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Dios, los ricos, los pobres y los valores inventados

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Una de las defensas más comunes de las religiones es proclamar que la fe es necesaria para mantener los valores morales

Los fundamentalistas religiosos añaden que, como corolario, quien no tiene fe no puede tener valores; los moderados suelen escapar a esta conclusión no muy políticamente correcta diciendo que un no creyente puede tener valores porque el ansia de bien, que proviene de Dios, se manifiesta incluso aunque uno no crea en Dios.

En realidad la discusión es inútil porque todos los que tratamos con un círculo social más o menos variado sabemos que la fe religiosa no es necesaria ni suficiente para determinar ningún valor moral.

De allí es fácil derivar la conclusión de que la fe es inútil por innecesaria.

Ahora bien, los creyentes no pueden evitar darse cuenta de esto; y es por eso que los apologistas religiosos tienen que buscar excusas para defender la necesidad de la fe. 

Esto viene a cuento de la editorial de Guillermo Marcó, sacerdote y director de Valores Religiosos, sobre la decisión de Bill Gates y otros personajes ultra-ricos de donar la mitad de su fortuna a obras de caridad, titulada “La generosidad no se mide en plata”. Marcó no tiene, digámoslo suavemente, una pluma inspirada o madura:
Días pasados, un grupo de multimillonarios anunció su decisión de donar para obras de caridad la mitad de su fortuna. Pero lo importante para Dios no es la cantidad de dinero que se dona, sino las ganas de compartir.
¡Cuánta ternura! Para ilustrar lo que quiere decir, Marcó cita (¡mal!) la historia de la viuda que dejó todas sus pocas moneditas como ofrenda en el templo (Mc 12, 41-44), lo cual Jesús reconoce como verdadera generosidad, al contrario de las ofrendas de los demás, que ponían más dinero pero sólo porque les sobraba.

Hay de todo en la pieza de Marcó, por debajo del tonito de homilía para feligreses aburridos. Superficialmente está la cuestión de lo mundano contra lo espiritual, que arranca la virtud de la generosidad de las sucias garras de secularizados y descreídos para depositarla a los pies de los creyentes. 

Por debajo está el voluntarismo, ese querer convencer a los creyentes de que “la intención es lo que cuenta” y de que de alguna manera es mejor dar nuestra última moneda de diez centavos que donar la mitad de nuestro millón de dólares. 

Para lograrlo hay que convencer al creyente de que realmente es más importante el valor moral que la utilidad real del donativo, lo que de paso logra hacer sentir bien al creyente por no hacer nada útil. 

Como Dios no suele manifestarse personalmente, lo que es virtuoso ante Dios es dictaminado por la misma persona según cómo se sienta después de su acto supuestamente moral y espiritual. 

El reaseguro del sacerdote o del apologeta cierra el círculo: no se ha hecho nada, pero todos estamos felices.

El otro tema que recorre el texto es que es preferible quedar bien con Dios que con la gente, lo cual es obvio si observamos a la gente y la comparamos con el estándar perfecto de Dios. 
 
Esta desvalorización de la humanidad es moneda corriente en todas las religiones, y se extiende, como hemos visto, a otros campos: no sólo es inferior el desprendimiento material a la “verdadera” generosidad ejemplificada por la viuda pobre del evangelio, sino que es inferior la ciencia y lo empírico ante las revelaciones de la fe; las leyes humanas no valen sino en tanto conforman con la “ley natural” impresa por Dios en Su creación; los gobiernos humanos sólo tienen sustento si los gobernantes siguen las leyes divinas; las artes sólo son buenas y autorizadas y verdaderas si expresan lo ortodoxamente espiritual del hombre, no cuando cuestionan o subvierten esa ortodoxia… y así. La viuda pobre, la pobre viuda, es un peón en el juego de Dios; Jesús la pone como ejemplo, pero no se preocupa por el hecho de que no tendrá con qué comprar comida esa noche (pensemos en las aves del cielo y los lirios del campo). 
 
La viuda no vale nada, excepto como personaje de la historia donde todo tiende a la gloria de Dios y a la justificación de la miseria humana.
 
Si Dios deja que los ricos tranquilicen su conciencia por unas monedas mientras una pobre vieja se queda sin medios de sustento para alimentar a los sacerdotes del Templo, y eso está perfectamente bien, ¿qué nos dice Jesús sobre la forma en que Dios quiere que funcione la sociedad?

Hay un pasaje especialmente repugnante en el alegato de Marcó.

Seguramente no puedas donar esa cifra apabullante, porque sencillamente jamás la tendrás. Pero debes saber que uno puede compartir muchas cosas en la vida.
 Como comparte aquel rico que genera trabajo para los demás y paga salarios dignos, permitiendo a los pobres ganarse el pan con el sudor de su frente.
En un país y un continente donde la inequidad en la distribución del ingreso casi no ha dejado de aumentar desde hace décadas y se encuentra ahora en extremos obscenos, la idea de que los ricos “hacen su parte” y son realmente generosos por pagar salarios por encima del mínimo a los trabajadores es llanamente insultante. 

Casi tanto lo es la forma de expresarlo: “permitiendo a los pobres ganarse el pan”, en la que se trasluce muy claramente que “los pobres” son un sector especial de la población, que no van a dejar de existir y por los cuales no vale la pena que los ricos vendan todas sus posesiones

Lo de “permitir” insinúa que el trabajo es una graciosa concesión de los ricos a los pobres, o como mucho, algo que Dios concede a los ricos para dar a los pobres y así ganarse el cielo. Lo del sudor de la frente, finalmente, es bíblico: el castigo de Dios al hombre (no a la mujer) es el trabajo físico, duro, el de los pobres.

Es decir, Dios concede a los ricos la oportunidad de ser virtuosos sin necesidad de vender todas sus posesiones y darlas a los pobres (como Jesús recomendaba) sino simplemente pagando un sueldo (ínfimo, generalmente, en relación a sus fortunas) a los pobres, cuyo trabajo es un castigo impuesto por Dios, y de quienes se espera más que los ricos, no el gasto simbólico de pagar sueldos (que volverán con creces en forma de ganancias, se entiende) sino el de donar lo que no tienen sin esperar recompensa, como la viuda en el Templo.

Nótese que sólo estoy poniendo juntos algunos pasajes de las Sagradas Escrituras que no dejan bien parado a Dios. Lejos de mí contradecir a los teólogos, que seguramente tendrán complicadísimas explicaciones de por qué la Biblia no quiere decir lo que claramente dice.

Dejé el final para el final porque es un ejemplo no sólo de la retorcida moral religiosa sino de ese pseudo-respeto hipócrita (y típicamente argentino) por la amabilidad y la generosidad de los pobres.
Hace pocos días volví con un grupo de jóvenes de misionar en el monte chaqueño.

Recuerdo que antes de regresar, visitamos la casa de Elena, una lugareña con marido y seis hijos que viven en un ranchito y que se las rebuscan con changas.

Una casa donde la comida, está claro, no sobra.

Lo que sí sobra allí es alegría, educación y respeto.

Sus hijos son cariñosos y saben, porque lo aprendieron de su mamá, que no deben vivir quejándose, sino estar agradecidos de lo que hay. Cuando llegamos, Elena estaba horneando pan que después nos enteramos que no era sólo para su familia porque a la tarde nos trajo dos, enormes y crujientes.

Ella nos enseña ese secreto que descubrió la viuda del Evangelio: La alegría de compartir. Mientras el avaro se alegra a medida que aumentan sus bienes, el que sabe ser desprendido encuentra su riqueza en dar a los demás.

http://alertareligion.blogspot.com/2010/09/dios-los-ricos-los-pobres-y-los-valores.html

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