
En este país y en cualquier otro.
No sé si será por
eso de que sólo los locos y los niños dicen las verdades.
En todo caso es increíble y espantoso, en tiempos en que hasta hace una
década todo parecía ir encajando en la lógica racionalista de la paz
duradera, del pelillos a la mar, de la máxima exaltación de la libertad y
del respeto al ciudadano y a los pueblos, sigan existiendo bolsas de
contumaces en la política, en la judicatura, en los ejércitos y en las
policías, que no están dispuestos a que pueblos o territorios enteros
autosuficientes y con voluntad política de autodeterminación (como un
hijo mayor de edad que quiere irse de casa) se gobiernen a sí mismos.
Desde los palestinos pasando por los kurdos hasta los vascos, el
derramamiento de sangre a cuenta de la causa independentista y la
contracausa integrista, y los episodios eternos que nunca cesan por
culpa de ello, son tan irracionales como irracionales quienes abanderan
el impedimento hasta el punto de traernos a escena la depredación de
la jungla.
Son los intereses económicos y la ancestral manía de poner la bota lo
que subyace a la negativa.
Ello no hace más que subrayar la insensatez,
la mezquindad, la miopía y la crueldad de los gobiernos que se oponen a
las independencias, y la nula imparcialidad de los jueces que, como en
Euskadi, acaban de condenar a Otegi a diez años de cárcel por imaginar
que dirige a un Movimiento Vasco de Liberación, como lo llamó el
“respetuosísimo” Aznar allá por el año 98, por otro lado inoperante
desde hace tiempo.
Es despreciable la acción de la Audiencia Nacional en este caso, porque
aquí no hay ni pizca de justicia.
Lo que hay aquí es un ostensible
deseo de venganza y de escarmiento a falta de mejores culpables
convictos y confesos; culpables que a buen seguro están entremezclados
con la flor y nata de la sociedad española. Y esta ausencia de justicia
apunta a que los hechos que se le imputan sólo responden a pruebas
contrahechas y testimonios comprados.