Cualquier disciplina tiene sus reglas de juego.
En derecho, un
abogado no puede argumentar que su cliente es inocente porque le da
«buenas vibraciones»; necesita aportar pruebas que le sitúen fuera de la
escena del delito.
En medicina, un neumólogo no puede decirle a un
paciente que tiene tuberculosis porque su cupo del año va demasiado bajo
y debe equilibrar las estadísticas.
Un ingeniero no puede basar los
cálculos de resistencia estructural de un puente en la fecha de su boda,
por importante que sea para él.
Lejos de ser meros caprichos o dictados de una élite dominante, estas
«reglas» no son más que parte de las técnicas que utiliza cada
disciplina para funcionar y avanzar en el conocimiento, obtenidas
mediante consenso por parte de los profesionales del campo a lo largo de
muchos años.
Es cierto que determinadas áreas científicas o técnicas
son muy complejas, y muchas de estas reglas o procedimientos pueden
parecer caprichosos para un no iniciado.
También es cierto que a menudo
estas reglas cambian, se modifican o se sutituyen por otros
procedimientos más modernos y afinados; estos cambios son no solo
positivos, sino necesarios para seguir avanzando y mejorando nuestras
herramientas de conocimiento.
Muchos niños se quejan de las reglas ortográficas o gramaticales
(¿Por qué hay que usar la “h” si no sirve para nada? ¿Qué más da usar la
“b” o la “v” si suenan igual?).
La labor del maestro consiste en hacer
entender (que no imponer) que si un idioma no sigue unas reglas y unas
pautas específicas, simplemente desaparece.
Sin embargo, la Real
Academia de la Lengua está continuamente modificando reglas, palabras y
construcciones del castellano.
No hablamos de inmovilismo, que también
es garantía de extinción, sino de técnica, de cultura, de conocer y
dominar nuestro entorno.
Aber tu ke zave del berde
Ignorar los procedimientos y técnicas de una disciplina no significa
ser un rebelde revolucionario superalternativo, sino un simple
analfabeto.
La rebelión ante el orden establecido es una característica
del ser humano, especialmente en ciertos períodos de la vida, que lejos
de ser anecdótica resulta extremadamente útil y adaptativa.
Sin rebeldía
no hay cambio, sin cambio no hay evolución, sin evolución solo queda
extinguirse.
Pero la rebeldía y el cambio no son sinónimos de
destrucción, sino todo lo contrario.
Una revolución que nos saque de la
dictadura capitalista no tiene que llevar implícita el abandono de la
medicina, de la pasteurización o de los viajes espaciales.
Una
revolución que, además de cambiar las cosas, olvide el pasado está
condenada al fracaso.
La rebelión no consiste en hacer borrón y cuenta
nueva, pues empezando de cero cometeríamos los mismos errores una y otra
vez.
La verdadera revolución es la que aprende de la historia y
construye aprovechando el conocimiento acumulado.
Durante la primera mitad del siglo XX, en la Unión Soviética de
Stalin, la biología y la genética sufrieron un retroceso que puso a la
URSS en la cola mundial de la investigación y tecnología genética y
agraria.
El responsable principial de tal desastre, que duró 35 años,
fue Trofim Lysenko, un ingeniero agrónomo ucraniano que rechazaba la
genética «occidental» por estar basada en conceptos capitalistas y
opresores.
Bajo un delirante punto de vista biológico-marxista, y
siguiendo las tesis de Lamark, Lysenko pensaba que los vegetales podían
modelarse por el ambiente al igual que los seres humanos, sin que la
genética participara en absoluto.
Sin aplicar ningún tipo de metodología
científica, que por otra parte desconocía, desarrolló durante varias
décadas técnicas de lo más absurdas para conseguir la producción
invernal de guisantes, trigo y otros cereales.
Sus cultivos jamás
funcionaron, pero la propaganda soviética y la locura de Stalin
permitieron que un pseudocientífico abocara no solo a todas las rusias,
sino a la vecina China, a grandes períodos de hambruna y a un retraso
científico y tecnológico del que tardaron décadas en recuperarse.
El caso de Lysenko es especialmente relevante debido al enorme poder
que acumuló, gracias a que supo granjearse la simpatía de la prensa y de
los líderes soviéticos.
Sin embargo, no es un caso aislado.
En
nuestros días existen multitud de lysenkos que se creen portadores de la
verdad revolucionaria frente a una ciencia enquilosada, caduca y
vendida al capital.
Lamentablemente, en la inmensa mayoría de los casos,
no dejan de ser críos que pretenden eliminar la “h” de en una
ortografía y un lenguaje que ni entienden, ni saben utilizar.
No basta con inventarse una explicación
Existe un campo transversal en ciencia que continuamente está
sufriendo ataques por parte de estos supuestos alternativos y rebeldes
de pacotilla: la forma en la que se plantea y contrasta una hipótesis
científica y el proceso a través del cual puede llegar a formar parte
del corpus general de conocimientos científicos.
Como buenos
aprendices de Lysenko, critican y desprecian los complicados
conocimientos que no comprenden y que son necesarios para poder realizar
cualquier aportación válida en su campo, sustityéndolos por hipótesis
simplistas dignas de un colegial, para las cuales no es necesaria la
formación de la que carecen.
Acusan a la «ciencia oficial» de vetarlos
por ir en contra de los intereses de la industria, cuando lo que están
haciendo es construir naves espaciales de papel maché.
La ciencia no funciona inventándose explicaciones de cualquier forma.
Una hipótesis científica debe ser contrastable, y tiene que ser
constrastada.
Hasta que no se enfrenta a la experimentación y a las
pruebas, no sirve de nada.
La hipóteis heliocentrista no triunfó por ser
una explicación ingeniosa, ni tan siquiera porque fuera posible.
El
heliocentrismo se impuso por coincidir con las observaciones y explicar
el movimiento y la estructura del sistema solar mejor que el
geocentrismo.
El ser humano tiende a buscar explicaciones para todo; es una
característica innata en nuestra especie y, sin duda alguna, tiene un
valor adaptativo enorme.
Desde que tenemos constancia, la humanidad se
ha preguntado por el movimiento del sol en el cielo, por la alternancia
de las estaciones, por las enfermedades y dolencias, por el
comportamiento de los animales y por todo lo que le rodea.
Tan
irrefrenable es esta tendencia que cuando no se ha encontrado
explicación, se ha inventado, asignando a diversos seres sobrenaturales
la capacidad de generar los fenómenos naturales observados.
La utilidad de esta necesidad de explicarlo todo es indudable:
comprender un fenómeno puede permitir manejarlo.
Si la lluvia es
provocada por los designios de una deidad, el agricultor puede hacer
algo por mejorar la cosecha, aunque solo sea rezar al dios
correspondiente pidiendo una buena estación; siempre será mejor que
simplemente el sentarse impotente a esperar.
Sin embargo, y también por
mero empirismo, es fácilmente comprobable que el rezo no se corresponde
con la lluvia, al menos tan ajustadamente como sería de desear.
Así
pues, resulta lógico que no solo se busquen explicaciones, sino que
pretendamos encontrar cada vez mejores explicaciones que nos permitan
una mayor capacidad de manipulación de nuestro entorno; no nos quedamos
satisfechos fácilmente.
La historia del conocimiento resulta de esta
forma un camino continuo, aunque no uniformemente acelerado, desde las
concepciones mitológicas y religiosas de las que se servían las primeras
sociedades humanas para comprender la naturaleza y el cosmos, hasta la
metodología científica de nuestros días.
Diferencia entre ciencia y fantasía
La diferencia más evidente entre una explicación mitológica y una
explicación científica sobre el mismo suceso es que la segunda sirve
para hacer predicciones y para trabajar con el fenómeno descrito.
Podemos creer que la tuberculosis está producida por el enojo de una
deidad o por la mala canalización de la energía corporal.
El problema es
que estas explicaciones son poco útiles.
Por mucho que recemos, la
mayor parte de los tuberculosos acaban muriendo, de igual forma que si
realizamos imposiciones de manos para restaurar el equilibrio energético
de los enfermos.
Por el contrario, si con mucho esfuerzo hemos descubierto que la
enfermedad está producida por la infección de microorganismos, si
sabemos como son estos microbios y entendemos su estructura, fisiología y
ciclo vital, podemos tratar la enfermedad con fármacos antimicrobianos
que destruyen el patógeno.
La diferencia estriba en que de esta forma,
el número de muertes se reduce en varios órdenes de magnitud.
La misma comparación podríamos hacer entre física y telekinesia,
preguntándonos por qué la Agencia Espacial Europea puede poner satélites
en órbita y los practicantes de la telekinesia no llegan a elevar ni un
globo sonda.
O bien entre astronomía y astrología, interrogándonos
sobre por qué los astrónomos predicen al milisegundo eclipses, cometas y
auroras boreales, mientras los astrólogos no han sido capaces, en toda
la dilatada historia de la disciplina, de anticipar ni un simple
huracán.
Muchos autores se han realizado esta pregunta, y han intentado
encontrar definiciones que puedan explicar el éxito y el avance de una
disciplina como la química orgánica frente al estancamiento e inutilidad
manifiesta de la parapsicología o la homeopatía.
Sin entrar en detalle, dado que solo este aspecto sería objeto de
varios artículos independientes, la respuesta es bastante sencilla: la
contrastabilidad.
La ciencia no se limita a dar explicaciones, sino que
continuamente las está situando bajo la lupa de la experiencia.
Una
hipótesis científica, como decíamos más arriba, es aquella que puede
enfrentarse a la experimentación y ser corroborada o rechazada.
Una
hipótesis científica, para comenzar a ser tomada en cuenta, debe estar
apoyada por pruebas, no solo por ideas. Y a más pruebas, más fiable,
siempre dentro de la provisionalidad que supone la certeza de que en
cualquier momento podrá formularse una hipótesis mejor.
Provisionalidad
que es garantía de mejora y de avance continuo, dado que siempre se
estará buscando una hipótesis que explique de manera más ajustada la
realidad observable.
Cuando un científico piensa que determinada enfermedad puede estar
causada por un determinado agente patógeno, intenta aislarlo, cultivarlo
y observar su reacción ante los antibióticos u otros fármacos
disponibles.
Tras ello, iniciará una serie de ensayos en animales para
determinar la dosis óptima y, a continuación, unas muy controladas
pruebas en pacientes humanos.
Si todos estos ensayos muestran una
sanación estadísticamente significativa y una toxicidad y efectos
secundarios asumibles, dirá que ha encontrado un remedio para la
enfermedad con una determinada, y generalemente parcial, eficiencia.
Así, el científico dirá: la hipótesis de que el agente X es el
causante de la enfermedad está apoyada por su presencia en las personas
enfermas, la posibilidad de aislamiento e identificación del
microorganismo, y la respuesta significativa frente a agentes
antimicrobianos que destruyen el patógeno.
Habrá apoyado su hipótesis
con pruebas experimentales.
Ahora bien, los de la bata blanca, además de pejilgueros con los
experimentos, son muy desconfiados. Incluso presentando todos estos
datos, nuestro buen investigador no será creído por la comunidad
científica sin más.
Otros investigadores repetirán sus experimentos,
tratarán de aislar el patógeno, comprobarán su reacción ante el fármaco y
realizarán nuevos ensayos clínicos.
Hasta que la historia no se repita
varias veces, y con los mismos resultados, la nueva hipóteis no
comenzará a ser tomada en cuenta, y siempre con reservas.
Reservas que
se irán diluyendo según pase el tiempo y los datos y nuevos
descubrimientos sigan coincidiendo con la hipótesis de partida, pero
siempre mantenida de forma provisional, al saber por experiencia que
toda hipótesis es susceptible de ser mejorada.
Veamos ahora la presentación de una hipóteis presentada por una
disciplina no científica; por ejemplo, pensemos en un homeópata que
afirma curar determinada dolencia (p.e. tuberculosis) mediante la
ingestión de agua que ha estado en contacto con una sustancia
determinada (p.e. Arsenicum Album).
El homeópata soltará la
hipótesis de que la enfermedad no existe como entidad, sino que se trata
de un desequilibrio de la fuerza vital del organismo en su conjunto, un
origen espiritual que atrae a los miasmas que producen los síntomas de
la enfermedad.
Según su hipótesis, el suministro de un tóxico que
produzca los mismos síntomas que el desequilibrio vital, repondrá éste y
sanara al paciente.
La enorme diferencia es que las bases teóricas de la hipótesis del
sanador alternativo no han sido confirmadas; no existe ningua prueba de
su existencia, no se ha detectado jamás fuerza vital alguna, ni
equilibrio energético, ni nada por el estilo.
No sabemos en que
consiste, en caso de que existiera, con lo que dificilmente comprendemos
cómo puede alterarse y aún menos restaurarse.
Debemos creer, sin prueba
alguna y como premisa, la existencia de una fuerza indetectable,
construyendo sobre ella un complejo edificio de naipes sobre supuestas
alteraciones y equilibrios. Lógicamente, si la premisa resulta falsa,
todo el edificio se viene abajo.
Pero además, el resto de las plantas
del inmueble pseudocientífico son tan frágiles como los cimientos: nunca
se ha demostrado que un producto que produce los mismos síntomas que
una enfermedad cure ésta y sabemos, por los principios más elementales
de la química, que una disolución homeopática no contiene ni una sola
molécula del principio activo, por lo que no se está ingiriendo agente
sanador alguno.
Por último, los estudios clínicos realizados no muestran
un porcentaje de curaciones superior al que cabe esperar del efecto
placebo y la sanación espontánea.
Es decir, no se curan más pacientes
que en un grupo de control al que únicamente se le suministra agua con
azúcar.
Entendemos fácilmente por qué la medicina científica ha avanzado con
pasos de gigante en las últimas décadas y la homeopatía sigue obteniendo
los mismos dudosos resultados que hace 200 años, cuando se acuñó.
¿Qué me estás contando?
Debido
a todo esto, es comprensible que un investigador no puede enviar a una
publicación científica una hipótesis sin haber realizado los
experimentos necesarios como para que pueda llegar a ser tomada en
cuenta y que otros equipos decidan repetir la experimentación para
contrastarla.
Una publicación científica no ofrece una simple
explicación, sino una explicación apoyada por los datos.
Si enviáramos
un artículo a cualquier revista con una interesante y plausible teoría
sobre el origen de la célula procariótica, no pasaría de la mesa del
editor a no ser que llevara una mochila expermiental considerable.
Si
además pretendemos desbancar todas las teorías físicas o biológicas
vigentes con una idea feliz que se nos ocurrió el sábado por la noche,
nos van a pedir toneladas de pruebas, las toneladas suficientes como
para aplastar todas las evidencias que tenía la explicación a la que
pretendemos relevar.
Habría pues que analizar si tanto alternativo que aboga por métodos
de curación no oficiales, naturales y baratitos, exopolíticos que
critican la ciencia oficial para abrazar la hermandad reptiliana del
cosmos, diseñointeligentistas que consideran la selección natural como
algo caduco y retrógrado y un sinfín de adalides de la revolución de la
conciencia y el buenrollismo no están luchando, en realidad, por el
retorno a métodos de conocimiento que no consiguieron ir más allá de las
procesiones rogativas de lluvia.
Como muy bien indicaba el recientemente fallecido Christopher Hitchens, en una memorable frase que ha pasado a denominarse “La Navaja de Hitchens”, No
olvidemos las elementales reglas de la lógica, según las cuales,
explicaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias y lo que puede ser afirmado sin pruebas, puede ser rechazado sin pruebas.
http://lacienciaysusdemonios.com/2012/01/02/lo-que-puede-ser-afirmado-sin-pruebas-puede-ser-rechazado-sin-pruebas/?blogsub=confirming#blog_subscription-3