¿Qué temperatura tiene el semen del diablo?
La pregunta puede parecer insólita, pero no lo era tanto para las brujas perseguidas por la Inquisición española.
Bonnie Anderson y Judith Zinsser, en A History of Their Own, cuentan que los cazadores de brujas acusaban a las sospechosas de serlo de muchas cosas, entre ellas, de mantener relaciones sexuales con el Diablo.
El cerebro infecto de los inquisidores, perseguidos no sólo por su adhesión fanática a los preceptos bíblicos y los mandatos papales, sino por los propios demonios de su enfermiza castidad, multiplicaban las fantasías alrededor de estas mujeres que quién sabe si sólo padecían problemas mentales o, acaso, eran demasiado bellas para ser damas cristianas.
Por eso es que a las supuestas brujas se las obligaba, a veces mediante torturas, que reconocieran que su amante era Lucifer, y que describiera detalles de su malvado miembro, además del sabor, olor y temperatura de su esperma.
Ni qué decir de alguna marca de nacimiento o casual que tuviera la acusada, ya que ésta podía ser identificada con la marca de Satanás. Claro que para detener la tortura, las mujeres eran capaces de declarar cualquier cosa.
Después de todo, ya estaban condenadas de antemano.
Pero los delirios infernales convivían sin problema con los celestiales a la hora de juzgar. Torquemada, por ejemplo, cuenta en su prontuario con un caso impar.
En 1489, acusó a ocho personas (seis de ellas judíos, dos conversos) de raptar a un chico en la catedral de Toledo.
Se suponía que los hombres habían llevado al niño hasta La Guardia y allí lo habían crucificado, extrayéndole el corazón y sangre que, aseguraban los inquisidores, sería usada para envenenar el agua que bebían los toledanos.
El cadáver del pequeño nunca fue encontrado, pero eso fue un detalle: no importaba si ese asesinato jamás había tenido lugar.
Torquemada condujo el proceso a los acusados durante casi un año (entre diciembre de 1490 y noviembre de 1491) y el veredicto concluyó con la ejecución de los presuntos culpables.
El principal escollo con que al parecer se encontraron los acusados fue el hecho de ser judíos.
Ellos resultaron los verdaderos mártires del caso y el llamado (desaparecido) Santo Niño de La Guardia, tal vez, sólo una excusa para la utilísima Inquisición, esa que sirvió con sangre, in nomine Deus, a la Iglesia y a la España.
La pregunta puede parecer insólita, pero no lo era tanto para las brujas perseguidas por la Inquisición española.
Bonnie Anderson y Judith Zinsser, en A History of Their Own, cuentan que los cazadores de brujas acusaban a las sospechosas de serlo de muchas cosas, entre ellas, de mantener relaciones sexuales con el Diablo.
El cerebro infecto de los inquisidores, perseguidos no sólo por su adhesión fanática a los preceptos bíblicos y los mandatos papales, sino por los propios demonios de su enfermiza castidad, multiplicaban las fantasías alrededor de estas mujeres que quién sabe si sólo padecían problemas mentales o, acaso, eran demasiado bellas para ser damas cristianas.
Por eso es que a las supuestas brujas se las obligaba, a veces mediante torturas, que reconocieran que su amante era Lucifer, y que describiera detalles de su malvado miembro, además del sabor, olor y temperatura de su esperma.
Ni qué decir de alguna marca de nacimiento o casual que tuviera la acusada, ya que ésta podía ser identificada con la marca de Satanás. Claro que para detener la tortura, las mujeres eran capaces de declarar cualquier cosa.
Después de todo, ya estaban condenadas de antemano.
Pero los delirios infernales convivían sin problema con los celestiales a la hora de juzgar. Torquemada, por ejemplo, cuenta en su prontuario con un caso impar.
En 1489, acusó a ocho personas (seis de ellas judíos, dos conversos) de raptar a un chico en la catedral de Toledo.
Se suponía que los hombres habían llevado al niño hasta La Guardia y allí lo habían crucificado, extrayéndole el corazón y sangre que, aseguraban los inquisidores, sería usada para envenenar el agua que bebían los toledanos.
El cadáver del pequeño nunca fue encontrado, pero eso fue un detalle: no importaba si ese asesinato jamás había tenido lugar.
Torquemada condujo el proceso a los acusados durante casi un año (entre diciembre de 1490 y noviembre de 1491) y el veredicto concluyó con la ejecución de los presuntos culpables.
El principal escollo con que al parecer se encontraron los acusados fue el hecho de ser judíos.
Ellos resultaron los verdaderos mártires del caso y el llamado (desaparecido) Santo Niño de La Guardia, tal vez, sólo una excusa para la utilísima Inquisición, esa que sirvió con sangre, in nomine Deus, a la Iglesia y a la España.