El
19 de noviembre de 2005, un pelotón de marines estadounidenses fue
atacado por una bomba al borde de la ruta en Haditha, en la provincia
Anbar de Iraq, matando a un soldado e hiriendo gravemente a dos.
Según
declaraciones de civiles los marines se lanzaron a una masacre
desenfrenada, matando a 24 personas.
Entre ellas un hombre de 76 años en
una silla de ruedas y un niño de tres años. Fue una matanza. “Pienso
que simplemente estaban cegados por el odio… y perdieron el control”,
dijo James Crossan, uno de los marines heridos.
Cuando
escuchó la noticia, el general Steve Johnson, el comandante
estadounidense en la provincia Anbar en esos días, no vio motivos para
más exámenes. “Pasaba todo el tiempo… en todo el país.
Ya sabéis, tal
vez, si yo hubiera estado sentado aquí [en Virginia] y hubiese oído
que 15 civiles fueron asesinados me habría sorprendido y espantado y
habría hecho más para investigarlo.
Pero entonces sentí que solo era el
precio de la acción en ese enfrentamiento en particular”.
Ocho
soldados fueron acusados originalmente por la atrocidad. Los cargos
contra seis soldados se retiraron, uno fue absuelto y el otro sigue a la
espera de un juicio.
Lo sabemos porque un periodista del New York Times
encontró documentos de la investigación interna de los militares
estadounidenses en un basural cerca de Bagdad.
Un asistente los estaba
usando para alimentar un fuego para cocinar carpa ahumada para la cena.
El
artículo apareció el mismo día en el que Barack Obama anunció la
retirada de los soldados estadounidenses la semana pasada, aclamando la
guerra de casi nueve años como un “éxito”, que fue “un extraordinario
logro” que los soldados pueden ver con “sus frentes en alto”.
Y así
sigue adelante EE.UU., tirando a la basura la evidencia de sus crímenes
de guerra, no responsabilizando a nadie y prefiriendo ver la derrota
como victoria y el fracaso como éxito.
Aunque
hay que saludar la salida de los soldados estadounidenses con un alivio
precavido (precavido porque EE.UU. mantendrá su mayor embajada del
mundo en Iraq junto con miles de contratistas privados armados), se debe
hacer todo lo posible por frustrar a los que tratan de engalanar y
deformar su lamentable legado. Se pensaría que es algo fácil.
El caso
contra esta guerra se ha enjuiciado exhaustivamente en esta columna y en
otros sitios.
(El argumento de que el derrocamiento de Sadam Hussein
compense de alguna manera las mentiras, la tortura, el desplazamiento,
la carnicería, la inestabilidad y los abusos de los derechos humanos es
perverso. EE.UU. utilizó una bomba Daisy-Cutter para cascar una nuez.)
Esta
guerra comenzó con muchos padres, pero terminó sus días como un
huérfano, mancillando las reputaciones de los que la lanzaron y a los
idiotas útiles que dieron cobertura intelectual. Nadie ha tenido que
rendir cuentas; pocos aceptan la responsabilidad.
En
todo caso, no podrían haberlo hecho solos. Fue posible gracias a la
colusión sistémica de una clase política indolente y una cultura
política jingoísta, para no hablar de un cheque en blanco del gobierno
británico.
Cuando la guerra comenzó, casi tres cuartos de los
estadounidenses la apoyaron. Solo los políticos con principios se
opusieron, y hubo muy pocos.
Cuando preguntaron a Nancy Pelosi por qué
no presionó por la recusación de Bush cuando llegó a presidenta de la Cámara
en 2006, dijo: “¿Y los demás que votaron por esa guerra sin tener
evidencia alguna?…
¿Dónde estarán esos demócratas? ¿Van a votar por
nosotros para recusar a un presidente que nos llevó a la guerra
basándose en información que ellos también tenían?”
Hoy,
el retiro de las tropas es casi lo único popular que ha hecho Obama en
los últimos dos años. Los sondeos muestran que más de un 70% apoya la
retirada, aproximadamente dos tercios se oponen a la guerra y más de la
mitad cree que fue un error.
Pero existe una diferencia entre lamentar
algo y aprender de ello. Y aunque hay amplia evidencia de lo primero,
hay poca que sugiera lo segundo.
Según Christopher Gelpi, profesor de ciencias políticas de la Universidad Duke,
dspecializado en actitudes públicas ante la política exterior, el
factor más importante que conforma las opiniones de los estadounidenses
sobre cualquier guerra es si creen que EE.UU. vencerá.
Esta visión
solipsista del mundo difícilmente lleva al tipo de introspección que
puede convertir el remordimiento en redención.
Es
un modo de pensar que ve que la guerra de Vietnam fue errónea no porque
se invadió a un país independiente, lo arrasaron y asesinaron a y
torturaron a millones de persona. Fue errónea porque EE.UU. la perdió.
Y
esta actitud impregna el espectro político. Incluso cuando los críticos
de la guerra censuran la sangre y el dinero desperdiciados,
generalmente se refieren solo a vidas estadounidenses y al dinero
estadounidense. También los encuestadores lo presentan de esa forma. Un
reciente sondeo de CBS preguntó:
“¿Piensa que la remoción de
Sadam Hussein del poder justificó la pérdida de vidas estadounidenses y
otros costes del ataque contra Iraq, o no? (50% no, 41% sí) y “¿Piensa
que el resultado de la guerra contra Iraq justificó la pérdida de vidas
estadounidenses y otros costes del ataque contra Iraq, o no? (67% no,
24% sí). Simplemente no mencionan el coste para los iraquíes.
“Es
el fin solo para los estadounidense”, escribió Emad Risn, un columnista
iraquí, en un periódico financiado por el gobierno. “Nadie sabe si la
guerra terminará también para los iraquíes”.
Y parece que a pocos
estadounidenses les importa. Ha pasado un tiempo desde los días en que
Iraq aparecía entre las prioridades de la nación, y ni hablar de las
primeras.
Tienen razón los estadounidenses cuando se quejan de la suerte
de los veteranos que vuelven a una economía deprimida con una serie de
discapacidades físicas y mentales.
Pero los civiles iraquíes apenas
merecen que se les mencione.
Según un informe del New York Times,
entre el testimonio descartado había una entrevista con el sargento
mayor Edward Saz: “Ordené que los marines dispararan sobre niños en
coches, y encaré a los marines individualmente, uno a uno, al respecto
porque les costó enfrentar esa situación”. Cuando le dijeron que no
sabían que había niños a bordo, les dijo que no era su culpa y afirmó
que las muertes no deberían significar un lastre vitalicio para ellos.
Los
progresistas, que tratan de vincular el colapso económico a los
contratiempos militares, argumentan a menudo que la construcción de la
nación debería comenzar en casa, no en Iraq, convirtiendo así –a
sabiendas o no– a los iraquíes en la imaginación pública de víctimas de
una guerra ilegal a receptores de un bienestar ilícito. Sin ninguna
ironía aparente, Obama marcó el fin de la ocupación llamando a otros a
no interferir en los asuntos internos de Iraq.
El
esfuerzo conjunto de todo esto es como romperle primero la mandíbula a
alguien con tu puño solo para lamentarte después del terrible dolor
causado a tu mano.
EE.UU.
no es el único en esta situación. La amnesia y la indiferencia son
privilegios de los poderosos. Los kenianos y los argelinos recuerdan las
atrocidades cometidas por británicos y franceses bajo el colonialismo,
mientras los colonialistas siguen huyendo de su historia.
“La
característica esencial de una nación es que todos sus individuos tienen
que tener muchas cosas en común” escribió el filósofo francés del Siglo
XIX, Ernest Renan, “y también tienen que haber olvidado muchas cosas”.
No
es sorprendente que un reciente sondeo Pew estableció que a pesar de
toda la evidencia contraria un 56% de los estadounidenses dijo que
pensaba que la invasión había tenido éxito en sus objetivos, mientras
que la cantidad de los que piensan que la invasión fue la decisión
correcta es la mayor en cinco años.
El coste de hacer las cosas siempre
parece más razonable cuando son otros los que pagan el precio.
© 2011 The Guardian/UK
Gary Younge es un columnista y cronista de The Guardian basado en EE.UU.