En el derrocamiento de Kadafi la OTAN ha aplicado un proyecto piloto que
le permitiría intervenir donde quiera que le convenga con el pretexto
de proteger a los civiles.
El “derecho a proteger”, ya invocado en los
criminales bombardeos de Servia, se presenta como una gran conquista de
los derechos humanos posmodernos.
Propiciaría a la coalición
imperialista derribar líderes con algún grado de insumisión –desde
relativamente rebeldes, ergo Kadafi, a revolucionarios antimperialistas
como Hugo Chávez-, preferentemente asentados sobre pletóricos recursos
estratégicos.
En Libia, en otra violación flagrante del derecho
internacional, la alianza atlántica tomó partido del lado opositor en
una guerra civil dentro de un Estado soberano en la que, por si fuera
poco, su líder –guste o no- contaba con apoyo popular y de gran parte
del ejército.
El proyecto consiste en alegar que un grupo
en el país en cuestión está siendo atacado por un dictador y,
recurriendo a burdas manipulaciones, sobredimensionarlo en los “medios”.
Estos se encargan de crear una imagen idílica del primero(suplantado
rápidamente, si es necesario, como hicieron con el movimiento juvenil de
Bengazi, por el mercenario Consejo Nacional Transitorio) y de demonizar
al villano de turno, aunque haya sido “amigo” hasta el día antes(caso
de Kadafy).
Con la presión mediática y diplomática –en Libia fue
decisiva la complicidad de la Liga Árabe y la abstención de China y
Rusia- se logra una ambigua resolución del Consejo de Seguridad para
proteger a los civiles.
La OTAN la trasmuta en un plan de cambio de
régimen, que combina una feroz campaña de bombardeo aéreo con acciones
de infantería “rebelde”, a la que entrena y arma, y la participación en
los combates decisivos de un andamiaje de inteligencia satelital de
Estados Unidos, apoyado por expertos y fuertes grupos de tropas
especiales “aliadas” sobre el terreno.
Así cayeron sobre Trípoli.
En el plan otaniano los medios de difusión dominantes han
cumplido una función militar de primer orden, tal vez como nunca antes
en una guerra de rapiña imperialista.
No es casual, que como se hizo en
su momento con la televisión de Serbia, otra vez fueran destruidas como
objetivos militares las instalaciones de la televisión pública libia.
Claro, con las correspondientes bajas “colaterales” entre su personal.
Se trata, además, de otro jalón de la contrarrevolución
montada por Estados Unidos y el Consejo de Cooperación del Golfo(CCG) –
grupo ultrareaccionario de satrapías fundamentalistas bajo el comando de
Arabia Saudita- contra la rebelión de los pueblos árabes, que, con
distintas variantes y resultados, se ha aplicado también en Túnez,
Egipto, Bahrein, Yemen y Siria.
Ha sido el megamillonario y ambicioso
emirato de Quatar quien dentro del CCG ha dedicado sus mejores afanes a
empujar la intervención “humanitaria” en Libia.
Cuánta semejanza con el
ataque burgués-aristocrático contra la Revolución de 1848.
Con una gran
diferencia.
Esta se desarrolló cuando el capitalismo entraba en una de
sus mayores etapas de auge y necesitaba impulsar la producción aunque
tuviera que hacer algunas concesiones a los trabajadores.
La sublevación
árabe, en cambio –como otros episodios de la rebelión juvenil
internacional en curso-, estalla cuando el capitalismo sufre la peor
crisis de su historia y su elite dirigente no muestra ningún interés en
la mínima redistribución de riqueza.
En Libia,
como ya ha ocurrido en Afganistán e Irak la OTAN no va a llevar ninguna
democracia –ni siquiera la meramente representativa ya cuestionada por
los pueblos en rebelión- ni va a haber un minuto de paz en muy largo
tiempo.
Los imperialistas agresores de Libia odian la democracia real,
verdadera, como gobierno del pueblo. Cegados por su arrogancia colonial
no pueden tratar más que como subordinados y atrasados a los pueblos “de
color”.
La democracia que quieren para nuestros pueblos es su sumisión
al ganador en la enconada disputa por el control territorial de los
energéticos, el agua, el oro, otros minerales estratégicos y los
alimentos.