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El saqueo del petróleo iraquí


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Traducido del inglés  por Sinfo Fernández



La concesión que el pasado miércoles se efectuó de los derechos para desarrollar el inmenso campo petrolífero de Qurna Oeste, en el sur de Iraq, a Exxon-Mobil y a la Royal Dutch Shell, subraya una vez más el carácter criminal de la continuada ocupación estadounidense. Como consecuencia directa de la guerra de Iraq, los principales conglomerados energéticos estadounidenses y transnacionales están ahora intensificando su control sobre algunos de los mayores campos petrolíferos del mundo.

Qurna Oeste tiene unas reservas de 8.700 millones de barriles de petróleo.

El total de las reservas de Iraq se sitúa en la actualidad en 115.000 millones de barriles, aunque hay docenas de potenciales campos que aún no se han explorado adecuadamente. Antes de la invasión estadounidense de 2003, el régimen baazista de Saddam Hussein había concedido los derechos sobre Qurna Oeste a la firma petrolera rusa Lukoil. El régimen-títere pro-estadounidense ha procedido a anular todos los contratos anteriores a la guerra.

Exxon-Mobil, que tiene su sede en EEUU, es el primer gigante petrolero en beneficiarse. Bajo las condiciones de un contrato de veinte años de duración, la Exxon-Mobil y Shell planean incrementar la producción diaria en Qurna Oeste desde menos de 300.000 barriles a 2,3 millones de barriles al día en los próximos seis años. 

De la misma forma en que el gobierno iraquí compensa a las compañías por los costes que puedan implicar las mejoras del campo –que pueden llegar hasta los 50.000 millones de dólares-, éstas le pagarán 1,90 dólares por cada barril que extraigan, es decir, alrededor de 1.500 millones de dólares al año. Exxon-Mobil tiene una participación del 80% y Shell del restante 20%.

El contrato es tan sólo el segundo firmado por el régimen de Bagdad con compañías energéticas extranjeras. El pasado martes, el gobierno iraquí concluyó un acuerdo con British Petroleum (BP) y con la China National Petroleum Corp (CNPC), dándoles los derechos de explotación del inmenso campo de Rumaila y sus reservas de 17.000 millones de barriles. BP mantiene un participación de un 38% y CNPC el 37%. El plan es incrementar la producción desde alrededor de un millón de barriles al día a 2,85 millones, lo que generará unos beneficios de 2.000 millones de dólares al año.

El único punto de fricción con que se han topado las transnacionales es que los contratos no se basan en el modelo postulado por el Acuerdo de Producción Compartida (PSA, por sus siglas en inglés), que concede hasta el 40% de los ingresos totales de un campo petrolífero. Incluso los venales individuos que componen el gobierno iraquí rechazaron traspasar los mayores campos petrolíferos del país bajo esas condiciones. En su lugar, los pactos aparecen clasificados como acuerdo de “servicio”. Esto ha posibilitado que el Primer Ministro, Nuri al-Maliki, y su Ministro de Petróleo, Hussain al-Shahristani, ignoren al parlamento y se aprovechen de la ausencia de una ley de hidrocarburos que regule la industria energética.

Pero hay más acuerdos a punto de ultimarse. Un consorcio compuesto por la compañía italiana ENI, Occidental, con sede en EEUU, y Kogas, de Corea del Sur, han firmado un acuerdo provisional para el campo petrolífero de Zubair, que cuenta con unas reservas de 4.000 millones de barriles. Eni, el gigante japonés Nippon Oil y la firma española Repsol están pujando por un campo en Nasiriya que tiene unas reservas de similar tamaño. En el norte de Iraq, la Royal Duth Shell está negociando un contrato para desarrollar zonas sin explotar del importante campo de Kirkuk, del que se cree pueda tener hasta una reserva de 10.000 millones de barriles a pesar de estar en producción desde 1934.

Tras exigir inicialmente mejores condiciones, las compañías energéticas están llegando a acuerdos para mejorar los campos existentes con la esperanza de que así se encuentren en posición ventajosa cuando haya contratos más lucrativos que utilicen el modelo PSA en los 67 campos no explotados que serán subastados este año o el próximo. Aunque les ha llevado más tiempo de lo previsto, los conglomerados energéticos importantes han decidido ahora que Iraq está ya lo suficientemente estabilizado como para que empiece a manar dinero ampliando en gran medida la producción petrolífera del país. El primer paso se ha dado ya al abrir la industria petrolera iraquí, nacionalizada en 1975, a los inversores extranjeros.

Subrayando la naturaleza neo-colonial de esta operación, dos ex altos funcionarios estadounidenses de la administración Bush están ahora facilitando acuerdos corporativos en Iraq. Jay Garner, el primer cargo de la administración ocupante estadounidense en Iraq tras la invasión, es asesor de la compañía energética canadiense Vast Exploration, que tiene una participación del 37% en un campo petrolífero del norte kurdo. Zalmay Khalilzad, ex embajador en Afganistán, Iraq y ante las Naciones Unidas, ha establecido su propia firma de consultoría para las corporaciones en la ciudad kurda de Irbil.

La invasión y ocupación estadounidense de Iraq fue siempre una guerra por los recursos energéticos. Más de un millón de iraquíes han sido masacrados, millones más heridos y traumatizados, sus ciudades e infraestructuras destruidas y decenas de miles de soldados estadounidenses muertos o heridos, todo ello para que EEUU obtuviera el control y dominio de las inmensas reservas de petróleo de Iraq como parte de sus vastas ambiciones en Oriente Medio y Asia Central.

EEUU no pudo conseguir todos sus objetivos regionales tras la primera Guerra del Golfo en 1990-91. El régimen de Husein permaneció en el poder y, a pesar de las continuadas sanciones de las Naciones Unidas, estuvo firmando contratos con compañías como el gigante petrolero francés Total y Lukoil. Desde los últimos años de la década de los noventa del siglo pasado, Rusia y las potencias europeas presionaron para que se levantaran las sanciones y esas compañías pudieran recoger beneficios. La guerra se convirtió para EEUU en el único medio para impedir que sus intereses corporativos quedasen recortados.

Los conglomerados energéticos estadounidenses no se limitaron a ser meros observadores pasivos. Representantes de alto nivel de Exxon-Mobil, Chevron, Conoco-Phillips, BP America y Shell participaron a principios de 2001 en varias negociaciones con el “Grupo de Trabajo para la Energía” de la administración Bush, que estaba encabezado por el Vicepresidente Dick Cheney. Uno de los documentos que se prepararon para las discusiones contenía un mapa detallado de los campos de petróleo, oleoductos y terminales iraquíes, y una lista de las compañías extranjeras, no estadounidenses, que proyectaban instalarse allí. Un informe de mayo de 2001 de ese grupo de trabajo afirmaba sin rodeos el objetivo de EEUU: “El Golfo será el foco principal de la política energética internacional de EEUU”.

Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 ofrecieron un pretexto para la guerra. Las mentiras sobre las armas de destrucción masiva iraquíes se entrelazaron con las patrañas sobre las conexiones iraquíes con Al-Qaida. En el período preparatorio a la invasión, los ejecutivos de la industria petrolífera se reunieron repetidamente con los funcionarios de la administración Bush. Como el Wall Street Journal comentó el 16 de enero de 2003: “Las compañías petrolíferas estadounidenses empiezan a prepararse para el día en que puedan conseguir una oportunidad para trabajar en uno de los países más ricos en petróleo del mundo”.

Tras ahogar en sangre al pueblo iraquí, la oligarquía financiera y corporativa estadounidense cree finalmente llegado el día. Aunque las corporaciones estadounidenses no son las únicas beneficiarias de los contratos, no hay duda de quién tiene la última palabra sobre el suelo iraquí. Con inmensas bases militares en el país y con el régimen de Bagdad vinculado a Washington, EEUU está posición de dictar condiciones a sus rivales europeos y asiáticos y, en medio de las tensiones entre las grandes potencias, blandir la amenaza de cortar los suministros de petróleo, una premisa que no es precisamente nueva en la política estratégica estadounidense.

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