Causa Justa». Así bautizó el establishment imperial a la operación militar que invadió Panamá el 20 de diciembre de 1989, en lo que constituyó la última intervención directa de los Estados Unidos en la región (las indirectas nunca han cesado).
Panamá fue un verdadero parteaguas histórico; en los últimos estertores de la Guerra Fría –de hecho pocos días después de la caída del Muro de Berlín– la invasión inauguró las narrativas, los métodos (e incluso algunos avances militares) que serían distintivos del nuevo ciclo intervencionista que se abría por ese entonces en América Latina y el Caribe.
Un ciclo en el que el fantasma del comunismo y el enemigo existencial de la Unión Soviética ya no podrían ser invocados como argumentos verosímiles para violar la soberanía de terceros países, propiciar “cambios de régimen” ni apropiarse de los recursos y territorios geoestratégicos de las periferias.
Era preciso “innovar”, y a eso dedicó sus mejores esfuerzos militares, diplomáticos y propagandísticos el viejo hegemón hemisférico.
El antecedente torrijista
El antecedente histórico insoslayable de la intervención fue el régimen militar inaugurado con el golpe de Estado de Omar Torrijos en el año 1968.
El torrijismo fue una experiencia nacional contradictoria y totalmente sui generis, que aún genera encendidas pasiones entre las izquierdas y los progresismos del país centroamericano, que se posicionaron de forma diametralmente opuesta frente a aquel (mientras unos fueron parte del nuevo bloque histórico en el poder, otros se mantuvieron en la oposición y sufrieron una represión encarnizada).
Independientemente de este diferendo, no hay dudas de que la “revolución panameña” fue considerada un importante adversario a la geopolítica imperial norteamericana en los últimos años de la Guerra Fría.
Esto, por hechos como el rol arbitral adquirido entonces por la Guardia Nacional respecto a las clases dominantes tradicioanles, por los nuevos márgenes de soberanía nacional ensayados, por la seducción ejercida sobre sectores obreros, campesinos y estudiantiles, por iniciativas como el intento de impulsar la Unión de Países Exportadores de Banano (UPEB) emulando el modelo de la OPEP, por la activa y autónoma política exterior y por su participación en el Movimiento de Países No Alineados, por el apoyo otorgado a la Revolución Sandinista de Nicaragua, o por lo que fue considerado su mayor –pero también más contradictorio– hito: los acuerdos Torrijos-Carter de 1977.
No hay dudas de que la “revolución panameña” fue considerada un importante adversario a la geopolítica imperial norteamericana en los últimos años de la Guerra Fría
En rigor se trató de dos tratados, uno regresivo y otro progresivo.
El primero, el Tratado de Neutralidad, oficiaba y oficia como una espada de Damocles, que colocó al país y al Canal de Panamá bajo el paraguas del Pentágono y estableció el derecho de los Estados Unidos de intervenir si su seguridad o neutralidad fuera amenazada por potencias extra-continentales.
El segundo, el Tratado del Canal en sí, estipuló avances históricos: una desmilitarización progresiva del enclave de la Zona del Canal (ocupada por los Estados Unidos desde el Tratado Hay-Bunau-Varilla de 1903), la administración panameña de la vía interocéanica y su zona aledaña y su retroversión completa a la soberanía nacional hacia el año 2000.
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Torrijos murió –o fue asesinado, como se sospecha– en 1981, en los primeros meses del gobierno de Ronald Reagan. Pero el gobierno militar, que sufrió hondas y regresivas transformaciones, fue conducido desde 1983 hasta sus últimos años por el general Manuel Noriega.
Reagan, Trump y los hombres fuertes de la política colonial
La invasión de Panamá fue ante todo un acto de reafirmación colonial en Centroamérica y el Caribe; dos sub-regiones que a fines de los 80 todavía se encontraban sacudidas por el impacto de la Revolución Sandinista de Nicaragua, la influencia de la Revolución Cubana y el proceso de radicalización política en países como Guatemala y El Salvador, que contaban entonces con importantes movimientos guerrilleros, amen de las avanzadas experiencias de la Revolución de Granada (invadida por Estados Unidos en 1983) y el proceso comandado por Forbes Burnham y luego por Desmond Hoyte en la República Cooperativa de Guyana.
La invasión vino a hacer ayer lo que se pretende hoy: operar la clausura definitiva del ciclo de radicalidad progresista, izquierdista e integracionista que en este siglo alcanzó en la Venezuela bolivariana y sobre todo en los tiempos de Hugo Chávez las mayores cotas de radicalidad.
Pese a que la invasión se concretó en el primer año de la presidencia de Bush padre, el neoconservador Ronald Reagan fue su principal y más entusiasta promotor.
Podríamos decir que Reagan fue a los años 80 lo que Donald Trump es a la tercera década del presente siglo: el hombre fuerte de la política colonial. No en vano el viejo actor supo declarar que “La Zona del Canal [de Panamá] no es colonia, ni tierra alquilada a largo plazo.
Es territorio soberano de los Estados Unidos”. Basta comparar esta polémica afirmación con la reciente publicación de Trump en Truth Social para intuir las líneas de continuidad históricas: “Estados Unidos no permitirá que criminales, terroristas ni otros países roben, amenacen o dañen a nuestra nación, ni permitirá que ningún régimen hostil se apodere de nuestro petróleo, tierras ni ningún otro activo, todo lo cual debe ser devuelto a Estados Unidos inmediatamente”.
Podríamos decir que Reagan fue a los años 80 lo que Donald Trump es a la tercera década del presente siglo: el hombre fuerte de la política colonial
Otro interesante punto de comparación son los documentos rectores de la política imperial.
Si los documentos de Santa Fe I y Santa Fe II delinearon en los 80 los objetivos prioritarios de la geopolítica hemisférica de los Estados Unidos, hace pocos días pudimos conocer la nueva Estrategia de Seguridad Nacional, asimilable en todo lo que concierne a las tareas autoimpuestas para América Latina y el Caribe.
En estos textos (internos y partidistas los dos primeros, público y oficial el segundo), encontramos idéntica reafirmación de una serie de posiciones hegemónicas perdidas en la región en dos coyunturas histórica diferentes.
En ellos se reafirma de manera explícita la vigencia de la vieja Doctrina Monroe-Adams (“América para los (norte)americanos”) y se propone una suerte de retorno a tiempos pretéritos, sea a la época previa a la Revolución Cubana y al desastre de Vietnam en el caso de Reagan, o a la época anterior al ciclo progresista a integracionista y a la emergencia de China y otros rivales hegemónicos en el caso de Trump (que como vemos no fue el primero en formular retro-utopías como la del Make America Great Again).
Pero podemos ampliar aún más las comparaciones. Jimmy Carter, el presidente estadounidense responsable de firmar con su homólogo panameño los célebres tratados de 1977 que ya mencionamos, era a los neoconservadores de Reagan lo que Joe Biden y su relación hacia Venezuela es hoy a Trump y sus halcones.
Biden, como Carter, son sindicados como responsables de una política demasiado blanda y concesiva para con los respectivos gobiernos antagonistas.
Si Carter, tras la inteligente y proactiva estrategia internacional desarrollada por Torrijos accedió a firmar un acuerdo que prometía desmilitarizar y renacionalizar el enclave panameño, Biden exploró una vía negociadora con Nicolás Maduro, expresada en la extensión de las licencias petroleras y el Acuerdo de Catar de 2023.
La invasión a Panamá fue, muchos años antes de la “guerra contra el terror” de Bush hijo y la invasión de Irak, la primera “guerra preventiva” oficial
Si Reagan era acosado en ese entonces por el llamado “síndrome de Vietnam”, Trump carga tras de sí con las últimas y fallidas aventuras militares, las tan mentadas “guerras eternas” en países como Irak y Afganistán.
Conflictos, ambos, criticados por el movimiento MAGA, el mismo que reclama no comenzar hoy un conflicto análogo en el Caribe; conflicto que, para colmo de males, se desarrollaría con consecuencias imprevistas a las mismísimas puertas de casa.
Los propagandistas del caos
La invasión a Panamá fue, muchos años antes de la “guerra contra el terror” de Bush hijo y la invasión de Irak, la primera “guerra preventiva” oficial, esa vieja zoncera que manda a desatar la guerra para evitar la guerra, y que considera “amenazas para la seguridad nacional de Estados Unidos” a países periféricos, empobrecidos y carentes de un poder militar que pueda siguiera hacerle sombra al poderoso complejo militar-industrial que supo denunciar el senador demócrata James William Fulbrigth, y que el intelectual y político dominicano Juan Bosch llamó en su momento el “pentagonismo”.
Como sucede hoy, también en la antesala de la invasión a Panamá se mezclaron los motivos reales con las coartadas creadas ad hoc para justificar la intervención militar.
Una de las causas más importantes, y también más paradójicas, fue que la autoridad político-militar de Panamá, el General Manuel Noriega, fue durante mucho tiempo colaborador de la CIA (“Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, como supo decir Franklin D. Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza).
Pero Noriega no sólo fue un agente en activo, sino que estuvo involucrado en el tráfico de estupefacientes, con el perfecto conocimiento de los Estados Unidos, que aún así le sostuvieron y apuntalaron mientras les resultó útil.
Así y todo Noriega fue en sus años finales una figura díscola para el establishment, dado que se negó a renunciar a las últimas trazas de soberanía conquistadas durante el torrijismo.
En particular, obsesionaba a los neoconservadores renegociar los ítems de los acuerdos de 1977 que consideraban lesivos para su sus intereses, sobre todo la obligación de renunciar a su presencia militar en la Zona del Canal a partir del año 2000, en particular en algunas instalaciones estratégicas como la Base Aérea de Howard (presencia militar que, no casualmente, hoy vuelven a retomar de forma ilegal bajo la presidencia del ultra-alineado José Raúl Mulino).
Otra posición, imperdonable para el Pentágono, fue el apoyo que Noriega continuó dando a la Revolución Sandinista, oficiando como territorio de tránsito para el dinero, los pertrechos y las armas que eran trianguladas desde la Cuba de Fidel Castro.
Por si quedaban dudas, el documento de Santa Fe II, no conocido en ese entonces por la opinión pública, establecía en 1988 (un año antes de la invasión) unos ocho objetivos en relación a Panamá: expulsar a Noriega, celebrar elecciones, instaurar un “régimen democrático”, reformar las Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP), modificar el sistema judicial, liberalizar (aún más) la economía, modificar la legislación bancaria y reformar la Constitución local.
Pero si esos eran los objetivos reales no fueron desde ya los motivos esgrimidos por la propaganda local e internacional, sino estos otros: “Las Américas continuan siendo atacadas.
El ataque se manifiesta mediante la subversión, el terrorismo y el trafico de narcóticos”.
Quizás Santa Fe II sea uno de los primeros documentos en donde se empieza a insinuar el maridaje entre narcotráfico y terrorismo (hasta entonces dos fenómenos considerados absolutamente diferentes, el uno esencialmente político, y el otro delincuencial), una asociación que hoy vemos instrumentalizada hasta el hartazgo en las campañas contra Venezuela, Colombia o México.
Es entonces cuando la gran prensa servil a la geopolítica imperial comienza a hablar del “cartel del narcotráfico” que gobierna Panamá (cualquier parecido con el fantasmagórico Cartel de los Soles no es nada casual).
La invasión a Panamá se dio en un momento de transición histórica, marcado por la agonía de la Guerra Fría, [donde] todavía aparecen, solapados, elementos de la vieja narrativa anticomunista
Pero como la invasión a Panamá se dio en un momento de transición histórica, marcado por la agonía de la Guerra Fría, todavía aparecen, solapados, elementos de la vieja narrativa anticomunista.
Así, uno de los actores protagónicos de la época, el embajador de Panamá en Estados Unidos (aliado por supuesto a la gran potencia del norte), dirá que “es el momento de las decisiones. O se actúa ya o Panamá queda en la órbita comunista”.
El tono, perentorio, conspirativo y antinacional recuerda a las recurrentes y trilladas intervenciones de los venezolanos de Miami en la red social X, preocupados hoy de que Venezuela orbite en el espacio de China, Rusia o Irán.
En ese momento se denunciaba, con un argumento que parece copiado con carbonilla, que había en Panamá “armas, asesores y una brigada cubana”. Vale recordar que corrían entonces los tiempos de Mijaíl Gorbachov, el enterrador de la URSS, quien había renunciado explícitamente a la Doctrina Brézhnev y a las posibilidades de intervenir ya no sólo en el hemisferio occidental, sino incluso en su “área de influencia” en Europa Oriental.
Para colmo de males, el affaire Panamá comenzaba a colarse en la agenda de las elecciones presidenciales de 1988 que dieron la victoria a Bush padre (sucesor de Reagan), como el asunto Venezuela es hoy un tema omnipresente en cada comicio contemporáneo, sobre todo para los obsesos de la mafia cubano-venezolana de Miami, siempre deseosos de escarmentar al “eje del mal”.
En las postrimerías de los 80, Panamá aparecía como un fácil trofeo que muchos querían reclamar, emulando la victoria pírrica sobre la diminuta isla de Granada en 1983, en un momento en el que los problemas domésticos parecían poder ser encubiertos –o al menos pospuestos– con un nuevo conflicto internacional (tal como sucede hoy con los controvertidos archivos del reconocido pedófilo Jeffrey Epstein).
https://www.diario-red.com/articulo/america-latina/panama-venezuela-i-antecedentes-intervencion-propagandistas-caos/20251220100000060571.html

