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¡Feliz aniversario, Madam Albright!




“[...] La guerra en nuestro tiempo es siempre indiscriminada, una guerra contra inocentes, una guerra contra los niños” . Howard Zinn (1922-2010) 
 
Programa "60 Minutes", 12 de mayo de 1996.


Quien me alertó fue Kathy Kelly [1] —incansable, amorosa, comprometida con el pueblo de Iraq, en constante riesgo de sufrir la ira draconiana, las penas de cárcel y las multas imposibles del gobierno estadounidense debido a su compasión.

Sonó el teléfono; era el 12 de mayo de 1996 y Kathy llamaba, aturdida, desde Chicago. Madeleine Albright, entonces embajadora de Estados Unidos ante la ONU, acababa de aparecer en “Sixty Minutes” [el programa televisivo 60 minutos].

Lesley Stahl, dijo Kathy, había dicho sobre el embargo impuesto a Iraq por Estados Unidos: “Hemos oído que medio millón de niños y niñas han muerto. Vaya, son más niños que los que murieron en Hiroshima y... bueno, ¿vale la pena este precio?”. Albright había respondido: “Creo que es una elección muy difícil, pero el precio... creemos que el precio vale la pena”. 

Ciertas cosas permanecen grabadas de forma indeleble en la memoria. Recuerdo una sensación de incredulidad; de algún modo, hasta la meticulosa Kathy debía de haberlo malinterpretado. Le pregunté si había alguna manera de que pudiera enviarme una transcripción por fax —esos tiempos eran, para la mayoría, anteriores a los ordenadores personales.

Mágicamente, en una hora lo había conseguido. Leyéndolo, inundaron mi mente las imágenes de los niños y niñas que había visto sin poder hacer nada, con sus vidas malogradas por falta de medicamentos embargados, de tratamientos embargados y, con frecuencia, de capacidades para realizar cirugías vitales, embargadas.

Pensé en el aspecto repentino de la esperanza, en los ojos de un padre y una madre sentados junto a la cama de un niño mientras una entraba en la sala. Una era de fuera de Iraq: quizá podría hacer algún milagro; entonces la mirada moría. Como murieron tantas y tantas almas pequeñas y frágiles a las que se arrebató sus vidas. Ahora sabía que eran un “precio” que “valía la pena”. 

Y con ello, la constatación de que el mal total existe realmente.

Iraq importaba el 70% de prácticamente todo. El Día de Hiroshima de 1990, al aplicarse el embargo, acabó la vida racional. De los libros escolares, a los juguetes para niños, de los lápices de labios a los artículos sanitarios, del lavavajillas al champú, la normalidad murió. 

Pero fue el sector de la salud, antes posiblemente el mejor de Oriente Próximo, gratuito para todos, lo que fue devastado de manera excepcional. Tras el bombardeo de 1991, quedó —literalmente— en ruinas. 

La saña con que el Comité de Sanciones de Naciones Unidas actuó fue una burla a los términos precisos de su Carta fundacional, en general, y a la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de la Infancia, en particular. 

Desde incubadoras a jeringas pediátricas, desde medicamentos contra el cáncer a máquinas y equipamiento de diálisis, desde analgésicos a escalpelos, desde antibióticos a inhaladores para el asma: se prohibió todo.

Seis meses antes de la declaración de Albright, en diciembre de 1995, Sara Zaidi y María Smith Fawzi, del Centro de Derechos Económicos y Sociales y de la Escuela de Salud Pública de Harvard, escribiendo en la revista The Lancet señalaron que en agosto de 1991, justo un año desde que se aplicó el embargo: “la mortalidad de referencia para la población menor de cinco años aumentó desde un 43,2 a 128,5 por 1.000, lo que refleja un aumento de tres veces en la mortalidad infantil”.

En su nueva encuesta (de 1995) bajo los auspicios de la Organización para la Agricultura y la Alimentación de Naciones Unidas [FAO] afirmaban: “La tasa de mortalidad de cinco años ha aumentado en cinco veces”. El retraso del crecimiento y la emaciación [2] se habían convertido en prevalentes en un país donde la comida era antes barata y abundante.

Fui a Iraq por primera vez tras los bombardeos de 1991, menos de un año después, y en un par de horas fui testigo de la realidad que yace tras las estadísticas.

En lo que había sido el buque insignia de los hospitales de enseñanza, vi a una joven enfermera tratando desesperadamente de limpiar la garganta de un bebé recién nacido y perfecto ante sus jóvenes padres de pie con sus rostros congelados por el terror.

Una amiga, una médica de Escocia que estaba conmigo, miró a su alrededor y dijo: “En una situación como esta, casi en cualquier hospital, sabes dónde se encuentran los aparatos imprescindibles; aquí no hay nada”. Vimos con impotencia como el pobrecito se volvía blanco, gris, casi azul, para acabar perdiendo su combate por la vida mientras el sol entraba a raudales a través de las rotas ventanas dañadas por las bombas.

Las fábricas de vidrio habían sido bombardeadas y el propio cristal estaba también prohibido. 

El bebé había muerto por [la falta de] un mero aspirador de plástico que valía poco más de unos céntimos.

En 1993, las madres demasiado desnutridas para amamantar y que no podían pagar la leche en polvo alimentaban a sus bebés con agua y azúcar o té negro azucarado. Prácticamente todos ellos se hincharon por desnutrición crónica y murieron. Los médicos crearon un nuevo diagnóstico. Los llamaban “los bebés de azúcar”.

En cuanto a los niños y las niñas que sobrevivieron, los expertos en menores en zonas de guerra advirtieron que se trataba posiblemente de la población infantil más traumatizada de la tierra. En medio de tal austeridad, y con los permanentes (e ilegales) bombardeos estadounidenses y británicos, no tenían forma de recuperarse de sus experiencias.

Un ejemplo inolvidable fue el de un niño de unos cinco años en una pequeña tienda de ultramarinos, una mañana temprano. Entró con ese aire orgulloso que tienen los niños en todas partes cuando se les encarga una misión importante. Compró un huevo. 

En aquel momento, una bandeja de huevos costaba el salario mensual de un profesor universitario.

Que uno fuera a una comida y encontrase piezas diminutas de huevo en el plato significaba que se le honraba de verdad. 

El niño lo llevó con cuidado a la puerta y se le cayó. Se arrodilló y trató de recogerlo en sus manos mientras las lágrimas corrían por su rostro. 

Metí la mano en mi bolsillo, el encargado de la tienda le dio un golpecito en el hombro y le dio otro. 

Otros dos niños cuyo “precio valía la pena” padecían leucemia mieloide aguda, sangraban internamente y estaban cubiertos de hematomas por la filtración de sus capilares: una dolencia intratable. No hubo alivio para el dolor. El menor, de tres años, yacía rígido, los ojos llenos de lágrimas contenidas.

Se había enseñado a sí mismo a no llorar porque llorar atormentaba su pequeño cuerpo agonizante aún más. 

Me di la vuelta, incapaz de hacerle una foto o de tomar notas; sólo quería consolarle pero tocarle le hubiera supuesto aún más agonía.
Cerca de la puerta me incliné para acariciar la cabeza del hijo mayor, de sólo cinco años. En un gesto que debió de costarle lo inimaginable, respondió al afecto como hacen los niños de todo el mundo y me apretó la mano con fuerza.

En aquel momento escribí: “Caminé por la sala, me apoyé contra la pared y supe que realmente era posible morir de vergüenza”.

La Sra. Albright se habría sentido, sin duda, complacida por los avances de su proyecto en Basora. En una visita al Hospital Pediátrico y de Maternidad, mi querida amiga, la doctora Yenan Hussein, salió corriendo a darme un abrazo. Tras un momento de silencio tuve casi una premonición.

Ella dijo: “Felicity, ¿se acuerda de los niños sobre los que escribió usted en junio?” (Era noviembre) “Lo siento, todos han muerto”. Eran diecisiete bebés de la unidad de bebés prematuros, sin siquiera oxígeno. (Prohibido). 

Fue en esa visita cuando estuve a punto de perder el norte. Entré en una sala en la que un grupo de angustiadas mujeres, tías, abuelas, estaban junto a la cuna de otro recién nacido en perfecto estado que acababa de morir. 

La madre había salido de la unidad rota por el dolor. Pregunté si podía coger al pequeño todavía caliente. “Por favor, por supuesto”. 

Lo puse encima de mi hombro, le acaricié la cabeza, la espalda, convencida de que podría traerle de nuevo a la vida; era cálido, fluido, total. 

No sé por cuánto tiempo estuve acariciando su pequeña forma dispuesta a traerle de nuevo. Finalmente, derrotada, lo dejé tumbado, lo envolví y lloramos juntas.

Más abajo en el pasillo había otro recién nacido. Estaba en una incubadora envuelto en mantas porque la incubadora no funcionaba (las piezas de recambio: prohibidas) en el espejo del mundo en que Iraq se había convertido.

Prematuro y amarillo por la ictericia como estaba, necesitaba una transfusión. Pensé que yo podría tener el tipo de sangre que necesitaba y la ofrecí si podían comprobarlo para asegurarse, pues una sangre distinta es tan letal como la propia falta de sangre.

No había instalaciones para comprobarlo. Prohibidas. Mi hijo prematuro se salvó por una transfusión. Miré a los ojos de la madre y su agonía resonó. Nosotras, los médicos, el bebé, éramos todos tan inútiles como los demás. 

Cuando el cáncer se disparó (los niños a mediados de los años 90 nacían a menudo con cáncer, un fenómeno insólito) los tratamientos contra el cáncer fueron prohibidos. El cáncer se ha relacionado con las armas utilizadas, especialmente de uranio empobrecido.

En un Informe “por propia iniciativa”, la Autoridad de la Energía Atómica del Reino Unido estimaba que si se mantenían cincuenta toneladas de polvo residual tras las hostilidades de 1991, habría más de medio millón de muertes por cáncer en el año 2000. 

De hecho, las estimaciones más altas de esos restos son de 700 toneladas. En 1998, un estudio de la Universidad John Hopkins estimaba que si el cáncer continuaba en la curva de ese momento, en el año 2000 lo desarrollaría el 44% de la población.

La guerra relámpago de 2003 puede haber dejado otras 2.000 ó 3.000 toneladas de uranio empobrecido más. Durante muchos años, muchas parejas han temido tener hijos debido a la epidemia de los defectos congénitos, los mismos que se producirían si se dejaran caer residuos nucleares sobre la población.

He escrito mucho sobre Yassim, el niño poeta que al oír que era escritora resplandeció de alegría y puso un cuaderno bajo su almohada en la sala de cáncer en la que yacía. ¿Podría leerme su poema? Claro...: 

“El nombre es amor
La clase no tiene sentido
La escuela está sufriendo

El gobierno es la tristeza

La ciudad suspira

La calle es miseria

El número de la casa es mil suspiros”

“Yassim”, dije, encontrando finalmente mi voz, si puedes escribir esto a los 13 años, piensa en lo que vas a escribir cuando tengas 20. 

Le pregunté si podía usar su poema citándole. Estaba emocionado. No llegó a verlo impreso en tantos sitios y en tantas lenguas. Murió antes de que una agencia de ayuda, eludiendo el embargo, pudiera obtener los medicamentos que necesitaba para él.

Justo antes de la invasión, le pregunté al padre de otro niño enfermo terminal, Muhammad, de 10 años, lo que le gustaría pedir a George W. Bush y Tony Blair. Respondió: “Por favor, pregúnteles si es que quieren sacrificar a todos los niños”.

“Liberar” Iraq se ha traducido en unas estimaciones de cinco millones de huérfanos, un millón de viudas, casi cinco millones de desplazados, tanto interna como externamente y una infraestructura, una distorsión social, y una tragedia médica que hacen que los años del embargo parezcan leves.

Entre el embargo y la invasión —de 1990 a 2011— las estimaciones más altas son: tres millones de muertos; los no natos, los recién nacidos y los menores de cinco años siguen pagando todavía el precio más alto. Un “precio que vale la pena”. 

¡Feliz aniversario, Madam Albright!
N. de la T: 

1. Kathy Kelly, estadounidense, fue coordinadora de la organización Voices in the Darkness en Iraq, con algunos de cuyos miembros permaneció en Bagdad durante las semanas previas a la invasión de 2003 y hasta varios años después de la guerra y la ocupación dando apoyo a los sectores de población más vulnerables. 

2. La emaciación,  o peso inferior al que corresponde a la estatura, es un importante indicador de la mortalidad entre los menores de cinco años.

rCR

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