Sirte es una ciudad arrasada. Los combates calle a calle y los
bombardeos de la OTAN han convertido la ciudad natal de Muamar Gadafi en
una sucesión de estructuras destrozadas y escombros.
Los miembros de la
tribu Gadafa, a la que pertenecía el coronel, se refugian en jaimas a
50 kilómetros mientras realizan esporádicos viajes para recoger sus
pertenencias.
En el trayecto se encuentran, cara a cara, con los
milicianos del CNT que ahora controlan la villa.
«¿Que Gadafi ha
sido asesinado? Dios lo tendrá en su gloria». Hnaish Misbah responde con
incredulidad tras recibir por primera vez el anuncio de la muerte del
coronel libio. Han pasado seis días desde su ejecución pero Misbah, un
anciano arrugadísimo que transita con una destartalada camioneta por la
zona residencial del centro de conferencias de Sirte, no sabía nada.
Junto a él, su nieto Mohamed Ali, huérfano desde que su casa,
acribillada por los disparos de los milicianos, sepultó repentinamente a
su padre.
En el asiento del conductor, Awdat Hnaish (hijo y tío
de ambos) sostiene el volante con gesto torcido, molesto ante cada una
de las preguntas. Los tres, cargados hasta los topes, transportan los
colchones y cojines que han podido salvar de su vivienda. Es la primera
vez que regresan desde hace treinta días.
«¿Quieres saber cómo
está mi casa? Mira a tu derecha». Junto a la carretera, una hilera de
estructuras amarillas perforadas por los proyectiles y taladradas por
las balas. Siniestro total. Como prácticamente todo el municipio.
Tras
un mes de combates calle a calle, Sirte es una ciudad que ha dejado de
serlo. Aunque la destrucción absoluta y la muerte -todavía se están
buscando cadáveres en algunas zona- no son su único estigma.
La
confrontación, aunque no sea armada, es palpable. Mientras que
milicianos del Consejo Nacional de Transición (CNT) custodian las
principales avenidas, los miembros de la tribu Gadafa, a la que
pertenecía Muamar Gadafi, se marchan con lo poco que les queda,
resentidos con los vencedores y conscientes de que todo lo que conocían
se ha venido abajo entre los escombros.
En el aire, el sonido de los
aviones de la OTAN añade tensión a una ciudad desierta.
«Sirte ha
muerto, todo está destruido. ¿Cómo no voy a pensar que antes estábamos
mejor?». Ahmed Ali lleva una hora esperando para llenar de combustible
una pick up que apenas aguanta a su familia. Decenas de coches mantienen
una desordenada fila diez kilómetros al este de Sirte, en la única
gasolinera que funciona en kilómetros a la redonda.
«¿Qué quieres que diga?»
«Mi
hijo murió por una bomba de la OTAN. Mi tío, combatiendo». Ali se pasea
entre los vehículos con gesto solemne. Todos enfilan el camino hacia
Abu Hadi, un paraje a 50 kilómetros donde los miembros de la tribu
Gadafa se han instalado en jaimas. «Nadie nos ayuda. Sólo nos han traído
algo de comida», insiste Hnaish Misbah.
«¿Qué quieres que diga?
Esto es terrible», lamenta Ahmed Ali en un precario inglés. Prefiere una
mala conversación en una lengua franca que recurrir a la traducción de
cualquiera del que desconfía. Tras unos segundos de charla se evidencian
los porqués de sus reticencias.
Jamal Al Ginzah, también oriundo
de Sirte pero ahora enrolado en la estructura militar del CNT, le
interrumpe violentamente. «¡Estás mintiendo! ¡La OTAN nunca atacó esa
zona!». Ambos se enfrascan en una dura discusión. Podrían pasarse horas
echándose en cara la lista de agravios. Así que les separan.
Miedo y silencio
En
este alto en el camino, como en las calles reducidas a escombros,
vencedores y vencidos se encuentran cara a cara. Milicianos como Ali
Bourjana, de Bengasi, enrolado en la brigada de los mártires de Zawiyah,
se cruzan con las familias con cara de pocos amigos que van camino a su
campo de refugiados.
Ninguno de los desplazados quiere hablar. A
través de las ventanillas de sus vehículos sólo se observa rabia y
resignación. Ni siquiera tienen ganas de verbalizarlo.
Aunque también
está el miedo a las represalias. No se puede olvidar que hace apenas
tres días, en el hotel Mahari, ubicado en el centro de Sirte, se
hallaron al menos 50 cadáveres. Muchos de ellos, con las manos atadas a
la espalda.
Ayer mismo aparecieron otros 267 cuerpos de soldados y
civiles leales al depuesto líder libio. Según todos los indicios,
fueron víctimas de una ejecución sumaria. Los cadáveres también estaban
maniatados. Los milicianos se han tomado sus propias vendettas.
El
nuevo régimen asegura que las investigará pero resulta difícil
creerles. Por el momento, sus líderes se limitan a minimizar el impacto.
«Puede que existiesen algunos abusos, pero ya se ha puesto fin a
ellos», asegura Farej Belgasam Mohamed, uno de los generales que desertó
a principios de febrero en Bengasi, compañero de Abdelfatah Younis,
muerto a finales de julio. Mohamed se encontraba en Sirte coordinando la
formación de un Ejército del nuevo régimen.
Mantener el control
militar mediante milicias autóctonas ha sido una de las primeras
decisiones del CNT. De hecho, la mayoría de brigadas forasteras han
abandonado Sirte, dejando la ciudad en manos de cinco khatibas surgidas
en el interior del feudo de Gadafi. Quizás de este modo pretenden paliar
la sensación de que grupos armados procedentes de Misrata y Bengasi han
invadido la villa. Aunque minoritarios, también en Sirte había
insurgentes.
Ambiente de guerra civil
«Los últimos meses
fueron horribles. Cualquiera que hablaba contra el régimen era
ejecutado. Los leales estaban desplegados por todas las calles», asegura
Osama Jibrin, antiguo bombero reconvertido en guerrillero. En Sirte no
hubo manifestaciones. Se escuchan testimonios de represión.
Pero, sobre
todo, lo que ha padecido esta ciudad ha sido guerra y escasez. Por eso,
ahora no hay celebraciones.
En ningún lugar de Libia es tan
palpable el ambiente de guerra civil. Todos sufrieron las penurias. Y
también los bombardeos de la OTAN. Aunque los destrozos provocados por
los ataques occidentales son perfectamente identificables.
Frente a
los boquetes abiertos por los tanques en paredes ennegrecidas y
agujereadas, las descargas desde el aire arrasan todo lo que se
encuentra en su radio de acción.
Esto ocurre, por ejemplo, en el
edificio Tameen, uno de los bloques de apartamentos más elevados donde
el impacto de un misil de la OTAN tiró abajo muchas de sus plantas.
Fractura social
«Aquí
había francotiradores», justifica Jamal Al Ginzah. Ahmad Fayez, joven
de origen palestino, le contradice, y comienza a lanzar juramentos sobre
el estado en el que ha quedado su vivienda. «Allah, Muamar Libyba wa
bas (Allah, Muamar, Libia y nada más)», le responde, entre irónico y
cabreado, el insurgente. No hay «Allah Ukbar (Dios es grande)» al paso
de los milicianos.
Sólo miradas que siguen a los vehículos hasta que
estos desaparecen.
Las armas callaron el día de la captura y
ejecución de Gadafi. Pero Sirte no es Trípoli ni Bengasi. Tampoco
Misrata llega a ese nivel de violencia. Por eso, salvo en el caso de los
milicianos, resulta difícil averiguar la filiación de los poquísimos
habitantes que regresan, aunque sea fugazmente, a una ciudad
inhabitable. Las banderas verdes conviven con las recién enarboladas
tricolores en una ciudad que tardará años en ser reconstruida.
Lo que no
queda claro es qué ocurrirá con la fractura abierta entre sus
habitantes.