Con eso le basta y sobra para erguirse por encima de sus victimarios.
El brutal asesinato de Muamar Al Gadafi a manos de
una jauría de mercenarios organizados y financiados por los gobiernos
“democráticos” de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña actualiza
dolorosamente la vigencia de un viejo aforismo: “socialismo o barbarie.”
No sólo eso: también confirma otra tesis,
ratificada una y otra vez que dice que los imperios en decadencia
procuran revertir el veredicto inexorable de la historia exacerbando su
agresividad y sus atropellos en medio de un clima de insoportable
descomposición moral.
Ocurrió con el imperio romano, luego con el
español, más tarde con el otomano, después con el británico, el
portugués y hoy está ocurriendo con el norteamericano.
No
otra es la conclusión que puede extraerse al mirar los numerosos videos
que ilustran la forma en que se “hizo justicia” con Gadafi, algo que
descalifica irreparablemente a quienes se arrogan la condición de
representantes de los más elevados valores de la civilización
occidental.
Sobre ésta cabría recordar la respuesta que diera el Mahatma
Gandhi a la pregunta de un periodista, interesado en conocer la opinión
del líder asiático sobre el tema: “es una buena idea”, respondió con
sorna.
El imperialismo necesitaba a Gadafi
muerto, lo mismo que Bin Laden. Vivos eran un peligro inmediato, porque
sus declaraciones en sede judicial ya no serían tan fácil de ocultar
ante la opinión pública mundial como lo fue en el caso de Sadam Hussein.
Si Gadafi hablaba podría haber hecho espectaculares revelaciones,
confirmando numerosas sospechas y abonando muchas intuiciones que
podrían haber sido documentadas contundentemente por el líder libio,
aportando nombres de testaferros imperiales, datos de contratos,
comisiones y coimas pagadas a gestores, cuentas en los cuales se
depositaron los fondos y muchas cosas más.
Podríamos haber sabido que
fue lo que Estados Unidos le ofreció a cambio de su suicida colaboración
en la “lucha contra el terrorismo”, que permitió que en Libia se
torturara a los sospechosos que Washington no podía atormentar en
Estados Unidos.
Habríamos también sabido cuánto dinero aportó para la
campaña presidencial de Sarkozy y qué obtuvo a cambio; cuáles fueron los
términos del arreglo con Tony Blair y la razón por la cual hizo
donativos tan generosos a la London School of Economics; cómo
se organizó la trata de personas para enviar jovencitas al decrépito
fauno italiano, Silvio Berlusconi , y tantas cosas más.
Por eso era
necesario callarlo, a como diera lugar.
El último
Gadafi, el que se arroja a los brazos de los imperialistas, cometió una
sucesión de errores impropios de alguien que ya venía ejerciendo el
poder durante treinta años, sobre todo si se tiene en cuenta que el
poder enseña.
Primer error: creer en la palabra de los líderes
occidentales, mafiosos de cuello blanco a los cuales jamás hay que
creerles porque más allá de sus rasgos individuales –deleznables salvo
alguna que otra excepción- son la personificación de un sistema
intrínsecamente inmoral, corrupto e irreformable.
Le hubiera venido bien
a Gadafi recordar aquella sentencia del Che Guevara cuando decía que
“¡no se puede confiar en el imperialismo ni un tantito así!” Y él
confió.
Y al hacerlo cometió un segundo error: desarmarse.
Si los canallas de la OTAN pudieron bombardear a piacere
a Libia fue porque Gadafi había desarticulado su sistema de defensa
antiaérea y ya no tenía misiles tierra-aire.
“Ahora somos amigos”, le
dijeron Bush, Obama, Blair, Aznar, Zapatero, Sarkozy, Berlusconi, y él
les creyó.
Tercer error, olvidar que como lo recuerda Noam Chomsky
Estados Unidos sólo ataca a rivales débiles e inermes, o que los
considera como tales. Por eso pudo atacar a Irak, cuando ya estaba
desangrado por la guerra con Irán y largos años de bloqueo.
Por eso no
ataca a Cuba, porque según los propios reportes de la CIA ocupar
militarmente a la isla le costaría un mínimo de veinte mil muertos,
precio demasiado caro para cualquier presidente.
Los
imperialistas le negaron a Gadafi lo que le concedieron a los jerarcas
nazis que aniquilaron a seis millones de judíos.
¿Fueron sus crímenes
más monstruosos que las atrocidades de los nazis? Y el Fiscal General de
la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, mira para otro lado
cuando debería iniciar una demanda en contra del jefe de la OTAN,
causante de unas 70.000 muertes de civiles libios.
En una muestra de
repugnante putrefacción moral la Secretaria de Estado Hillary Clinton
celebró con risas y una humorada la noticia del asesinato de Gadafi.
Un poco más cautelosa fue la reacción del Tío Tom (el esclavo negro
apatronado que piensa y actúa en función de sus amos blancos) que
habita en la Casa Blanca, pero que ya hace unas semanas se había
mostrado complacido por la eficacia de la metodología ensayada en Libia,
misma que advirtió podría ser aplicada a otros líderes no dispuestos a
lamerle las botas al Tío Sam.
Esta ocasional victoria, preludio de una
infernal guerra civil que conmoverá a Libia y todo el mundo árabe en
poco tiempo más, no detendrá la caída del imperio. Mientras tanto, como
lo observa un agudo filósofo italiano, Domenico Losurdo, el crimen de
Sirte puso en evidencia algo impensable hasta hace pocos meses atrás: la
superioridad moral de Gadafi respecto a los carniceros de Washington y
Bruselas.
Dijo que lucharía hasta el final, que no abandonaría a su
pueblo y respetó su palabra. Con eso le basta y sobra para erguirse por
encima de sus victimarios.