterarse y aún menos restaurarse. 

Debemos creer, sin prueba alguna y como premisa, la existencia de una fuerza indetectable, construyendo sobre ella un complejo edificio de naipes sobre supuestas alteraciones y equilibrios. Lógicamente, si la premisa resulta falsa, todo el edificio se viene abajo. 

Pero además, el resto de las plantas del inmueble pseudocientífico son tan frágiles como los cimientos: nunca se ha demostrado que un producto que produce los mismos síntomas que una enfermedad cure ésta y sabemos, por los principios más elementales de la química, que una disolución homeopática no contiene ni una sola molécula del principio activo, por lo que no se está ingiriendo agente sanador alguno. 

Por último, los estudios clínicos realizados no muestran un porcentaje de curaciones superior al que cabe esperar del efecto placebo y la sanación espontánea.

Es decir, no se curan más pacientes que en un grupo de control al que únicamente se le suministra agua con azúcar.

Entendemos fácilmente por qué la medicina científica ha avanzado con pasos de gigante en las últimas décadas y la homeopatía sigue obteniendo los mismos dudosos resultados que hace 200 años, cuando se acuñó.

¿Qué me estás contando?

Debido a todo esto, es comprensible que un investigador no puede enviar a una publicación científica una hipótesis sin haber realizado los experimentos necesarios como para que pueda llegar a ser tomada en cuenta y que otros equipos decidan repetir la experimentación para contrastarla. 

Una publicación científica no ofrece una simple explicación, sino una explicación apoyada por los datos. 

Si enviáramos un artículo a cualquier revista con una interesante y plausible teoría sobre el origen de la célula procariótica, no pasaría de la mesa del editor a no ser que llevara una mochila expermiental considerable. 

Si además pretendemos desbancar todas las teorías físicas o biológicas vigentes con una idea feliz que se nos ocurrió el sábado por la noche, nos van a pedir toneladas de pruebas, las toneladas suficientes como para aplastar todas las evidencias que tenía la explicación a la que pretendemos relevar.

Habría pues que analizar si tanto alternativo que aboga por métodos de curación no oficiales, naturales y baratitos, exopolíticos que critican la ciencia oficial para abrazar la hermandad reptiliana del cosmos, diseñointeligentistas que consideran la selección natural como algo caduco y retrógrado y un sinfín de adalides de la revolución de la conciencia y el buenrollismo no están luchando, en realidad, por el retorno a métodos de conocimiento que no consiguieron ir más allá de las procesiones rogativas de lluvia.

Como muy bien indicaba el recientemente fallecido Christopher Hitchens, en una memorable frase que ha pasado a denominarse “La Navaja de Hitchens”, No olvidemos las elementales reglas de la lógica, según las cuales, explicaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias y lo que puede ser afirmado sin pruebas, puede ser rechazado sin pruebas.

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