Lo que hace que el caso de Paul Lafargue a favor del ocio sea distintivo es que respalda sin disculpas la ociosidad hedonista.
La ética capitalista del trabajo insiste en que agachemos la cabeza y trabajemos sin cesar incluso bajo condiciones degradantes.
El socialismo democrático busca liberar a las personas del trabajo penoso para que podamos desarrollar todo nuestro potencial humano y simplemente disfrutar de la única vida que tenemos.
Britney Spears dijo una vez: «You gotta work, beach» [Tienes que trabajar, zorra] y, como suele ocurrir, la camarada Spears tenía toda la razón.
Pocas cualidades son tan alabadas en el capitalismo como el trabajo duro. Conservadores como Dinesh D’Souza nos dicen que el socialismo, aunque funcione, creará una sociedad de perezosos en busca de limosnas.
Los defensores de la meritocracia insisten en que las personas que están en la cima se han ganado su estatus a base de garra y esfuerzo, a pesar de las abrumadoras pruebas sobre el papel que desempeñan la suerte y la ventaja a la hora de determinar los resultados en la vida.
Otros presentan el trabajo duro en términos explícitamente religiosos: «un deber para con Dios», como dijo un escritor conservador.
Sin embargo, a pesar de pasar gran parte de nuestra vida trabajando, la mayoría de nosotros encontramos en nuestros empleos una fuente de infelicidad más que de satisfacción.
Los salarios reales han disminuido en las últimas décadas, y los ataques a los sindicatos han dado rienda suelta a los jefes para actuar como tiranos privados, regulando nuestro comportamiento incluso cuando fichamos a la salida.
Es fácil olvidar, a pesar de lo que digan los autoproclamados defensores de la civilización occidental, que el ocio fue una vez sinónimo de buena vida.
Para los antiguos griegos, ofrecía a los ciudadanos tiempo para estar con su familia, dedicarse a actividades artísticas y filosóficas de alto nivel y participar en el gobierno de la ciudad.
Por supuesto, esto se debía en parte a que la antigua Grecia era una sociedad esclavista en la que los ciudadanos griegos libres —no esclavos— se veían liberados de muchas de las cargas del trabajo manual.
E incluso en las sociedades no esclavistas, durante muchos siglos la escasez absoluta obligó a los humanos a pasar la mayor parte de sus vidas en un horrible ajetreo contra la necesidad natural.
Esto empezó a cambiar con la llegada del capitalismo, que impulsó un crecimiento económico sin precedentes.
En el siglo XIX, a medida que el desarrollo tecnológico de los medios de producción avanzaba a buen ritmo, los socialistas y el movimiento obrero en general sostenían que todo el mundo debía tener derecho al tiempo libre, ya fuera para desarrollar sus capacidades o simplemente para relajarse y disfrutar de la única vida que tenemos.
El marxismo y la perfectibilidad humana
Quizá el socialista más famoso que defendió el «derecho a la pereza» fue Paul Lafargue, cuyo panfleto de 1883 con ese título ha sido reeditado recientemente por la New York Review of Books.
Lafargue, un emigrante cubano-haitiano, nació en 1842 y se casó con la segunda hija de Karl Marx, Laura, a finales de la década de 1860. Se dedicó a continuar el legado socialista de su suegro.
Irónicamente, Marx desconfiaba de la política de Lafargue, llegando a declarar que si Lafargue era marxista, entonces el propio Marx no lo era. Poco antes de su muerte, Marx criticó a Lafargue por su «fraseología revolucionaria».
Pero el suegro y el yerno coincidían en el valor del tiempo libre.
Marx era un ardiente defensor de la reducción de la jornada laboral —en una época en la que eran habituales las jornadas de doce a catorce horas, seis días a la semana—, tanto porque ayudaba a construir la lucha de clases como porque mejoraba inmediatamente la vida de los trabajadores.
Marx quería que los trabajadores tuvieran tiempo para desarrollar plenamente su personalidad. En La ideología alemana (1846), él y Engels expresaron esto de forma un tanto jocosa como aprender a «cazar por la mañana, pescar por la tarde, criar ganado por la noche, criticar después de cenar, sin llegar nunca a ser cazador, pescador, pastor o crítico».
En un tono más serio, décadas más tarde, Marx censuró al capitalismo por malgastar el potencial humano, ya que millones de personas carecían del tiempo y los recursos necesarios para desarrollarse.
Bajo el socialismo, por primera vez, el «desarrollo de las facultades humanas» se convertiría en «un fin en sí mismo», ya que «el reino de la libertad comienza realmente solo donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y las consideraciones mundanas».
Estos comentarios perfeccionistas han llevado a los intérpretes a atribuir al socialismo expectativas verdaderamente utópicas.
La afirmación de León Trotsky de que en las sociedades comunistas «el tipo humano medio se elevará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y por encima de esta cresta se elevarán nuevas cumbres» es solo el ejemplo más florido.
El derecho a la pereza
Lafargue no atribuye expectativas tan enrarecidas a los seres humanos de una sociedad socialista. Simplemente señala que generaciones de pensadores, incluido Aristóteles, soñaron con un mundo en el que la automatización liberaría a los seres humanos del trabajo penoso.
A finales del siglo XIX, escribe,
El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas respiran fuego, tienen miembros de acero, nunca se cansan, nunca necesitan dormir. Son maravillosamente productivas y se comportan dócilmente, incluso mientras realizan su sagrado trabajo. Y sin embargo, las mentes de los grandes filósofos capitalistas siguen dominadas por el prejuicio del trabajo asalariado, la peor clase de esclavitud.
Lafargue llama a la «era del trabajo» la «era del dolor, la era de la miseria y la corrupción». Reprende a los hombres «bien alimentados y satisfechos de sí mismos» que pregonan el trabajo agotador como cura del «vicio» y base del «progreso».
El verdadero progreso, sostiene Lafargue, no es solo un aumento de la producción. Significa tener tiempo libre para «saborear las alegrías de la tierra para hacer el amor y reír, para juerguear y zapatear en honor del alegre dios de la ociosidad». Pasar tiempo con los amigos, la familia e incluso con uno mismo.
Lo que distingue a Lafargue en su defensa del ocio es que respalda sin reparos la ociosidad hedonista.
A sus ojos, muchos socialistas han interiorizado normas burguesas románticas sobre la importancia inherente de perfeccionar a los seres humanos. Cuando Marx defiende el tiempo libre, es en parte porque piensa que fomentará formas más grandiosas de individualidad.
Ahora bien, Marx tenía algo de razón: en el socialismo democrático, a muchas personas con talento ya no se les negarían oportunidades de prosperar debido a factores que escapan a su control.
Pero Lafargue se muestra más realista al admitir que, si tuviéramos tiempo libre, muchos de nosotros elegiríamos pasarlo disfrutando de la vida por sí misma.
¿Y qué hay de malo en ello, se pregunta atrevidamente Lafargue?
¿Por qué muchos de nosotros nos sentimos culpables cuando buscamos la alegría y el placer sin paliativos?
¿Por qué un mundo en el que la mayoría de la gente pueda disfrutar de su vida trabajando menos no sería una mejora con respecto a otro en el que muchos de nosotros trabajamos muy duro y tenemos poco que mostrar?
Todas estas preguntas son importantes en un momento en que se debate cada vez más la viabilidad de las semanas laborales de cuatro días y la conveniencia de trabajar desde casa.
No estoy de acuerdo con todo lo que dice Lafargue, sobre todo con la distinción tajante entre trabajo y ocio hedonista. Sospecho que en una sociedad socialista democrática, si se diera la oportunidad, a la mayoría de la gente le gustaría trabajar en un empleo que le pareciera significativo y útil.
La diferencia es que este trabajo sería más libre que bajo el punitivo statu quo capitalista porque, además de tener lugares de trabajo más democráticos, la gente corriente no se vería obligada a trabajar simplemente para vivir.
Marx y la vida de ocio
La parte más conmovedora de esta nueva edición de El derecho a la pereza no es el ensayo titular. Es una pequeña recopilación de los «Recuerdos de Karl Marx» de Lafargue, que aportan una rara visión personal de la vida personal del gran pensador.
No cabe duda de que Marx era un hombre imperfecto, de temperamento afilado y carácter severo, no solo con sus enemigos, sino también con sus aliados.
Sin embargo, el retrato que Lafargue hace de Marx es muy diferente.
Describe a un hombre de familia agradable, «tierno y amable», querido por amigos y parientes, que dice que «los hijos deben educar a sus padres» y que tiene un verdadero sentido del humor consigo mismo.
En un momento dado, Lafargue sorprende a Marx fumando. Marx responde con autocrítica: El capital, dice, nunca pagará todos los puros que se ha fumado mientras lo escribía.
Estas instantáneas humanizadoras desmienten la caricatura conservadora de Marx como un revolucionario violento, e incluso suavizan la glosa socialista que se toma a sí mismo como un intelecto de la historia mundial cuyas obras deben consultarse como si fueran textos proféticos.
Lo que se desprende del relato de Lafargue es un hombre que trabajó y pensó mucho, pero que nunca perdió de vista a la gente que le rodeaba y la alegría que le producía su compañía.
Ojalá todos aprendamos esa sabiduría en nuestros momentos de ocio.
[*] El artículo anterior es una reseña de The Right to be Lazy and Other Writings, de Paul Lafargue (NYRB Classics, 2022).
https://jacobinlat.com/2023/03/19/etica-capitalista-o-libertad-humana/