En 150 días de bombardeos, la OTAN ha arrasado gran parte de la
infraestructura libia sin obtener por ello el menor resultado
definitorio en el plano militar.
Este fracaso es el resultado de su
falta de reflexión estratégica previa.
La OTAN creyó poder aplicar en
Libia los protocolos preconcebidos para otros escenarios y se encuentra
ahora sin respuestas ante un caso particular.
La mayor alianza militar
de la historia mundial, la misma que había sido concebida para enfrentar
a la URSS y que soñó después con convertirse en el gendarme mundial, no
logra llenar el nuevo papel que pretende asumir.
La
diferencia entre una victoria y una derrota militar se define según los
objetivos previamente definidos por el propio beligerante.
En el caso
de la intervención militar de la OTAN en Libia, existía un mandato de la
ONU –garantizar la protección de la población civil– así como un
objetivo, también oficial aunque ajeno al mencionado mandato: cambiar el
régimen político del país.
Al cabo de casi 150 días de guerra, la OTAN no ha logrado
desequilibrar las instituciones libias.
Si se tiene en cuenta la enorme
diferencia que existe entre las fuerzas de ambos bandos, no queda otro
remedio que admitir el fracaso militar y plantear ciertas interrogantes
sobre la estrategia aplicada.
La OTAN partió de un análisis erróneo según el cual las tribus del
este y del sur de Libia, hostiles a Muammar el-Kadhafi, no tendrían
mayores dificultades para tomar Trípoli si disponían de apoyo aéreo.
Sin
embargo, esas mismas tribus interpretaron los bombardeos como una
agresión extranjera y se pusieron del lado del «Hermano Guía » para
rechazar «la invasión de los cruzados».
A partir de entonces, la OTAN sólo ha podido contar con dos fuerzas
terrestres: los 3 000 soldados que seguían al general desertor Abdel
Fatah Yunes y los cientos, quizás miles, de combatientes árabes
provenientes de las redes del príncipe saudita Bandar Ben Sultan,
también conocidos como la «nebulosa Al-Qaeda».
A raíz del asesinato del general Yunes, ultimado en condiciones
particularmente atroces por los yihadistas de Al-Qaeda, se ha producido
un derrumbe de las fuerzas rebeldes ya que los soldados de Yunes
decidieron unirse al coronel Kadhafi para combatir contra Al-Qaeda y
vengar la muerte del general.
El mando operativo recayó en Khalifa
Haftar, o sea bajo las órdenes de las fuerzas especiales de la CIA. Ante
la urgencia, la agencia no ha vacilado en recurrir al reclutamiento de
cualquier tipo de personas, incluyendo el uso de niños-soldados.
Este ejército improvisado, cuyos efectivos fluctúan constantemente,
anuncia una victoria cada dos días, cuando en realidad no hace más que
acumular derrotas.
En cada batalla se reproduce el mismo guión: Los
bombardeos de la OTAN obligan a la población a abandonar sus casas.
Las
fuerzas rebeldes se lanzan entonces sobre la localidad en cuestión y
anuncian que han ganado terreno.
Pero es en entonces que comienza la
batalla. El ejército libio entra en la ciudad, acaba con los rebeldes y
la población regresa a la localidad parcialmente destruida.
La OTAN pudiera dar a la resolución 1973 una interpretación aún más
amplia y considerar, aunque ese texto prohíbe explícitamente el
despliegue de fuerzas terrestres, que es legítimo proceder a dicho
despliegue si su objetivo es «proteger a los civiles».
Pero tendría que
enfrentarse entonces a un pueblo armado hasta los dientes y dispuesto a
luchar.
Y es que la Jamahiria ha entregado un fusil automático
Kalashnikov a cada adulto y ha establecido un sistema popular de
distribución de municiones.
Si bien la población libia carece
seguramente del mismo nivel de entrenamiento que los soldados de la
OTAN, el hecho es que cuenta con una evidente superioridad numérica y
está además dispuesta a soportar grandes pérdidas, mientras que los
soldados de la OTAN no están dispuestos a dar la vida por la toma de
Trípoli.
Desde el comienzo mismo del conflicto, los estrategas del Pentágono
estimaron que nada de lo anterior era relevante en la medida en que son
ellos quienes disponen de lo que creían el elemento más importante: la
supremacía aérea.
Esa doctrina, indiscutida en Estados Unidos, ha ido extendiéndose por
las academias militares de los Estados miembros de la OTAN, donde era
anteriormente objeto de severas críticas.
Tiene su origen en las
enseñanzas que el general Giulio Douhet sacó de la guerra italo-otomana,
o sea la guerra de Libia de 1911.
En aquel entonces, los italianos
realizaron el primer bombardeo aéreo de la historia, en Trípoli.
Aterrado ante la nueva arma, el Imperio Otomano cedió sin combatir.
Las
tropas italianas entraron en Trípoli sin disparar un solo tiro y Douhet
llegó a la conclusión de que era posible ganar una guerra sólo con la
aviación.
Conclusión falsa ya que confunde el hecho de haberle quitado a
los otomanos la posesión de Libia con la posibilidad de controlar el
país.
Los verdaderos combates vinieron después, cuando se produjo la
insurrección popular libia.
Algunos no están lejos de creer en la existencia de una maldición
libia.
En todo caso, es precisamente en tierra libia que se está
reproduciendo el mismo error conceptual exactamente un siglo más tarde.
El predominio aéreo ha permitido arrancarle a la Jamahiria la
representación legal del país y ponerla en manos del Consejo Nacional de
Transición, lo cual carece de importancia en el terreno.
Para lograr
controlar el país, la OTAN tendría que recurrir a sus propias fuerzas
terrestres y, al igual que hicieron los italianos en los años 1912-1914,
tendría que exterminar a más de la mitad de la población de Trípoli, lo
cual está bastante lejos de coincidir con el contenido de la resolución
1973 del Consejo de Seguridad de la ONU.
La OTAN había planeado hasta ahora su campaña de bombardeos en
función de la doctrina de Douhet y de las mejoras que se habían
incorporado a esta, como la teoría de los 5 círculos de John A. Warden
III, que ya se había aplicado en Irak.
Dicha teoría estipula que el
objetivo de la selección de los blancos no debe ser la destrucción de
las fuerzas armadas enemigas sino paralizar sus centros de mando, sobre
todo mediante la eliminación de los medios de transmisión y de
circulación.
La OTAN descubre entonces que la Jamahiria libia no es un lema
propagandístico sino una realidad.
Los Congresos populares gobiernan el
país y Muammar el-Kadhafi redujo la mayoría de las administraciones a su
más simple expresión.
No hay aquí grandes y poderosos ministerios, sólo
pequeñas oficinas.
Los ministros no son personalidades de primer plano
sino más bien jefes de equipos.
El poder está en manos de los consejeros
que rodean a los ministros y que son seleccionados únicamente según sus
capacidades.
El poder se encuentra así diluido y parece imposible saber
quién lo ejerce.
Lo que fue un verdadero rompecabezas para los hombres
de negocios que venían a Libia y que trataban de hallar a los
interlocutores adecuados se convierte ahora en un enigma para los
estrategas de la OTAN:
¿A quién hay que matar? En 5 meses de bombardeos
no han podido hallar la respuesta.
La única cabeza que sobresale es la de Muammar el-Kadhafi.
La alianza
atlántica está obsesionada con él.
¿No es el padre de la Nación?
Eliminarlo sería destruir el principio de autoridad en la sociedad
libia. Esta se vería instantáneamente «iraquizada» y caería en el caos.
Sin embargo, contrariamente al precedente iraquí, la estructuración
tribal y la organización horizontal del poder se mantendrían.
Viéndose
incluso desgarrada por los conflictos internos, la población libia
seguiría siendo una entidad orgánica ante la invasión extranjera.
No se
resolvería ningún problema militar y, para colmo, la nueva situación
acabaría con toda forma de delimitación del teatro de operaciones.
La
guerra se extendería inevitablemente tanto por el norte de África como
en el sur de Europa. Matar a Kadhafi sería, en definitiva, la peor de
las opciones.
Al no contar con una estrategia conveniente ante esta situación, la
alianza atlántica recurre a los viejos reflejos de la cultura militar
estadounidense, aplicados en las guerras de Corea y de Vietnam: hacer la
vida imposible para la población para que esta abandone a su «Guía» y
lo derroque.
Para ello, la OTAN reforzó el bloqueo naval desde el
comienzo del Ramadán para así cortar el suministro de gasolina y de
alimentos, está bombardeando las centrales eléctricas y las
instalaciones de distribución de agua, está destruyendo las cooperativas
agrícolas, los pequeños puertos pesqueros y los mercados populares.
En otras palabras, la OTAN está haciendo exactamente lo contrario al
mandato que le otorgaron el Consejo de Seguridad de la ONU y los
diferentes parlamentos de los Estados miembros: en vez de proteger a la
población ante la amenaza de un tirano, la OTAN está aterrorizando a los
civiles para que se rebelen contra el líder que respaldan.
Esa estrategia podría durar hasta el fin del Ramadán. La OTAN tendrá
entonces otras 3 semanas para tratar de lograr una victoria
significativa antes de que suene la campana: el 19 de septiembre, día en
que la Asamblea General de la ONU debe reunirse en Nueva York.
La
Asamblea General pudiera entonces pedir explicaciones sobre la operación
en marcha y, ante la demostrada incapacidad del Consejo de Seguridad
para restablecer la paz, pudiera decidir imponer sus propias
recomendaciones.
En previsión de la reanudación de los combates terrestres que puede
producirse a principios de septiembre, la OTAN está armando a los
sublevados de Misurata y está tratando de limpiarles la carretera que
tendrán que utilizar para tomar Zlitan.
Al negarse Francia a entregarles
armas una vez más, Qatar ha enviado un avión para realizar las
entregas, a pesar del embargo decretado por la ONU.
Durante la noche del
8 al 9 de agosto de 2011, la OTAN limpió la colina de Majer, elevación
que pudiera servir de posición avanzada para la defensa de Zlitan.
La
OTAN bombardeó granjas y tiendas de campaña que albergaban a unas 20
familias de personas desplazadas por la guerra, dejando un saldo de 85
muertos entre los que se cuentan 33 niños.