En una definición simple y lo más cercana de lo común, la raza sería un grupo biológico de personas unidas por el color de la piel, la forma y/o el color del pelo, ciertos rasgos de la cara, características del cuerpo.
A partir de allí, se distinguirían tres tipos fundamentales: el negro, de piel oscura y cabello rizado; el amarillo, de piel amarillenta y cabello negro lacio; y el blanco, de piel clara y variado color del cabello.
En la historia de la Humanidad se han efectuado y siguen efectuándose mezclas de estos “tipos” o “razas”, lo que convierte esas características en condicionales y no constantes.
Como bien lo ha demostrado en este mismo diario Alberto Kornblihtt, en pocas palabras y con la sabiduría que le es propia, estas supuestas razas y las declaraciones que les conciernen no tienen la menor validez científica y solo son vulgares afirmaciones sin importancia ninguna. No obstante, parecen ser muy graves, y si, como en el caso argentino, provienen de un expresidente, más graves aún.
Algunos científicos comenzaron a usar el término y el ambiguo concepto de raza a partir del trabajo de Joseph Arthur, conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, 1853-55, que es quien propuso la idea de una “raza aria”, por una extensión del vocablo aryan, del sánscrito “noble”, que describe el indo-europeo familia o más restringidamente la división indo iraní de la familia.
“La transposición de un grupo lingüístico a un grupo físico, como explica Raymond Williams en Keywords, era especialmente engañosa, cuando se combinaba, como en el caso de Gobineau, con ideas de una “estirpe pura”, la superioridad de la “rama nórdica” dentro de ella y, posteriormente, la noción general de las desigualdades raciales intrínsecas”.
Se señala al estudioso alemán Max Müller como el primer escritor en mencionar una «raza aria» en inglés. En sus Conferencias sobre la ciencia del lenguaje (1861), Müller se refirió a los arios como una «raza de personas». En ese momento, el término raza tenía el significado de «un grupo de tribus o pueblos, un grupo étnico».
Si bien la teoría de la «raza aria» siguió siendo popular, particularmente en Alemania, algunos renombrados autores alemanes se opusieron a ella, como Otto Schrader, Rudolph von Ihering y el etnólogo Robert Hartmann, quien propuso prohibir la noción de «ario» de la antropología.
El origen alemán de los arios fue especialmente promovido por el arqueólogo Gustaf Kossinna, quien afirmó que los primitivos indoeuropeos eran idénticos a la cultura de la cerámica cordada de la Alemania neolítica. Esta idea circuló ampliamente en la cultura intelectual y popular a principios del siglo XX.
El engañoso concepto de una raza germánica fue uno de los más elaborados por el nazismo.
Contaban a su favor, entre otros elementos, con una historia literaria plagada de tal patriotismo y se sirvieron de ella no solo como fuente sino también como motivo permanente de realimentación. A esta empresa coadyuvaron el idealismo alemán y el irracionalismo asentados en las filosofías adaptadas de Hegel y de Nietzsche; el prusianismo, con la unidad nacional impuesta desde arriba y a la fuerza; las teorías del Estado, el culto del ejército, de la autoridad y de las jerarquías.
El Estado-educador, las sociedades gimnásticas, la prohibición de lenguas extranjeras, hicieron el resto. Abonados y ayudados por el misticismo del alma germánica, por el orgullo de ser alemán, por el racismo, el regionalismo reaccionario, la literatura de la sangre y del suelo, se movían en un terreno conocido.
Y bien sembrado por la mitología germana, con su desfile de héroes, gigantes, dragones, Sigfridos y Brunildas, elfos y nibelungos, y su consagración por Richard Wagner, a quien ungieron aprovechando que era, además, como lo señaló oportunamente Hermann Broch, “la cumbre más alta de lo cursi”, que ellos difundieron y festejaron desde el principio. (“El Kitsch puede ser bueno, malo e incluso genial, mientras, con una nueva blasfemia, a este respecto me permito considerar a Wagner como una de las máximas vetas del Kitsch, y no dudo de agregar que tampoco Tchaikovsky se ubica muy lejos”. “Notas sobre el problema del Kitsch”).
Hasta que apareció el concepto, las lenguas indoeuropeas más antiguas conocidas habían sido las de los antiguos indo iraníes. Por lo tanto, la palabra ario se adoptó para referirse no solo a los pueblos indo-iraníes, sino también a los hablantes nativos indoeuropeos en su conjunto, incluidos los romanos, los griegos y los pueblos germánicos.
Pronto se reconoció que los bálticos, celtas y eslavos también pertenecían al mismo grupo. Se argumentó que todos estos idiomas se originaron a partir de una raíz común, ahora conocida como proto indo europea, hablada por un pueblo antiguo que se consideraba antepasado de los pueblos europeos, iraníes e indo-arios.
Tales lucubraciones están siempre, como se ve, íntimamente vinculadas con las de la lengua, y el nazismo se valió de esta para establecer el eje de las diferencias con otros pueblos: “Desde hace decenas de años, escribe Lionel Richard —Nazismo y literatura–, Adolf Bartels (pastor y poeta nazi) bregaba en contra de la corrupción del lenguaje alemán a causa de las palabras extranjeras.
A partir de 1933 predicó abiertamente, con el apoyo de sus adeptos, a favor de una lengua finalmente purificada: había que desembarazarla del intelectualismo degradante (cuyas fuentes eran los elementos judío y marxista) y retornar a la lengua primitiva de los campesinos”.
De todo ello, y de las tremendas experiencias vividas por la humanidad, provienen las reflexiones de otro sabio contemporáneo, George Steiner, en uno de sus libros fundamentales, Lenguaje y silencio, de 1976: “Pues no debemos engañarnos respecto de algo que está perfectamente claro: el idioma alemán no fue inocente de los horrores del nazismo.
Que Hitler, Goebbels y Himmler hablaran alemán no fue mera casualidad. El nazismo encontró en el idioma alemán exactamente lo que necesitaba para articular su salvajismo.
Hitler escuchaba en su lengua vernácula la historia latente, la confusión y el trance hipnótico. Se zambulló acertadamente en la espesura del idioma, en el interior de aquellas zonas de tiniebla y algarabía que constituyen la infancia del habla articulada y que existieron antes de que las palabras maduraran bajo el tacto del intelecto.
Oía en el idioma alemán otra música que la de Goethe, Heine y Mann, una cadencia áspera, una jerigonza mitad niebla y mitad obscenidad.
Y en vez de alejarse con náusea y escepticismo, el pueblo alemán se hizo eco colectivo de la jacaranda de aquel sujeto. El idioma se convirtió en un bramido compasado por un millón de gargantas y botas implacables. Cualquier Hitler habría encontrado posos de veneno y analfabetismo moral en cualquier idioma. Pero en virtud de su historia reciente, esas cualidades no se encontraban en ningún otro ni tan cerca de la superficie del habla vulgar”.
Mario Goloboff es escritor y docente universitario.
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