Iniciamos la publicación por episodios de la última parte del libro de Thierry Meyssan Sous nos yeux, titulado en español De la impostura del 11 de septiembre a Donald Trump. Ante nuestra mirada, la gran farsa de las primaveras árabes. En este episodio se analizan los hechos que rodearon los atentados del 11 de septiembre de 2001, momento en el que los descendientes directos de los llamados «Padres peregrinos» toman el poder en Estados Unidos en detrimento de los defensores de la Carta de Derechos.
Las «primaveras árabes», organizadas por Washington y Londres
Al disolverse la Unión Soviética, las élites estadounidenses creyeron que el fin de la tensión de la guerra fría traería un periodo de comercio y prosperidad.
Pero una facción del complejo militaro-industrial impuso el rearme, en 1995, e inició una política imperial particularmente agresiva, en 2001.
Ese grupo, que se identifica con el «Gobierno de Continuidad» previsto en Estados Unidos en caso de destrucción de las instituciones electivas, preparó con gran antelación las guerras contra Afganistán y contra Irak, que se iniciarían sólo después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001.
Ante su fracaso militar en Irak y la imposibilidad de atacar Irán, ese grupo modificó sus planes. Adoptó el proyecto británico para el derrocamiento de los regímenes laicos del Medio Oriente Ampliado y el rediseño general de toda la región, que debía quedar dividida en pequeños Estados administrados por la Hermandad Musulmana.
Poco a poco, esa facción estadounidense se hizo del control de la OTAN, de la Unión Europea y de la ONU. Sólo después de haber causado varios millones de muertes y de haber dilapidado millares de miles de millones de dólares, ese grupo se verá cuestionado –en los propios Estados Unidos– por la elección de Donald Trump.
Algo similar sucede en Francia, donde Francois Fillon, candidato conservador a la presidencia de la República, se pronuncia contra las guerras iniciadas
en el Medio Oriente.
De izquierda a derecha, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el presidente George W. Bush y el vicepresidente Dick Cheney.
Supremacía de Estados Unidos
Al término de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era la única nación victoriosa que no había sufrido los estragos de la guerra en su propio suelo.
Explotando esa ventaja, Washington optó por suplantar a Londres en el control de los territorios que habían sido parte del Imperio británico y por entrar en conflicto con Moscú.
Durante 44 años, el fuego bélico del conflicto mundial fue sustituido por la guerra fría. Al cabo de todos esos años, cuando la Unión Soviética comenzó a tambalearse, el presidente estadounidense George H. W. Bush (Bush padre) pensó que había llegado el momento de dedicarse a los negocios.
Comenzó entonces a reducir las fuerzas armadas y ordenó una revisión de la política exterior y de la doctrina militar de Estados Unidos.
Washington afirmó entonces –en 1991–, en la National Security Strategy of the United States, que:
«Estados Unidos queda como el único Estado con una fuerza, un alcance y una influencia en toda dimensión –política, económica y militar– realmente globales.
No existe sustituto para el liderazgo estadounidense.»
Para presentarse como defensor del Derecho Internacional, el presidente George Bush padre empujó el presidente iraquí Saddam Hussein a invadir Kuwait y luego orquestó la creación de una “coalición internacional” en la que enroló a todos los grandes países, bajo la bandera de Estados Unidos, lo cual permitió a Washington consolidar su predominio a nivel mundial.
Es por esa razón que Estados Unidos reorganizó el mundo durante la operación «Tormenta del Desierto».
Para ello, Washington estimuló su aliado kuwaití a robar petróleo iraquí y a reclamar al mismo tiempo a Bagdad el pago de la ayuda –supuestamente gratuita– que el pequeño emirato de Kuwait había aportado a Irak durante la guerra contra Irán.
Estados Unidos incitó después su “aliado” iraquí a resolver el problema anexando Kuwait, un territorio que los británicos habían arrancado arbitrariamente a Irak 30 años atrás.
Como colofón de su maniobra, Estados Unidos invitó seguidamente todos los Estados del planeta a respaldarlo en la reafirmación del derecho internacional que Washington supuestamente defendía, suplantando a la ONU.
El 21 de noviembre de 1995 se firman en París los acuerdos de Dayton, en presencia de los jefes de Estado y de gobierno de las principales potencias mundiales –incluyendo Rusia–, alineados todos tras el presidente estadounidense Bill Clinton.
Sin embargo, dado el hecho que las dos superpotencias –Estados Unidos y la Unión Soviética– se apoyaban paradójicamente cada una contra la otra, precisamente a través de su oposición, la desaparición de la URSS tendría, lógicamente, que haber provocado la caída de Estados Unidos, ya carente de ese punto de apoyo.
Para evitar el derrumbe de su propio país, los parlamentarios estadounidenses impusieron al presidente Bill Clinton el rearme iniciado en 1995.
Las fuerzas armadas estadounidenses, que acababan de desmovilizar un millón de hombres, se rearmaron sin que existiese en aquel momento ningún adversario capaz de medirse con Estados Unidos. El sueño de Bush padre de un mundo unipolar, regido por el “business” estadounidense, terminaba siendo reemplazado por una loca carrera destinada a mantener el proyecto imperial.
A partir de la disolución de la URSS, la dominación estadounidense sobre el mundo tomó forma mediante 4 guerras que Washington desató y encabezó sin el aval de las Naciones Unidas: contra Yugoslavia (en 1995 y 1999), contra Afganistán (en 2002), contra Irak (en 2003) y contra Libia (en 2011). Ese periodo terminó con los 10 vetos chinos y los 16 vetos rusos en el Consejo de Seguridad de la ONU, vetos que prohibieron explícitamente el inicio de una guerra abierta contra Siria.
Apenas terminada la Guerra del Golfo, el presidente republicano George Bush padre solicita a su secretario de Defensa, Dick Cheney, que se ocupe de trazar la Defense Policy Guidance [1] –documento clasificado pero del que varios fragmentos han sido publicados en el New York Times y en el Washington Post [2].
Ese documento es redactado finalmente por Paul Wolfowitz, militante trotskista y futuro secretario adjunto de Defensa, quien teoriza sobre la supremacía estadounidense:
«Nuestro primer objetivo es evitar que reaparezca un nuevo rival, ya sea en el territorio de la antigua Unión Soviética o en cualquier otra parte, que represente una amenaza comparable a la de la antigua Unión Soviética.
Esta es la preocupación dominante que subyace en la nueva estrategia de defensa regional y requiere que nos dediquemos a evitar que algún poder hostil logre dominar una región cuyos recursos puedan, si llegara a controlarlos, resultar suficientes para convertirlo en una potencia global. Esas regiones incluyen Europa, el Extremo Oriente, los territorios de la antigua Unión Soviética y el sudeste asiático.»
Wolfowitz plantea 3 aspectos adicionales a ese objetivo:
«Primeramente, Estados Unidos debe dar prueba del liderazgo necesario para establecer y garantizar un nuevo orden mundial capaz de convencer a los potenciales competidores de que no deben aspirar a un papel regional más importante ni asumir una postura más agresiva en defensa de sus intereses legítimos.
Segundo, en las zonas de no defensa, tenemos que representar lo suficientemente los intereses de los países industrializados de manera que no se atrevan a competir con nuestro liderazgo o a tratar de derrocar el orden político y económico establecido.
Finalmente, tenemos que conservar los mecanismos de disuasión hacia posibles competidores para evitar que se sientan tentados de desempeñar un papel regional más importante o un papel global.»
La “doctrina Wolfowitz” supuestamente debía evitar una nueva guerra fría y garantizar a Estados Unidos el papel de “gendarme mundial”.
El presidente Bush padre desmovilizó en masa sus fuerzas armadas porque ya no debían hacer otro papel que el de simple policía.
Pero lo que vimos fue exactamente lo contrario: primero, con las 4 guerras ya mencionadas, pero también con la guerra contra Siria y, posteriormente, con la guerra que se desarrolla, en Ucrania, en contra de Rusia.
Fue para dar muestras del «liderazgo necesario» que Washington decidió, en 2001, tomar el control de todas las reservas de hidrocarburos del «Medio Oriente Ampliado» –a eso se debieron las guerras contra Afganistán e Irak.
Fue para que sus aliados «no se atrevan a competir» con el liderazgo estadounidense que Estados Unidos modificó su plan en 2004 y decidió aplicar las sugerencias británicas:
1) anexar los Estados rusos no reconocidos –comenzando por Osetia del Sur– y
2) derrocar gobiernos laicos árabes en beneficio de la Hermandad Musulmana –las llamadas «primaveras árabes».
Finalmente, es para evitar que Rusia sienta la tentación de «desempeñar un papel global» que Estados Unidos utiliza yihadistas y ex yihadistas en Siria, en Ucrania y en Crimea.
Paul Wolfowitz (a la derecha en la foto) trabajó con dos secretarios de Defensa: primero con Dick Cheney, cuando este último era secretario de Defensa del presidente George Bush padre, y después con Donald Rumsfeld (en la foto), secretario de Defensa de George Bush hijo.
La aplicación de la doctrina Wolfowitz no sólo exige recursos financieros y humanos sino también una poderosa voluntad hegemónica. Un grupo de responsables políticos y militares espera llegar a aplicarla promoviendo la candidatura del hijo de George Bush padre: George W. Bush.
Para ello suscitan la creación, por parte de la familia Kagan y en el seno del American Entreprise Institute, de un nuevo grupo de presión: el «Proyecto para un Nuevo Siglo Americano» (léase “estadounidense”).
Durante la elección presidencial, ese grupo de cabildeo se verá obligado a “arreglar” el conteo de los votos en el Estado de la Florida, con ayuda del gobernador Jeb Bush, el hermano de George Bush hijo, para que este último logre llegar a la Casa Blanca.
Mucho antes de que eso sucediera, aquel grupo ya militaba activamente por la preparación de nuevas guerras de conquista, particularmente contra Irak.
Pero el nuevo presidente no es precisamente obediente, lo cual obliga a quienes antes lo habían respaldado a organizar un acontecimiento excepcional, algo capaz de sumir a la opinión pública en un estado de conmoción que ellos comparan con un «nuevo Pearl Harbor». Ese acontecimiento tendrá lugar el 11 de septiembre de 2001.
El viraje del 11 de septiembre
Todo el mundo creer saber lo que pasó el 11 de septiembre de 2001 y la gente cita de memoria las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas del World Trade Center y la destrucción de un ala del Pentágono.
Pero, detrás de esos acontecimientos y de la interpretación que de ellos presentó después la administración Bush, lo que sucedió fue algo muy diferente.
En momentos en que los dos aviones acaban de estrellarse contra el World Trade Center y mientras que un incendio devora las oficinas del vicepresidente de Estados Unidos y se habla de explosiones en el Pentágono, el coordinador nacional de la lucha antiterrorista, Richard Clarke, pone en marcha el procedimiento de «Continuidad del Gobierno» (CoG, siglas en inglés de “Continuity of the Government”) [3].
Concebida en tiempos de la guerra fría, en previsión de un conflicto nuclear o de la posibilidad de que los poderes ejecutivo y legislativo quedasen decapitados, la CoG debía salvar el país poniendo todas las responsabilidades en manos de una autoridad provisional previamente designada en secreto.
Pero el 11 de septiembre de 2001 ningún dirigente electo había muerto.
Esta es la entrada del complejo “R”, una de las tres ciudades subterráneas secretas de las fuerzas armadas estadounidenses.
Asumiendo simultáneamente los poderes y funciones de la administración Bush, así como los del Congreso y del Departamento de Justicia, el “Gobierno de Continuidad” ejerció el control total de Estados Unidos desde este megabunker, el 11 de septiembre de 2001.
Pese a que todos los dirigentes de la administración y del Congreso estaban vivos, George W. Bush dejó de ser presidente de Estados Unidos a las 10 de la mañana.
El poder ejecutivo se transfirió de la Casa Blanca, en Washington, al Complejo R, el gigantesco bunker de Raven Rock Mountain [4].
Mientras tanto, unidades del ejército y del Servicio Secreto se movían por todo Washington para “proteger” a los miembros del Congreso y los equipos de trabajo de los congresistas.
Casi todos fueron llevados, para «garantizar su seguridad», al Greenbrier Complex, otro megabunker cerca de Washington.
Concebido para servir de refugio a todos los miembros del Congreso estadounidense, sus equipos de trabajo y sus familias, el megabunker conocido como Greenbier Complex incluye una gran sala donde pueden realizarse sesiones conjuntas de la Cámara de Representantes y del Senado de Estados Unidos… bajo la “protección” del Gobierno de Continuidad.
El gobierno alternativo –cuya composición no había cambiado en al menos 9 años– incluía, ¡oh casualidad!, varias personalidades que llevaban mucho tiempo en la escena política, como el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el ex director de la CIA James Wolsey.
En el transcurso de la tarde de aquel 11 de septiembre, el primer ministro de Israel, Ariel Sharon, intervino en la crisis que Estados Unidos estaba viviendo y se dirigió a los estadounidenses, en momentos en que estos últimos ignoraban que el plan de Continuidad del Gobierno estaba en vigor y en que nadie conocía el paradero de George W. Bush. Ariel Sharon proclamó la solidaridad de su propio pueblo –a menudo víctima también del terrorismo–, expresándose como si supiera que los atentados habían terminado y como si él mismo representara también al Estado central estadounidense.
Al final de la tarde, el gobierno provisional devolvió el poder ejecutivo al presidente George W. Bush, quien pronunció una alocución a través de la televisión, y los miembros del Congreso fueron liberados.
Lo anterior es un recuento de hechos comprobados, no de la absurda narración de la administración Bush, en la que un puñado de kamikazes árabes llevan a cabo un complot dirigido desde una cueva en Afganistán para destruir la primera potencia militar del planeta.
En un libro titulado Coup d’État: A Practical Handbook (Manual Práctico del Golpe de Estado) [5], publicado 30 años antes de los hechos y convertido en lectura de cabecera de los republicanos durante la campaña electoral del año 2000, el historiador Edward Luttwak explicaba que un golpe de Estado es verdaderamente exitoso cuando nadie logra percibirlo, lo cual elimina toda posibilidad de oposición.
Pero Luttwak debería haber precisado que, para lograr que el gobierno legal obedezca a los conspiradores, no sólo hay que dar la impresión de que el mismo equipo se mantiene en el “Poder” sino que los conspiradores también deben ser parte de ese equipo.
Las decisiones que el gobierno provisional impuso aquel 11 de septiembre recibieron el aval del presidente George W. Bush en los días posteriores.
En el plano interno, la aplicación de la Carta de Derechos (The Bill of Rights, o sea las 10 primeras enmiendas de la Constitución de Estados Unidos) se suspendió para todos los casos de terrorismo, con la adopción del Acta Patriótica (The USA Patriot Act). En el plano externo, se procedió a planificar cambios de regímenes y guerras, tanto para obstaculizar el desarrollo de China como para destruir los Estados en todos los países del Medio Oriente Ampliado.
El presidente George W. Bush atribuyó los atentados del 11 de septiembre a los islamistas y declaró la «guerra al terrorismo», expresión que, aunque suene bien al oído, no tiene ningún sentido ya que el terrorismo no es una potencia sino una forma de acción.
En unos años, el terrorismo que Washington decía combatir se multiplicó por 20 a través del mundo. Extrañamente, Bush hijo calificó el nuevo conflicto de «Guerra sin Fin».
Cuatro días después del 11 de septiembre, George W. Bush presidía en Camp David una increíble reunión, en la que se adoptó como principio el inicio de una serie de guerras para destruir todos los Estados hasta entonces no controlados en el «Medio Oriente Ampliado» (o «Gran Medio Oriente»), así como un plan de asesinatos políticos en todo el mundo.
El director de la CIA, George Tenet, denominó aquel plan como la «Matriz del ataque mundial». Aquella reunión, mencionada primeramente en el Washington Post [6], fue denunciada después por el general estadounidense Wesley Clark, ex Comandante Supremo de las fuerzas de la OTAN.
El uso en este caso del término “matriz” debe ser interpretado en el sentido de que sólo se trata de la fase inicial de una estrategia mucho más amplia.
El Pacto del Mayflower inspiró la redacción de la Constitución estadounidense, profundamente modificada después por las 10 primeras enmiendas, que constituyen la Bill of Rights o Carta de Derechos. Pero este último documento, la Carta de Derechos, quedó prácticamente invalidado por la USA Patriot Act o “Ley Patriota”, firmada en octubre de 2001, por el presidente George Bush hijo. Los presidentes George Bush padre y George Bush hijo son descendientes directos de uno de los 41 firmantes del Pacto del Mayflower.
¿Quién gobierna Estados Unidos?
Para entender la crisis institucional que estaba implementándose en Estados Unidos, es necesaria una mirada atrás.
Según el mito fundador estadounidense, unos cuantos puritanos, convencidos de que era imposible reformar la monarquía y la Iglesia británicas, decidieron construir en América una «Nueva Jerusalén». Aquellos puritanos llegaron al Nuevo Mundo, en 1620, a bordo del buque Mayflower y agradecieron a Dios por haberles permitido atravesar el Mar Rojo –en realidad era el Océano Atlántico– para escapar a la dictadura del Faraón –o sea, el rey de Inglaterra. Aquella expresión de agradecimiento de los puritanos a Dios dio origen a la tradición estadounidense del Thanksgiving o «Día de Acción de Gracias».
Los puritanos decían obedecer a Dios respetando a la vez las enseñanzas de Cristo y la Ley Judía. No veneraban especialmente los Evangelios sino la Biblia en su conjunto.
El Antiguo Testamento era para ellos tan importante como el Nuevo Testamento. Practicaban una forma de moralidad muy austera, estaban convencidos de que Dios los había elegido y de que Él los había bendecido otorgándoles las riquezas que poseían. Consideraban, por consiguiente, que –sin importar lo que haga– ningún hombre puede mejorarse por sí mismo y que el dinero es un don que Dios concede sólo a quienes son fieles a Él.
Esta forma de pensar tiene numerosas consecuencias. Se refleja, por ejemplo, en el rechazo a organizar cualquier forma de solidaridad nacional –la Seguridad Social– y en la tendencia a reemplazar esta última por la caridad individual. También se refleja en el plano penal, con la creencia de que hay personas que nacen siendo criminales, lo cual llevó el Manhattan Institute a promover en numerosos Estados una serie de leyes que castigan con durísimas penas de cárcel la reincidencia en delitos tan insignificantes como no haber pagado el subway.
Con el tiempo, el mito nacional fue borrando el conocimiento sobre el fanatismo de los «Padres Peregrinos», pero el hecho es que estos implantaron una comunidad sectaria, instauraron castigos corporales y obligaron sus mujeres a cubrirse. Existen de hecho muchas similitudes entre el modo de vida de la comunidad puritana y el de los islamistas contemporáneos.
La Guerra de Independencia tuvo lugar cuando la población de las colonias ya se había visto profundamente modificada. Ya no se componía sólo de gente proveniente de las islas británicas sino que incluía todo tipo de europeos.
Los patriotas que lucharon contra el rey de Inglaterra esperaban convertirse en dueños de su propio destino y crear instituciones republicanas y democráticas. Fue para ellos que Thomas Jefferson redactó la Declaración de Independencia de 1776, inspirándose en el movimiento francés de Las Luces –más conocido en español como «La Ilustración»– y, en particular, en las ideas del filósofo John Locke.
Pero, después de la victoria, la inspiración de la Constitución salió de una fuente muy diferente. La Constitución estadounidense se basa en el «Pacto del Mayflower», o sea en la ideología de los puritanos y en su deseo de crear instituciones comparables a las de Gran Bretaña, pero sin la nobleza hereditaria. Es por eso que la «Constitución» de Estados Unidos rechaza la soberanía popular e instituye la soberanía de los gobernadores de los diferentes Estados.
Por ser ese un sistema absolutamente inaceptable, hubo que “equilibrarlo” de inmediato con la adopción de las 10 enmiendas constitucionales que constituyen la «Carta de Derechos» (The Bill of Rights). El texto final pone por lo tanto la responsabilidad política únicamente en manos de las élites de cada Estado y sólo concede a los ciudadanos el derecho a defenderse ante los tribunales frente a la “Raison d’Etat”, la llamada “Razón de Estado”.
El 26 de octubre de 2001, al firmar la “Ley Patriota” (USA Patriot Act), el presidente George Bush hijo anula la “Carta de Derechos” o “Bill of Rights”. A partir de ese momento, los ciudadanos de Estados Unidos pierden toda protección ante la “Razón de Estado” si llegan a verse envueltos en un caso de terrorismo.
Al suspender la «Carta de Derechos» para todos los casos que pudieran estar vinculados al terrorismo, la Ley Patriótica Estadounidense (The USA Patriot Act) hace retroceder la Constitución de Estados Unidos a lo que fue hace 2 siglos.
Al privar a los ciudadanos de sus derechos ante la justicia, la Ley Patriótica desequilibró nuevamente las instituciones, sometió el Poder a la ideología puritana y ha garantizado única y exclusivamente los intereses de las élites.
En la tarde del 11 de septiembre de 2001, la única personalidad que pone en duda la versión de la administración Bush sobre la destrucción del World Trade Center es el magnate inmobiliario Donald Trump. Sin dejarse llevar por la histeria generalizada, Donald Trump declara públicamente que, según sus ingenieros –que habían participado en la construcción del World Trade Center– el impacto de los aviones de pasajeros no pudo haber causado el derrumbe de las Torres Gemelas.
El golpe de Estado no declarado del 11 de septiembre de 2001 dividió esas élites en dos grupos: las que respaldaron el golpe y las que fingieron no verlo.
Las pocas personalidades que se opusieron al golpe, como el senador Paul Wellstone, fueron eliminadas físicamente. Sólo algunos lograron hacer oír sus voces, principalmente dos multimillonarios dedicados al negocio inmobiliario.
En la tarde del 11 de septiembre de 2001, ante las cámaras del canal 9 de Nueva York, Donald Trump pone en duda lo que ya estaba convirtiéndose en la versión oficial.
Ese día, después de recordar que los ingenieros que construyeron las Torres Gemelas trabajan ahora para él, Trump observa que es imposible que el derrumbe de edificios tan sólidos se deba solamente al impacto de los aviones y a los subsiguientes incendios y concluye que tienen que existir otros factores que todavía se desconocen.
Otro empresario, Jimmy Walter, dedica parte de su fortuna a la compra de páginas publicitarias en los diarios y a la difusión de DVDs donde se analizan las verdaderas causas de la caída de los edificios.
A lo largo de los siguientes 15 años, esos dos grupos –los conspiradores activos y los cómplices pasivos–, aunque en definitiva persiguen el mismo objetivo de dominación dentro y fuera de Estados Unidos, van a enfrentarse entre sí periódicamente, hasta verse ambos aparentemente derrocados por un movimiento popular encabezado por Donald Trump.
(Continuará)
[1] The Rise of the Vulcans: The History of [W.] Bush’s War Cabinet, James Mann, Viking, 2004.
[2] «US Strategy Plan Calls For Insuring No Rivals Develop», Patrick E. Tyler, The New York Times, 8 de marzo de 1992; «Keeping the US First, Pentagon Would preclude a Rival Superpower», Barton Gellman, The Washington Post, 11 de marzo de 1992.
[3] Against All Enemies, Inside America’s War on Terror, Richard Clarke, Free Press, 2004.
[4] Raven Rock: The Story of the U.S. Government’s Secret Plan to Save Itself - While the Rest of Us Die, Garrett M. Graff, Simon & Shuster, 2017; A Pretext for War, James Bamford, Anchor Books, 2004.
[5] Coup d’État: A Practical Handbook, Edward Luttwak, Allen Lane, 1968. Publicado en francés bajo el título Coup d’État, mode d’emploi, Odile Jacob, 1996. Junto a Richard Perle, Peter Wilson y Paul Wolfowitz, Edward Luttwak era uno de los “cuatro mosqueteros” de Dean Acheson, quien fue secretario de Estado bajo el presidente Harry Truman.
[6] “Saturday, September 15, At Camp David, Advise and Dissent”, Bob Woodward y Dan Blaz, The Washington Post, 31 de enero de 2002.
https://www.voltairenet.org/article213707.html