Nos estamos aproximando al décimo aniversario de las horrendas
atrocidades acaecidas el 11 de septiembre de 2001, unos hechos que,
según se considera a amplios niveles, cambiaron el mundo.
El pasado 1 de
mayo un equipo de los comandos de elite estadounidenses, los SEAL de la
Marina, asesinaron al presunto cerebro del crimen, Osama bin Laden,
después de capturarle, desarmado e indefenso, a través de la Operación
Jerónimo.
Un grupo de analistas ha observado que aunque finalmente se
haya acabado con Bin Laden, éste consiguió, no obstante, algunos éxitos
importantes en su guerra contra EEUU.
“Afirmó repetidamente que el único
camino para sacar a EEUU del mundo musulmán y derrotar a sus sátrapas
era involucrar a los estadounidenses en una serie de pequeñas pero
onerosas guerras que les llevaran finalmente a la bancarrota”, escribe
Eric Margolis.
“‘Sangrar a Estados Unidos’, en sus propias palabras”. A
EEUU, primero bajo George W. Bush y después con Barack Obama, le faltó
tiempo para precipitarse en la trampa…
Resulta grotesco que los inflados
desembolsos militares y la dependencia de la deuda… puedan ser el
legado más pernicioso del hombre que pensaba que podía derrotar a EEUU”,
especialmente en unos momentos en que la extrema derecha está
cínicamente explotando el tema de la deuda, con la connivencia del establishment demócrata,
para socavar lo que queda de programas sociales, educación pública,
sindicatos y, en general, las barreras que aún resisten ante la tiranía
de las corporaciones.
Que Washington se inclinó por cumplir los
más fervientes deseos de bin Laden fue algo que se puso en evidencia de
inmediato.
Como expuse en mi libro “9-11”, escrito poco después
de que ocurrieran los ataques, nadie con conocimiento sobre la región
fue capaz de reconocer “que un ataque masivo contra una población
musulmana era la respuesta a las plegarias de bin Laden y sus socios, y
que conduciría a EEUU y a sus aliados hacia una ‘trampa diabólica’, como
señaló el ministro francés de Asuntos Exteriores”.
El importante
analista de la CIA responsable desde 1996 de seguirle el rastro a Osama
bin Laden, Michael Scheuer, escribió poco después que “bin Laden le ha
precisado muy bien a EEUU las razones por las que está emprendiendo la
guerra contra nosotros.
[Él] está decidido a cambiar drásticamente las
políticas estadounidenses y occidentales hacia el mundo islámico”, y en
gran medida lo ha conseguido:
“Las fuerzas y políticas de EEUU están
completando la radicalización del mundo islámico, algo que Osama bin
Laden trató de conseguir con un éxito sustancial aunque incompleto desde
los primeros años de la década de 1990.
Como consecuencia, pienso que
es justo concluir que los EEUU de América siguen siendo el único aliado
indispensable de bin Laden”.
Y bien podría decirse que así sigue siendo
incluso después de su muerte.
El primer 11-S
¿Había
alternativa?
Hay muchas posibilidades de que el movimiento yihadista,
gran parte de él muy crítico hacia bin Laden, se hubiera dividido y
debilitado tras el 11-S.
“El crimen contra la humanidad”, como fue
justamente denominado, podría haberse considerado como tal crimen y
haber llevado a cabo una operación internacional para apresar a los
posibles sospechosos.
Pero aunque en aquel momento se reconoció tal
posibilidad, ni siquiera se pasó a considerar la idea de hacerlo así.
En “11-9”,
citaba la conclusión de Robert Fisk de que el “horrendo crimen” del
11-S se cometió de forma “perversa y con una crueldad impresionante”,
una valoración certera.
Es útil tener en mente que los crímenes podrían
haber sido incluso peores.
Supongamos, por ejemplo, que el ataque
hubiera llegado hasta a bombardear la Casa Blanca, matar al presidente,
imponer una dictadura militar brutal que asesinara a miles y torturara a
decenas de miles mientras establecía un centro internacional de terror
para ayudar a imponer estados similares de tortura y terror por todas
partes y desarrollar una campaña internacional de asesinatos; y como
estímulo adicional, hubieran traído un equipo de economistas
–llamémoslos “los chicos de Kandahar”- para hundir velozmente la
economía en una de las mayores depresiones de su historia. Eso,
francamente, hubiera sido mucho peor que el 11-S.
Lamentablemente,
este no es un pensamiento experimental. Sucedió.
La única inexactitud
en ese breve relato es que las cifras se habrían multiplicado por 25
para producir los equivalentes per capita en la medida apropiada.
Desde luego, me estoy refiriendo a lo que en Latinoamérica se llama a
menudo “el primer 11-S”, el 11 de septiembre de 1973, cuando EEUU
consiguió tras intensos esfuerzos derrocar al democrático gobierno de
Salvador Allende en Chile con un golpe militar que colocó en el poder al
brutal régimen del general Pinochet.
El objetivo, en palabras de la
administración Nixon, era matar el “virus” que pudiera animar a todos
aquellos “extranjeros dispuestos a putearnos” apropiándose de sus
propios recursos y siguiendo de diversas maneras una política
intolerable de desarrollo independiente.
Al fondo estaba la conclusión
del Consejo Nacional de Seguridad de que si EEUU no podía controlar
Latinoamérica, no podía esperar “conseguir un orden que le fuera
favorable en otros lugares del mundo”.
El primer 11-S, a
diferencia del segundo, no cambió el mundo.
No se produjo “nada que
tuviera muy grandes consecuencias”, como Henry Kissinger aseguraba a su
jefe pocos días después.
Estos acontecimientos de consecuencias
pequeñas no se limitaron al golpe militar que destruyó la democracia
chilena y puso en marcha la historia de horror que le siguió.
El primer
11-S fue justo uno de los actos de un drama que empezó en 1962, cuando
John F. Kennedy cambió la misión del ejército latinoamericano de
“defensa hemisférica” –una anacrónica reliquia de la II Guerra Mundial-
por “seguridad interna”, un concepto que implicó una aterradora
interpretación en los círculos latinoamericanos bajo dominio
estadounidense.
En la recientemente publicada por la Universidad de Cambridge “History of the Cold War”,
el erudito latinoamericano John Coatsworth escribe que desde ese
momento hasta “el colapso soviético en 1990, las cifras de prisioneros
políticos, víctimas de tortura y ejecuciones de disidentes políticos no
violentos en Latinoamérica superaron inmensamente a las de la Unión
Soviética y sus satélites del Este de Europa”, incluyendo también muchos
mártires religiosos y asesinatos masivos, siempre apoyados o iniciados
en Washington.
El último acto importante de violencia fue el brutal
asesinato de seis importantes intelectuales latinoamericanos, sacerdotes
jesuitas, pocos días antes de la caída del Muro de Berlín.
Los autores
fueron un batallón de elite salvadoreño, que ya había dejado un
estremecedor rastro de sangre, recién salidos del entrenamiento de la
JFK School of Special Warfare, que actuaban bajo las órdenes directas
del alto mando del estado clientelista de EEUU.
Desde luego, las consecuencias de esta plaga hemisférica siguen aún reverberando.
Del secuestro y la tortura al asesinato
Todo
eso, y más cosas aún del mismo cariz, se desechan como algo de escasas
consecuencias y se olvidan.
Aquellos cuya misión es gobernar el mundo
disfrutan de una imagen más confortable, suficientemente bien articulada
en el actual número de la prestigiosa (y valiosa) revista del Royal
Institute of International Affairs en Londres.
El artículo principal
aborda “el visionario orden internacional” de la “segunda mitad del
siglo XX”, marcada por “la universalización de una visión estadounidense
de prosperidad comercial”.
Algo hay en ese sentido, pero expresa bien
poco de la percepción de quienes se llevan la peor parte.
Lo mismo
ocurre respecto al asesinato de Osama bin Laden, que pone fin al menos a
una fase de la “guerra contra el terror” vuelta a declarar por el
presidente George W. Bush en el segundo 11-S. Permítannos volver a
reflexionar sobre ese suceso y su significado.
El 1 de mayo de
2011, Obama bin Laden fue asesinado en un recinto que no contaba
prácticamente con protección alguna mediante una misión de asalto de 79
SEAL de la Marina, que entraron en Pakistán en helicóptero.
Después de
que el gobierno facilitara y retirara muchas historias escabrosas, los
informes oficiales dejaron cada vez más claro que la operación fue un
asesinato planificado que violó múltiples normas elementales de derecho
internacional, empezando por la invasión misma.
Parece que no hubo
intento alguno de apresar a la desarmada víctima, lo que
presumiblemente podrían haber hecho con facilidad 70 comandos que no
enfrentaron oposición alguna, excepto, según informaron, de su mujer,
también desarmada, a la que dispararon, en defensa propia, mientras
“arremetía” contra ellos, según explicó la Casa Blanca.
El veterano corresponsal en Oriente Medio Yochi Dreazen y sus colegas del Atlantic
fueron quienes proporcionaron una reconstrucción verosímil de los
hechos.
Dreazen, que anteriormente fue corresponsal en temas militares
para el Wall Street Journal, es un importante periodista del
National Journal Group que cubre asuntos militares y de seguridad
nacional.
Según su investigación, los planes de la Casa Blanca no
parecían haber considerado la opción de capturar a bin Laden vivo:
“La
administración dejó claro al clandestino Mando Conjunto de Operaciones
Especiales que querían a bin Laden muerto, según un alto funcionario
estadounidense con conocimiento de las discusiones.
Un oficial militar
de alto rango informó sobre el asalto diciendo que los SEAL sabían que
su misión no era cogerle vivo”.
Los autores añaden: “Para muchos
del Pentágono y de la CIA que se habían pasado casi una década tratando
de cazar a bin Laden, asesinar al combatiente era un acto necesario y
justificado de venganza”.
Además, “capturar vivo a bin Laden hubiera
también supuesto para la administración todo un conjunto de irritantes
desafíos políticos y legales”.
Mejor era, pues, asesinarle y tirar su
cuerpo al mar sin realizar una autopsia considerada esencial tras un
asesinato, un acto que previsiblemente provocó mucha ira y escepticismo
en gran parte del mundo musulmán.
Como demuestra la investigación del Atlantic,
“la rotunda decisión de asesinar a bin Laden fue la más clara
demostración hasta la fecha de un aspecto poco reseñado de la política
contraterrorista de la administración Obama. La administración Bush
capturaba a miles de sospechosos combatientes y les enviaba a campos de
detención en Afganistán, Iraq y la Bahía de Guantánamo.
En cambio, la
administración Obama se ha centrado en eliminar a terroristas
individuales en vez que tratar de cogerlos vivos”. Esta es una de las
diferencias importantes entre Bush y Obama.
Los autores citan al antiguo
canciller de Alemania Occidental Helmut Schmidt, quien “dijo a la
televisión alemana que el asalto estadounidense supuso ‘de forma
absolutamente clara una violación del derecho internacional’ y que
debería haberse detenido y procesado a bin Laden”, a diferencia del
Fiscal General de EEUU Eric Holder, quien “defendió la decisión de matar
a bin Laden aunque no supusiera una amenaza inmediata para los SEAL de
la Marina, diciendo en un panel en el Congreso… que el asalto había sido
‘legal, legítimo y adecuado en todos los aspectos’”.
Los aliados
criticaron asimismo el hecho de que se deshicieran el cuerpo sin
realizar autopsia.
El muy apreciado jurista inglés Geoffrey Robertson,
que apoyó la intervención y se opuso en gran medida a la ejecución a
partir de motivos pragmáticos, describió sin embargo la afirmación de
Obama de que “se había hecho justicia” como un “absurdo” que debería
haber resultado obvio para un antiguo profesor de derecho
constitucional.
La ley pakistaní “exige una investigación colonial en
caso de muerte violenta, y las leyes internacionales de los derechos
humanos insisten en que ‘el derecho a la vida’ exige una investigación
cuando a partir de una acción policial o gubernamental se produce una
muerte violenta. EEUU tiene por tanto el deber de realizar una
investigación que satisfaga al mundo acerca de las verdaderas
circunstancias de ese asesinato”.
Robertson nos recuerda útilmente
que “no siempre fue así. Cuando llegó el momento de decidir el destino
de hombres mucho más implicados que Osama bin Laden en actos perversos
–los líderes nazis-, el gobierno británico quiso colgarles en las seis
horas siguientes a su captura.
El presidente Truman puso reparos,
citando la conclusión del juez Robert Jackson de que ‘la conciencia
estadounidense no debería asumir fácilmente, ni nuestros niños deberían
recordar con orgullo, una ejecución sumaria… la única vía es determinar
la inocencia o culpabilidad de los acusados tras una vista que fuera tan
desapasionada como lo permitieran los tiempos y a partir de unos
antecedentes que dejen claros nuestras razones y motivos’”.
Eric
Margolis comenta que el hecho de que “Washington no haya hecho nunca
pública la prueba de su afirmación de que Osama bin Laden estaba tras
los ataques del 11-S”, posiblemente sea una de las razones por la que
las “encuestas muestran que casi una tercera parte de los encuestados
estadounidenses creen que el gobierno de EEUU y/o Israel estaban tras el
11-S”, mientras que en el mundo musulmán el escepticismo es mucho
mayor.
“Un juicio abierto en EEUU o en La Haya habría expuesto esas
afirmaciones a la luz del día”, continúa, una razón práctica por la que
Washington debería haberse sometido a la ley.
En sociedades que
profesan algún respeto por la ley, se detiene a los sospechosos y se les
somete a un juicio justo. Hago hincapié en la palabra “sospechosos”.
En
junio de 2002, el jefe del FBI Robert Mueller, en lo que el Washington Post
describía como “sus más detallados comentarios públicos acerca de los
orígenes de los ataques”, pudo tan solo decir que “los investigadores
tienen la idea de que los ataques del 11-S contra el World Trade Center y
el Pentágono procedían de los dirigentes de Al Qaida en Afganistán, que
la conspiración última se preparó en Alemania y que la financiación se
produjo a través de los Emiratos Árabes Unidos desde fuentes en
Afganistán”.
Lo que el FBI creía y pensaba en junio de 2002 no era
lo que sabía ocho meses antes, cuando Washington descartó las ofertas
tentativas de los talibanes (si éstas eran serias es algo que ignoramos)
de permitir que se juzgara a bin Laden si se les presentaban pruebas de
su culpabilidad.
Por tanto, no es verdad, como el presidente Obama
afirmó en su declaración en la Casa Blanca tras la muerte de bin Laden,
que “nosotros supimos rápidamente que era Al Qaida quien había
perpetrado los ataques del 11-S”.
No ha habido nunca razón alguna
para dudar de lo que el FBI creía a mediados de 2002, pero eso nos aleja
de la prueba de culpabilidad exigida en las sociedades civilizadas y,
cualquiera que sea esa prueba, no justifica el asesinato de un
sospechoso que al parecer podría haber sido fácilmente detenido y
llevado a juicio.
Y las pruebas aportadas desde entonces confirman en
gran media esa apreciación.
Así, la Comisión del 11-S proporcionó
amplias pruebas circunstanciales del papel de bin Laden en el 11-S
basadas fundamentalmente en lo dicho por los prisioneros de Guantánamo
en sus confesiones.
Dudo mucho que gran parte de todo eso hubiera podido
sostenerse ante un tribunal independiente, si consideramos los métodos
seguidos para conseguir las confesiones.
Pero en cualquier
acontecimiento, las conclusiones de una investigación autorizada por el
Congreso, aunque convenzan a quienes las consigue, no satisfacen el
nivel necesario de una sentencia emitida por un tribunal creíble, que es
lo que transforma la categoría del acusado de sospechoso en culpable.
Se
cuentan muchas cosas de la “confesión” de bin Laden, pero eso fue un
alarde y no una confesión, con tanta credibilidad como si yo “confieso”
que gané el maratón de Boston.
La jactancia nos dice mucho acerca de su
carácter pero nada sobre su responsabilidad en lo que él consideraba
como el gran logro del que quería atribuirse el mérito.
Una vez
más, todo esto es, claramente, muy independiente de los juicios que uno
pueda hacer acerca de su responsabilidad, que de inmediato se estimó
clara, incluso antes de la investigación del FBI y así sigue siendo aún.
Crímenes de agresión
Merece
la pena añadir que gran parte del mundo musulmán reconoció la
responsabilidad de bin Laden y le condenó.
Un ejemplo significativo es
el del distinguido clérigo libanés Sheij Fadlallah, muy respetado en
general por Hizbollah y los grupos chiíes, incluso fuera del Líbano.
Tenía alguna experiencia de asesinatos.
A él mismo le habían intentado
asesinar: mediante un camión-bomba en el exterior de una mezquita, en
una operación organizada por la CIA en 1985.
Logró escapar pero mataron a
otras 80 personas, en su mayoría mujeres y niñas que salían de la
mezquita, uno de esos innumerables crímenes que no entran en los anales
del terror debido a la falacia del “error de la agencia”.
El Sheij
Fadlallah condenó con dureza los ataques del 11-S.
Uno de los
principales especialistas en el movimiento yihadista, Fawaz Gerges,
sugiere que el movimiento podría haberse escindido en aquel momento si
EEUU hubiera explotado la oportunidad en vez de fomentarlo,
especialmente por el ataque contra Iraq, una gran bendición para bin
Laden, que produjo un agudo incremento del terrorismo, como ya habían
anticipado las agencias de inteligencia.
Por ejemplo, en las audiencias
Chilcot para investigar los antecedentes de la invasión de Iraq, el ex
jefe de la agencia de la inteligencia británica interna, el MI5,
testificó que tanto la inteligencia británica como la estadounidense
eran conscientes de que Sadam no constituía ninguna amenaza seria, que
era probable que la invasión incrementara el terrorismo y que las
invasiones de Iraq y Afganistán habían radicalizado a determinadas
partes de una generación de musulmanes que consideraban las acciones
militares como un “ataque contra el Islam”. Como ocurre muy a menudo, la
seguridad no era una prioridad importante para la acción estatal.
Podría
resultar instructivo preguntarnos a nosotros mismos cómo
reaccionaríamos si una serie de comandos iraquíes hubieran aterrizado en
el recinto donde pudiera encontrarse George W. Bush, le hubieran
asesinado y hubieran arrojado su cuerpo al Atlántico (tras los adecuados
ritos funerarios, desde luego). Indiscutiblemente, no era un
“sospechoso”, pero “el que decide”, el que dio las órdenes de invadir
Iraq, es decir, de cometer el “crimen internacional supremo que difiere
solo de otros crímenes de guerra en que en sí mismo contiene el
acumulado mal del todo” por el que los criminales nazis fueron colgados:
los cientos de miles de muertos, los millones de refugiados, la
destrucción de la mayor parte del país y de su patrimonio nacional y el
homicida conflicto sectario que se ha extendido ahora al resto de la
región.
Igualmente, de forma indiscutible, estos crímenes excedían
cualquier cosa que pudiera atribuírsele a bin Laden.
Decir que
todo esto es indiscutible, que lo es, no implica que no se deniegue.
La
existencia de quienes creen que la tierra es plana no cambia el hecho de
que, indiscutiblemente, la tierra no es plana. Igualmente, es
indiscutible que Stalin y Hitler fueron responsables de crímenes
horrendos, aunque sus leales lo nieguen.
De nuevo, todo eso debería ser
demasiado obvio como para tener que comentarlo, y lo es, excepto en una
atmósfera de histeria tan extrema que bloquea todo pensamiento racional.
De
forma parecida, es indiscutible que Bush y asociados cometieron el
“crimen internacional supremo”: el crimen de agresión.
El juez Robert
Jackson, jefe de la acusación de EEUU en Nuremberg, definió bastante
claramente ese crimen.
Un “agresor”, expuso Jackson en su declaración de
apertura, es un estado que es el primero en cometer acciones tales como
“invadir con sus fuerzas armadas, con o sin declaración de guerra, el
territorio de otro Estado…
” Nadie, ni siquiera los más radicales
defensores de la agresión, niega que eso fue lo que Bush y asociados
hicieron.
Haríamos bien asimismo en recordar las elocuentes
palabras de Jackson en Nuremberg sobre el principio de universalidad:
“Si ciertos actos que violan tratados son crímenes, tienen tal carácter
de crímenes, ya sea Estados Unidos o Alemania quienes los perpetren, y
no estamos dispuestos a establecer una norma de conducta criminal contra
otros que no estemos dispuestos a invocar contra nosotros mismos”.
Queda
claro también que las anunciadas intenciones resultan irrelevantes,
aunque se crea realmente en ellas.
Archivos internos revelan que los
fascistas japoneses pensaban al parecer que arrasando China estaban
trabajando para convertirla en un “paraíso terrestre”.
Y aunque pueda
ser difícil de imaginar, puede concebirse que Bush y compañía creían que
estaban protegiendo al mundo de su destrucción por las armas nucleares
de Sadam.
Todo irrelevante, aunque los ardientes seguidores en todas
partes puedan tratar de convencerse ellos mismos de otra cosa.
Nos
quedan dos opciones: o Bush y asociados son culpables del “crimen
internacional supremo”, incluyendo todos los males que siguieron, o
declaramos que los procedimientos de Nuremberg fueron una farsa y los
aliados fueron culpables de asesinato judicial.
La mentalidad imperial y el 11-S
Pocos
días antes del asesinato de bin Laden, Orlando Bosch murió
tranquilamente en Florida, donde residía junto a su cómplice Luis Posada
Carriles y muchos otros socios del terrorismo internacional.
Después de
que el FBI le acusara de decenas de crímenes terroristas, Bush le
garantizó a Bosch el perdón presidencial ignorando las objeciones del
Departamento de Justicia, que encontraba “inevitable que esa conclusión
resultara perjudicial para los intereses públicos de EEUU al
proporcionar un puerto seguro a Bosch”.
La coincidencia entre esas
muertes trae de inmediato a la mente la doctrina de Busch II:
“convertida ya en…
una norma de facto de las relaciones
internacionales”, que, según el renombrado especialista en relaciones
internacionales de Harvard Graham Allison, “revoca la soberanía de los
estados que proporcionan santuario a terroristas”.
Allison se
refiere al pronunciamiento que Bush II dirigió a los talibanes:
“Aquellos que alberguen terroristas son tan culpables como los mismos
terroristas”.
Por tanto, esos estados han perdido su soberanía y se
convierten en objetivos de atentados terroristas, por ejemplo, el estado
que ha albergado a Bosch y a su cómplice.
Cuando Bush emitió esta nueva
“norma de facto de las relaciones internacionales”, nadie
pareció darse cuenta de que estaba haciendo un llamamiento a la invasión
y destrucción de EEUU y al asesinato de sus criminales presidentes.
Nada
de esto es problemático, por supuesto, si rechazamos el principio del
juez Jackson de la universalidad y adoptamos en su lugar el principio de
que EEUU se ha auto-inmunizado frente al derecho y a los convenios
internacionales, como su gobierno ha dejado muy claro con frecuencia.
También
merece la pena reflexionar acerca del nombre aplicado a la operación
bin Laden:
Operación Jerónimo.
La mentalidad imperial es tan profunda
que muy pocos parecen ser capaces de percibir que la Casa Blanca está
glorificando a bin Laden al llamarle “Jerónimo”, el jefe indio apache
que dirigió la valiente resistencia contra los invasores de los
territorios apaches.
La elección casual del nombre es una
reminiscencia de la facilidad con la que apodamos nuestras homicidas
armas con los nombres de las víctimas de nuestros crímenes: Apache,
Blackhawk…
Es posible que reaccionáramos de forma diferente si la Luftwaffe hubiera llamado a sus aviones de combate “Judío” y “Gitano”.
Los
ejemplos mencionados caerían bajo la categoría de la “excepcionalidad
estadounidense” si no fuera por el hecho de que la fácil supresión de
los crímenes de uno está prácticamente siempre presente entre los
estados poderosos, al menos entre aquellos que no han sido derrotados y
obligados a reconocer la realidad.
Quizá la administración
percibía el asesinato como un “acto de venganza”, como concluye
Robertson.
Y quizá el rechazo de la opción legal de un juicio refleja
una diferencia entre la cultura moral de 1945 y la de hoy, como él
sugiere. Cualquiera que fuera el motivo, apenas tiene que ver con la
seguridad.
Como en el caso del “crimen internacional supremo” perpetrado
en Iraq, el asesinato de bin Laden es otra ilustración del importante
hecho de que muy a menudo la seguridad no es una prioridad importante en
las acciones estatales, muy al contrario de la doctrina exhibida.
Noam
Chomsky es profesor emérito de Lingüística y Filosofía del Instituto
Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts. Su libro más
reciente es “9-11: Was There an Alternative?” (Seven Stories Press), resumido en el presente artículo.