Salomón de la Selva, uno de los más grandes poetas de Nicaragua y América (“el inmenso solitario” le dicen algunos, “el primer vanguardista”, le dicen otros. Cosas de especialistas), qué cantó en dos idiomas con la misma potencia y amor a su lejana patria.
El poeta, escritor y periodista que despreció al yanqui invasor y colaboró con la lucha del general Sandino, luego de comprender (en el mismo campo de batalla, como soldado en la I GM) la esencia depredadora de las guerras y la perversión que el dólar (el dinero) causa a la sociedad humana (“tu dólar, tu sucio dólar,/tu lepra verdosa,/sólo odio es lo que obtendrás/ de todo mi pueblo y de mí”)y que obliga a la unidad de los pueblos.
Me atrevo a presentarles (sin tocar una sola coma) hoy domingo, con la esperanza que hayan leído todo el libro o que se motiven a leer esta joya de la prosa de nuestro gran compatriota.
LA GUERRA DE SANDINO (fragmento)
Salomón de la Selva.
"¡Orden de parar el fuego! ¡Orden de parar el fuego! ¡Orden de parar el fuego!". Había que gritar hasta desgañitarse para que se pudiera oír. El fragor de los aviones hubiera sido de por sí bastante para ensordecer toda la tierra. Añádase a eso el tronar de las bombas.
Bajaban chiflando las malditas y donde caían hacían una explosión de rayo de centella que se quedaba temblando el suelo como animal asustado. Reventaban las condenadas levantando una fuente de terrones y piedras —¡la pura laja hecha añicos!— y sólo dejaban cada una un hueco. Allí era bueno esconderse y parapetarse y darle recio a la balacera. Pero por lo mismo era difícil trasmitir de hoyo a hoyo la voz de mando: dejar de disparar y reconcentrarse todos al Cuartel General.
El fuego de los sandinistas se fue callando lentamente del uno al otro sector del campo, en la redondez del monte empinado, hasta hacerse silencio general. En el "cuartel" no serían más de ciento treinta hombres los que al fin se reunieron. Era en una hondonada larga sobre la cumbre del cerro El Chipote, en un extremo de la cual había hecho construir el Comandante en Jefe del Ejército Libertador de Nicaragua una vasta enramada. A la altura a que volaban los poderosos aviones de la marina norteamericana no se distinguía el cobertizo con su techo de ramas.
Al otro extremo del largo hoyanco había una inmensa roca natural que muchas lluvias habían pulido y muchos soles habían rajado en Cruz. Allí había mandado colocar Sandino, simulando un tejaván, tejas laboriosamente traídas desde San Rafael. Debajo de las tejas, aquí y allá, el estratega nicaragüense había hecho poner medianas cargas de dinamita. Tal era el supuesto Fortín. Sobre el Fortín enfilaban su puntería los aviones extranjeros. En el afán de clavarle alguna bomba, a veces bajaban temerariamente. Entonces era cuando la Fosforera y la Pica-Pica, las dos ametralladoras antiaéreas de Sandino, lograban horadarle las alas a los formidables pájaros mecánicos. Toda la mañana fue un diluvio de bombas enemigas.
Los sandinistas, alejados de la cumbre y tirados sobre la falda fragosa del cerro abrupto, defendían la posición, listos a dispersarse en caso de que por algún flanco el enemigo los atacase en número superior. Los quinientos veteranos de Chateau Thierry y del bosque de Argona se mantenían a prudente distancia, sin embargo, en espera de que los aviones dieran buena cuenta del ejército "nativo". El combate había comenzado despuecito de haber aclarado. Los aviones se habían levantado con la neblina que toda la noche había dormido en el ancho valle del cauce del Segovia.
En número como de cincuenta, volaban en formación uno tras otro a gran altura. Al acercarse a El Chipote se echaban boca abajo disparados, cada uno dejaba caer una bomba, y volvían a encumbrarse. Allá daban la vuelta y formaban un círculo que no había dejado de girar horas y horas. ¡Y sin poderle pegar al Fortín! Hasta que por fin le dieron. La dinamita estalló. Las tejas volaron.
Las pocas bestias que había en la enramada, entre ellas la mulita parda del General Sandino, ensillada con la montura mexicana que le habían mandado los comunistas de México, salieron en estampida loma abajo y ni quién las atajase. Los yanquis las cogieron. Entonces fue cuando el General dio la orden de parar el fuego y de reconcentrarse.
En la enrramada, grande como corredor de casa de hacienda cafetalera, mujeres encuclilladas molían masa de tortilla en curvas piedras primitivas, excepto un grupo de tres que rodeaban el pequeño cadáver destrozado de un niño para quien el relincho de las bestias había sido mortal: pata de mula lo había destripado. Las tres mujeres estaban como hipnotizadas viendo el despojo lastimero. Las demás, que serían como doce, seguían moliendo. Y los yanquis aventando metralla desde sus aviones.
¡Maldita puta que los parió! exclamó un sandinista— ¡Como nada les cuesta el parque! Había que gritar para hacerse oír. Sandino se explicó a gritos.
—¡Ni un disparo más hasta que yo dé la orden! ¡Al que dispare le cargo la cutacha! No enciendan ni un fuego, ni me fuman un puro! ¡Hagan de cuenta que nos mataron a todos! ¡Arrinconen las armas para que no les venga la tentación! ¡Coronel Umanzor, pase lista!
Los yanquis no cejaban en su bombardeo. Al Fortín le pegaron muchas veces más. Ya que el sol bajaba se retiraron los aviones. Las ametralladoras de tierra todavía siguieron disparando al azar sobre la falda del monte.
El coronel Umanzor rindió parte:
—¡Tenemos veintidós bajas, mi General! —
¿Heridos?
—Muertos todos.
—¡Pregunto cuántos heridos hay!
—Cincuenta y uno, mi General.
—Vea, coronel Umanzor, que no se nos quede ningún herido en el campo Mande a recogerlos a todos. Pero vea bien que no me recojan muertos. ¡Repita la orden! El interpelado la repitió.
—¡Coronel Umanzor! Vaya a preparar todo para cumplir esta orden. Ya lo llamaré para que la ejecute. Umanzor se fue. ¡Coronel Estrada!
—¡Presente, mi General! —
Tome usted los nombres de los muertos de hoy y apúntelos en el "Libro de los Inmortales".
Sí, mi General.
—¡Ejército! A formar, ¡form!
Había algunos heridos a quienes ya se les enfriaban las heridas y comenzaban a quejarse. Apenas unos ochenta hombres estaban ilesos.
—¡Ejército! ¡Firm! ¡Presenten..., arm! La voz era de mando. Salía de una boca rasgada a la que le hacían guardia erecta dos hondas arrugas laterales. Salía de boca, pero venía de muy hondo, de más hondo que el cuello, de más hondo que los pulmones, de más abajo del estómago. Era una voz que hacía decir a sus soldados: "¡Güebos de hombre, los de mi General!".
—"¡Ejército Libertador de Nicaragua! Este día, hermanos, nos hemos cubierto de gloria. Necesitamos que la victoria sea completa. Nos ha atacado el ejército más poderoso del mundo, y lo hemos batido. El plan es éste. Creen los mercenarios rubios que nos han aniquilado y es necesario que lo crean.
Hoy ha llovido fuego y muerte sobre Segovia Santa. Creen los sicarios del avariento y codicioso Coolidge que nos han ahogado. Creen que ya acabaron con Sandino y su ejército. Pero aquí estamos, invictos, ¡invencibles!".
"¡Ejército! No hay que dar señal de vida. A la mañanita volverán. Si dejamos los cadáveres de nuestros hermanos muertos, sin recoger, es para que se convenzan de que todos estamos muertos. Y cuando menos piensen, les caemos sin que estén prevenidos y que no quede uno con vida. ¡Ahora somos la Muerte viva, la Quirina enfurecida, los ángeles del Juicio Final, y esta victoria será la envidia de los ejércitos del mundo!". "¡Ejército! ¡Descansen..., arm!".
EL coronel Umanzor dividió a quince hombres en grupos de cinco y los dirigió a batir las faldas del cerro en busca de heridos. La noche entera mantuvieron los gringos un tiroteo espasmódico. En todo el valle, al pie del monte, ardían sus fogatas. Del campo de Sandino no hubo ni una bala.
Ni se encendió un fuego. Ni brilló la luciérnaga de un cigarro. Con la noche entró la helada. Con la helada el quejarse en voz alta de los heridos, allá arriba, en la hondonada de la cumbre, donde los gemidos y lamentos, las imprecaciones y mentadas, se perdían en la clara y rumorosa noche tropical.
Había tortillas en abundancia, había sal, y frijoles en bala. Los que podían, comían pausadamente. Bajo los luceros, grandes más que huevos de paloma, unos del tamaño de bombillos eléctricos, las tres mujeres del niño muerto lo velaban. Se les habían arrimado otras muchachas y algunos hombres. Sobre un cuero de res que estirado con estacas se había secado al sol, Sandino se echó, envuelto en una frazada de lana roja por un lado y negra por el revés. Como a la medianoche ya habían recogido a todos los heridos. Cirujanos improvisados, de filoso machete, emparejaban piernas o brazos destrozados. El golpe tenía que ser recio y dado con el miembro que se amputaba colocado sobre una laja.
Así se cortaba con nitidez el hueso, sin astillarse. El machete, al caer, hacía brotar chispas.
Las mujeres se despojaban de fustanes o se desamarraban rebozos, para vendajes. Lavaban las heridas con agua tibia y les aplicaban trementina. Cuando les parecía que había urgencia de cauterio, untaban leche de jiñocuabo. A todos les daban cocido de cañafístola. La fiebre hacía delirar a unos. Otros tiritaban de frío mortal. Los que se habían ido en sangre eran los más quietos. Los heridos de menos gravedad eran los quejosos:
"¡Jodido! ¡Jodidooo! Ay, ¡chocho!".
El coronel Estrada había apostado centinelas. El santo y seña de esa noche lo había tomado de la arenga de Sandino: "Segovia Santa". Sandino dormía. En un grupo que aún tenía ánimo para hablar, se comentaba lo pesado de la jornada, se repasaban incidentes aislados.
"¡Güebos de hombre, los de mi General... ! ".
AL PRIMER CLAROR de oriente los centinelas sandinistas no vieron desde sus escondites más que niebla en la vastedad del mundo, un mar de perla, de gris lucio. Arriba, en cambio, el cielo se cubría de tiernísimos colores.
De entre la niebla salió el sol como un regalo de oro relumbroso que se exhibiese en algodones de joyería. Tras el sol la niebla fue subiendo, subiendo y desleyéndose, volviéndose finita como un humillo y evaporándose totalmente.
Después del frío de la noche, el sol picaba en carne humana, por sobre ropa y todo. La ropa humeaba con el calor, y humeaban las greñas. El aire despejado se caldeaba pronto. Y con el aire cálido los ruidos familiares del día cobraban forma. El celeste iluminado se nublaba de zopilotes. Los pajarracos negros de vuelo sereno graznaban por encima de más de medio centenar de cadáveres humanos.
En la enramada, veintiuno de los heridos agonizaron durante la noche. Sandino, ya de pie y activo mucho antes del amanecer, ordenó que arrojaran los cadáveres entre los destrozos del Fortín.
Allí llegaron los zopilotes, después de largos revoloteos en círculos cada vez más estrechos, cada vez más bajos, hasta descender, cobardones, cautelosos, y posarse en tierra, cerca de los muertos. Con paso lento, torpe, moviendo estrafalariamente el horrible pescuezo de moronga, un sonchiche se acercó a uno de los cadáveres. De un brinco le saltó al pecho.
Con el impacto del pesado gallinazo el cadáver se movió, y el animal, asustado, alzó estruendoso vuelo. Otro zopilote ensayó el ataque. Uno más, en ruedo, le seguía. El nuevo zapador se detuvo junto a la cabeza del muerto, examinándolo. De repentino picotazo le reventó un ojo. Como ebrio, el asqueroso bicho picó otra y otra vez. Los que le seguían intentaron desalojarlo a empellones de hombros. De cobardones se volvieron feroces.
Era una furia demoníaca la de esas aves. A ratos algo volvía a amedrentarlos y todos a un tiempo se echaban a volar dejando ver a los sobrevivientes que miraban desde la enramada, los estragos horribles de su voracidad. A cada instante llegaban más zopilotes. Eran centenares y centenares. A picotazos deshacían las pobres ropas. A picotazos abrían los vientres túrgidos con gases de muerto, inflados como globos
. A picotazos arrancaban entrañas. A ratos un zopilote se alzaba con un largo trozo de tripa. Una bandada le seguía, peleándole en el aire la carroña. Así se arrebataban unos a otros el bocado, haciendo largo el macabro festín.
—Mi General: ¡yo no puedo ver que los zopilotes se coman a mi hermano! Era un joven el que hablaba. La locura le brillaba en los ojos. Había tomado de la enramada un rifle, y apuntaba a los zopilotes. Antes de que pudiera disparar, la cutacha de Sandino le rajó la nuca.
El muchacho cayó de cara, como partido por un rayo. La sangre le borboteaba. Con un temblor de canillas agonizó más aprisa que un pollo al que le han dado tortol. Ya sobre El Chipote volaban los aviones enemigos.
—¿Quién más no aguanta seguir viendo? —preguntó fieramente el General.
Nadie respondió.
—Si no hago lo que hice explicó ese jefe de hombres— ya los asesinos rubios se hubieran dado cuenta por el disparo de ese pobre hermanito enloquecido, de que estamos vivos. Nos liquidan a todos, ¡y adiós!
Los aviones hicieron señas a los marinos de tierra, significativas de que no quedaban rastros de vida en la difícil cumbre. La zopilotera en las laderas del cerro lo confirmaba. Entre los yanquis no se había registrado ni una baja. Algunos marinos se divertían disparando al blanco sobre los zopilotes. El enorme número de los pájaros les sorprendía a todos.
—¿De dónde infierno viene tanto pájaro diablo? —preguntó un altote.
—¡Pregúntamelo a mí, buddy! —le respondió un camarada.
—¡Vienen desde Tejas! —exclamó otro—. Yo les mandé aviso a Dallas de lo que íbamos a hacer con estos hijos de perra.
—Pues ya que acabamos a los bandidos, que nos regresen a casa pronto —comentó el que primero había hablado— pues mi madre no me crió para prepararles de cenar a esos pájaros feos.
Los oficiales invasores andaban atareados dando órdenes. Pronto levantaron las tiendas que habían tendido la noche anterior y en columnas de hombres fatigados se pusieron en marcha de regreso. En grupos saludaban a los aviones al divisarlos por algún claro de la montaña que iban atravesando. Los oficiales iban montados. El coronel Hatfield, jefe de la expedición, se había apropiado ya de la mulita parda de Sandino y un ayudante suyo la montaba muy tranquilo.
Por el mediodía hicieron un alto los marinos en pleno bosque. El calor era insoportable. Los más se habían despojado la chaqueta y hacían aspavientos de asfixia. Los aviones se habían retirado definitivamente.
A su llegada a Managua los aviadores informaron que de Sandino y sus ciento cincuenta "bandidos" ya no quedaba ni uno. El mayor general Logan Feland, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en Nicaragua, envió al Departamento de la Marina en Washington un despacho cablegráfico conciso: "Tras ruda batalla de dos días, destacamento de marinos dirigido por coronel Hatfield embotelló a Sandino y doscientos bandidos en que consistía toda su fuerza. El Chipote, abrupto monte que les servía de guarida, fue duramente bombardeado, destruyéndose enorme arsenal de dinamita. No queda sobreviviente bandido, habiéndose salvado sólo mula particular que Sandino montaba. De nuestra parte no hubo ni siquiera un herido".
En Washington el despacho fue inmediatamente trasmitido por el secretario de la marina al presidente Coolidge, y por Coolidge fue dado a conocer de Kellogg, su secretario de Estado. Kellogg informó de ello a Stimson, contra cuya actuación en Nicaragua se había rebelado Sandino. Stimson fue quien les dio la noticia a los agentes de la prensa. “Caballeros”, dijo al recibirlos en el Departamento de Estado, “los he llamado —, para comunicarles que las fuerzas de marinos desembarcadas en Nicaragua en misión de buena voluntad para cooperar con el gobierno de ese país en el exterminio del bandidaje, han cumplido con su deber: El bandido Sandino y los doscientos cincuenta miembros de su pandilla han sido muertos en su guarida de El Chipote. Los marinos no sufrieron ni una sola baja”.
Stimson era un hombre alto y delgado, narigudo, de cara larga, jicaruda; de ojos pequeñitos, estrechos. Vestía como un milor. Hablaba afectadamente. En sus modales dejaba traslucir la conciencia exagerada que tenía de su superioridad. Era abogado, había sido secretario de guerra en el gobierno del presidente Taft y tuvo el rango de coronel en la Segunda Guerra Mundial. En los corrillos de periodistas en Washington se detestaba a Stimson. El aniquilamiento de Sandino y sus secuaces significaba un triunfo diplomático de la administración de Coolidge y un triunfo personal de Stimson.
Los representantes de los periódicos que habían censurado la política intervencionista de Coolidge y el resultado de la misión encargada a Stimson, recibieron con pesar el boletín oficial que les había leído este funcionario. Desde el propio Departamento de Estado transmitieron el boletín a sus periódicos que horas más tarde publicaban la noticia con grandes encabezados, así:
Sandino y 300 Bandidos Aniquilados Kellogg le dirigió al ministro de los Estados Unidos, en Managua, un telegrama, en el que le decía: "Trasmita al presidente de Nicaragua las congratulaciones del presidente de los Estados Unidos con motivo de la extinción de Sandino y su bandidaje". Esta había sido la primera noticia que en la Legación yanqui en Managua se tuvo de la victoria del coronel Hatfield.
…Las tortillas se habían acabado en la enramada de El Chipote. Había masa lista para "echar" más en los comales, pero como el General había prohibido que se prendiera fuego, las tortilleras holgaban. De café en esencia había muchos garrafones de los que ordinariamente sirven para guardar "guaro". Sandino los había decomisado en San Rafael semanas antes, había vaciado el aguardiente y ordenado lavarlos. En latas de las que llegan al país con kerosén se guardaba buena abundancia de agua. Frío tomaron su café los sandinistas.
El espectáculo de la zopilotera, que continuaba desenfrenado, ya no atraía las miradas de nadie. Los que temprano habían buscado el sol, se refugiaban en la sombra ahora. De los heridos unos dormían; otros continuaban quejándose. Las mujeres se estaban echadas en el suelo en silencio profundo, espulgándose unas a otras.
Sandino, flojos los cordones de las altas botas que calzaba, escribía febrilmente en el rincón de la enramada que él llamaba "Oficina Central del Comité Director". Frente a la tosca mesa que le servía de escritorio, pegados a la pared de caña suave, había algunas fotografías de él mismo y recortes de periódicos, uno con el retrato del presidente de México, Plutarco Elías Calles.
Cuando hubo terminado de escribir, Sandino cuidadosamente se amarró las botas y se puso a pasearse. Al principio iba con estudiada lentitud, poco a poco apresuraba el paso. La enramada mediría unos setenta metros. A medida que entraba en calor, gesticulaba para facilitarse el pensamiento. Cada vez que se acercaba a los heridos todo el rostro se le fruncía en arrugas. Sanos y heridos le seguían con la mirada, y los heridos hasta dejaban de quejarse cuando él se les acercaba.
¡Hermanos! les dijo, en tono de discurso —. Quiero decirles algo.
—¡Qué clara se le oía la voz!—
"Ustedes son héroes. Mugrientos, tirados en petates, la sangre hecha costra en ropa harapienta: ¡jamás se vieron héroes así sino cuando surgieron de las entrañas de los pueblos!".
"No son héroes los que para actos de valor cobran sueldo, se visten llamativamente como los cómicos para las representaciones teatrales o los mantudos para bailar el Macho-ratón".
"Ni son tan héroes los que van a la pelea y primero tienden almohadas para caer en suave".
"En Europa los ejércitos antes de entrar en batalla preparan el servicio de la Cruz Roja, con camillas y enfermeras y doctores cirujanos y agua hervida y algodones".
"La civilización se enorgullece de eso". "Resulta menos el heroísmo, pero mayor la civilización".
"Pero el ejército más rico del mundo, el ejército de más aparato" de mejores uniformes, de mejor comida, como de hotel; el ejército de más Cruz Roja y que no da un paso adelante sin echar un vistazo atrás a ver si vienen los médicos, ese ejército, hermanos, nos niega trato civilizado".
"Ese ejército ha venido a matarnos como animales y no como a hombres". "¡Cruz Roja! Desde aquí, en presencia de Dios, al lado de ustedes, yo la maldigo". "Porque ustedes son testigos de cómo se ha dejado que se harten los zopilotes con nuestros muertos". "Esto requiere una gran venganza".
…Volvió a pasearse Sandino. Las arrugas se desvanecieron en su rostro. Era de treinta y dos años; tenía cara de muchacho. Pequeño y ágil de cuerpo, parecía un simple excursionista este dominador de voluntades que hacía actuar como ejército a aquel grupo de desarrapados, desde jovencitos hasta hombres ya maduros, casi todos descalzos e indoctos en milicia.
El llamado coronel Umanzor, con el noble nombre doble de Juan Pablo, era hondureño; alto y desgarbado; de recios hombros y de aspecto retraído. Reunió hasta cinco hombres y los hizo aguardar en postura de atención frente al escritorio rústico de la "Oficina Central". Luego se le presentó a Sandino y cuadrándose y saludando le anunció que el Estado Mayor estaba listo y lo esperaba.
—Queda abierto el Consejo de Guerra de este día —dijo Sandino— coronel Estrada, apunte usted la fecha, hora y lugar y tome nota de los presentes.
"Jueves 19 de enero de 1928, a la 1:30 de la tarde, en El Chipote,...", escribió el coronel Estrada. Nacido en Managua; alguna vez había ejercido de escribiente de juzgado; de índole discreta y firme de músculos, era en aquel astroso ejército el representante de la intelectualidad latinoamericana.
Cuando escribía le gustaba hacer grandes letras floridas. Por esto lo reconvenía su jefe con frecuencia: —Haga usted la letra menuda, coronel Estrada, y economice papel.
—Sí, mi General. —
¡Coronel Umanzor! ¿A qué número de disponibles alcanza el Ejército Libertador?
—Mi General, pues depende. Yo creo que podemos contar buenos y sanos con ochentitrés hombres. Pero la Felicitas, la hija de ñor Serapio que se vino con la cría, ende que se la destriparon las bestias asustadas quiere ser soldado y yo sé que sabe tirar; lo que no sé es si a flor Serapio le gustaría. Él la dejó venir de tortillera.
—Descuéntela, coronel: las mujeres al oficio de las mujeres y los hombres al oficio de los hombres. Son los yanquis los que han trastornado estas cosas en su tierra, y por eso se han apendejado, que no pueden ni pelear sin los cigarritos finos, ni el chicle dulcito, ni el chocolatito azucarado, ni los botines lustrados.
¡Ya verán qué capada les vamos a dar a los maricas!
Dígale a la Felicitas que se aguante las ganas, que somos hombres y sabemos cómo nos vengaremos. Su oficio es echar tortillas.
—Ese es otro punto, mi General. Las tortillas no se hacen sin fuego y usted no ha rescindido la orden. —
Es que el fuego no se hace sin humo, coronel Umanzor, y el humo es lo que más se ve.
—Los hombres están sin comer desde anoche.
—Pues ni remedio. ¡Que se aprieten la cincha! Eso es una táctica de lucha y se llama la huelga de hambre. Coronel Estrada, ponga en la orden del día: Uno, huelga de hambre.
—¡Ya, General! —
Desde allá abajo no nos ve ni Cristo padre, pero si alzamos humo, nos descubren y joden todo el plan. Hoy no se enciende fuego, pero ni siquiera se fuma. Había en Nueva York un alcalde que en huelga de hambre se pasó cuarenta días, hasta que reventó... Es táctica de lucha.
—Sí, General.
Apunte también en la orden del día: Dos, limpieza de armas. Tres, reparto de parque y municiones. Capitán Ferrara, usted vea sobre este punto. Que le den recio a los molejones porque tal vez nos toca cargar a machetazo limpio. Y vea, me afila bien mi cutacha.
—¡Sí, General! —
Capitán Peño, a usted le tenemos que encargar una misión delicada. Por meterse a cirujano ahí está todo salpicado de sangre. Lo primero que hace es bañarse. En seguida se viste cambiando ropa con los compañeros, la más limpiecita que haiga. Y que me le corten el pelo.
Que las mujeres le unten aceite de Murillo, del perfumado. Cargue una mula con maíz y frijoles, y se las pela escondidito a toparse con el enemigo como quien viene de San Rafael, muy inocente.
Que lo capturen, y usted chifla al llegar al Corrental. Si están desprevenidos, le da a "La Cucaracha". Si no, al "Cielito Lindo". Les dice a lo que le pregunten que los sandinistas le dejaron sin víveres y que usted fue con un novillo a San Rafael y lo mal vendió por ese maicito y esos frijoles.
—Sí, General. —
"Coronel Umanzor, usted toma cincuenta hombres y persigue al enemigo a distancia por el flanco derecho. El coronel Estrada se queda encargado del Cuartel General y al mando de los heridos. Capitán Ferrara, usted persigue al enemigo por el flanco izquierdo con veinte hombres. Yo apuraré la marcha para salirles al tope con los demás.
Coronel Estrada, apunte en la orden del día: Cuatro, descanso hasta anochecer. Con la noche salimos todos a ver si a la madrugada capturan al capitán Peño.
Y entonces no hay más que esperar la chiflada de "La Cucaracha". En oyéndola damos el asalto por los tres flancos a machetazo limpio, y a no dejar títeres con cabeza. Ese es el plan". "El combate vendrá siendo a la altura del Corrental mentado. Hay que acabar con el enemigo, capturarle todo lo que lleva y volver a El Chipote.
A nuestro regreso, termina la huelga de hambre. Coronel Estrada, en cuanto oigan las balas, que prendan los fuegos y echen tortillas; pero en cuanto nos hayamos ido que baje la Felicitas con las demás mujeres por agua que ya debe escasear".
—Sí, General. —
Queda levantado el Consejo de Guerra.
…El capitán Peño había bajado sin percance de El Chipote al llano. Aquí había hecho un largo ruedo hasta cerca del Corrental. Luego había tomado el sendero que pasa por el pinar y cuando la avanzada de los yanquis lo detuvo se sintió inmensamente feliz. Halaba animal cansado. Él mismo estaba que se le trababa la lengua de sed.
Al reto que le habían soltado en inglés había dejado caer el mecate de la jáquima de su bestia y levantado los dos brazos inermes. El ademán le había subido la camisa y dejado visible el botón cetrino del ombligo. A las preguntas que le hacían en inglés, Peño se encogía de hombros. Uno de sus captores le pegó la punta del fusil entre los riñones y lo empujó para que echase a andar.
Los otros yanquis alarmaron la región a silbos de pito. Con los oficiales venía un "nativo" que servía de intérprete. Peño representó su papel como un cómico consumado. Se quejó de los sandinistas que se le habían llevado todo menos unos chanchitos hocicudos que no estaban capados todavía. El intérprete se alargó en explicaciones a sus jefes.
El chancho másculo es de carne de mal sabor, tiene la manteca mala. A los oficiales yanquis les interesó el dato y algunos sacaron cartera y tomaron apuntes. Peño contó que había ido por provisiones a San Rafael y que de allí volvía con una carguita de maíz y frijoles.
Podían cerciorarse de eso. El nativo que servía de intérprete añadió de su cosecha que él no confiaba mucho en su paisano y propuso que vaciaran las talegas del campesino capturado.
—Esta gente es más mañosa que el diablo argüía. —
Oh, Navas —le decía en inglés un oficial— usted ve el diablo en todas partes. El pobre hombre parece inofensivo.
—¡Usted no conoce todavía lo que son estos indios, coronel Hatfield! Sólo aniquilando a los indios se puede salvar este país. Se me hace sospechoso que este hombre venga hasta sin machete.
—Pregúntele qué hizo con el machete.
—Oí vos, ¿qué hiciste el machete?
—Me lo quitaron los sandinistas, señor.
—Dice que los sandinistas se lo quitaron, pero yo apuesto —explicó el intérprete nativo a quien llamaban Navas que lo trae entre el maíz.
—All right, Navas —replicó el oficial—, usted conoce su gente mejor que yo. Haga lo que le parezca. —
Toda la carga se la vaciaron a Peño en el suelo, sin hallarle ni un alfiler.
…Y así, Peño quedó agregado a la columna invasora. Con señas pidió de beber, y los soldados yanquis le dieron café caliente de sus botellas térmicas, le ofrecieron cigarrillos y chicle, y él correspondió ofreciéndose a llevarles los rifles y aparejos bélicos con los que cargó a su bestia. Los ojos se le iban buscando la mula del general Sandino.
La columna era larga y no la divisaba.
Los yanquis cantaban. Eran canciones que aprendieron cuando andaban en Francia; "La Madelon", "Over There" y "Smile". Peño se daba maña para acompañarlos chiflando. Ya que se acercaban al Corrental, aprovechó un espacio entre canción y canción y se soltó a chiflar "La Cucaracha". Muchos de los soldados conocían la tonada y aun la letra. Pronto se generalizó. Chifla que chifla, Peño no se daba descanso: La cocaracha, la cocaracha, ya no querer caminar.
... El cantar se esfumó al bajar el empinado declive del cauce que había que atravesar. El caballo de Peño hacía aspavientos y éste se quedaba atrás dejando que los de a pie se adelantaran. Y no cesaba de chiflar.
…A uno que titubeaba al comenzar a bajar le tomó el rifle. El yanqui se echó de barriga por la pendiente y se fue resbalando. Del fondo le hacía señas a Peño que le cuidara el fusil. Peño chiflaba como desesperado y casi resbala con todo y bestia de volver los ojos a uno y otro lado por ver si divisaba a su gente. Abajo, el cauce seco, se llenaba de yanquis. Los primeros comenzaban a subir del otro lado. De pronto y por tres flancos se inició un tiroteo asombroso. Ni se veía de dónde venía, sólo se oían las balas.
…NO FUE NECESARIO que el coronel Estrada abandonara el Cuartel General porque mientras Peño sorbía su café y le daba grandes soplos para irlo enfriando, se oyeron los ululantes gritos del Ejército Libertador que regresaba de pelear. Las sombras se hacían súbitamente largas. Arriba, en El Chipote, todavía había luz, pero la noche ya se había enroscado allá abajo.
A lo lejos, los montes de Honduras y los de Matagalpa se vestían de púrpura y violeta y el cielo a la altura de los montes era de un azul de añil esmaltado.
—¡Ji —ji jiay, ay, ay! —¡Ji —ji —jiay! Como a ras del horizonte, grandote como un puño, brillaba con luz tiernísima sobre un campo de cielo de un verde angelical, el lucero de la tarde.
—¡Ay vienen los hombres! —gritaron las mujeres.
—¡Aticen los fuegos que ay viene el General! les gritó el coronel Estrada.
—Luego se oyó clara la canción que cantaban: La cucaracha, la cucaracha... Los de la enramada cogieron el son y se unieron al canto.
A medida que iban llegando los hombres de Sandino, el cielo se tachonaba de estrellas. Estrada ordenó que se prendieran los candiles. Eran corrientes, de hoja de lata, con mechas de trapo viejo. Frente a la enramada se prendieron también hachones de ocote, de embalsamado olor. Era una música el palmotear de las mujeres echando tortillas.
El fuego debajo de los comales, tizones en brasa pura, tenía reverberaciones de oro, su resplandor aureaba los rostros relumbrosos de las tortilleras y se quebraba en filos de luz sobre las lisas y aceitadas cabelleras negras. Seis latas de agua hervían trémulamente, y los garrafones de esencia de café se vaciaban. Los recién llegados hallaban aquello grandemente reconfortante.
El último en llegar fue Sandino. Venía solo, con el coronel Umanzor. Planeado un ataque, solía lanzar a la vanguardia a sus hombres. Pero cuando había retaguardia de importancia, el peligro de una súbita vuelta del enemigo, de un contra-ataque inesperado, ése era el puesto que él se reservaba para sí, el de mayor responsabilidad y riesgo. En llegando ordenó formación:
—¡Ejército Libertador, a formar! ¡Form!
No había cuento ni canilla de muerto. Los que no habían terminado su café a medio tomar lo dejaron. ¡Atención! ¡Ten! Detrás de los hombres ardían los candiles arrojando al frente de ellos largas sombras negras. Al frente del ejército formado lucían, más temblones aún que los candiles, los hachones de ocote, arrojando a espaldas de los soldados otra hilera de largas sombras que se doblaban sobre la única pared de la enramada y se extendió en los espacios entre los candiles. En medio de aquel bailar fantástico de sombras, los hombres enfilados parecían gigantes.
—Coronel Umanzor, ¡pase lista! Umanzor comenzó a llamar nombres:
—¡Simón Montoya! —
¡Presente! —
¡Coronado Maradiaga!
—¡Presente!
—¡José León Díaz!
¡Presente!
¡Juan Gregorio Colindres!
¡Presente!
¡Rodolfo Sevillano!
—¡Presente! —
¡García, Félix! —y así hasta llegar, justo, a Zeledón, Orlando.
Luego informó: Todos presente, mi General.
—¿Heridos? —
Ninguno, mi General.
—¿En cuánto calcula las bajas hechas al enemigo?
—En más de doscientas, mi General. —
"¡Ejército Libertador! Habéis oído. A más del tres por uno hemos pagado la deuda que hace tres días contrajimos con los sicarios rubios".
"Ya la zopilotada sabe qué carne es más sabrosa, si la carne nica o la yanqui".
"Pero los yanquis son millones y todos los zopilotes del mundo no se darían abasto para comérselos si los matáramos a todos".
"De hoy en adelante, la América todita perece si no sigue el ejemplo que hemos dado".
Edelberto Matus.