El 24 de abril de 1998, Monseñor Juan Gerardi Conedera celebró una solemne ceremonia en la Catedral Metropolitana de ciudad de Guatemala.
En un ambiente tenso, en donde el temblor de las candelas parecía flotar en el aroma del incienso, Monseñor Gerardi presentó a los fieles el volumen Nunca más, un reporte de la Conferencia Episcopal de Guatemala sobre el genocidio perpetrado por el Ejército Nacional en contra de la población maya.
En los años 80, el pretexto de los militares había sido la eliminación de la guerrilla armada que trataba de realizar una revolución en el país.
Más de 200 mil personas, la mayoría indígenas, fueron bárbaramente estupradas, torturadas y ajusticiadas. Los sobrevivientes presentaban síntomas de estrés postraumático y, visto que el Estado (representado por los mismos militares autores del genocidio) no les prestaba ningún auxilio, la Iglesia Católica creó una red capilar de catequistas y psicólogos que recogieron el desahogo de las víctimas.
El resultado fue el libro Nunca más. Monseñor entregó un volumen a Rigoberta Menchú, de etnia quiché, Premio Nobel de la Paz. Un aplauso potente llenó de dignidad a la Catedral. Al menos, el principio de la justa proclamación de la verdad histórica comenzaba a florecer.
Dos días después, hacia las diez y media de la noche, Monseñor Gerardi fue asesinado por un Comando del Ejército, en el garaje de la casa parroquial de San Sebastián. A pocos metros de distancia, estaban el vice párroco, el padre Mario Orantes y la cocinera, Margarita López. Esta última dormía profundamente, pues estaba enferma y las pastillas que tomó la habían hecho caer en un profundo sueño. El padre Orantes estaba despierto, y, sin embargo, llamó a la policía solo a las 12 y media de la noche.
El primer fiscal nombrado para investigar el caso fue Otto Ardón, ex militar, pariente de militares y simpatizante del Ejército. Ardón acusó del delito a un mendigo de los tantos que vegetaban en el parque situado detrás de la casa parroquial. En pocos días, el vagabundo demostró que a la hora del crimen se encontraba a varios kilómetros de distancia, bebiendo alcohol. Entonces, Ardón esgrimió una acusación que iba a presidir las teorías sobre el delito durante muchos meses: se trataba de un crimen pasional. Según esa tesis, el padre Orantes (cuya presencia en el ambiente gay era muy conocida) se solazaba con un amante, fue sorprendido por el Obispo, que, según el peregrino Ardón, también era gay, y la pelea sucesiva tuvo como consecuencia el asesinato de Gerardi. El padre Orantes terminó en la cárcel.
A la ya pintoresca tesis del delito homosexual, Ardón añadió otra nota de color: no fue el padre Orantes el autor material del asesinato, sino su perro Baloo, un robusto pastor alemán. Según esa reconstrucción, el vicepárroco azuzó a su perro para atacar a Monseñor. Con tal de demostrar científicamente tal tesis, Ardón llamó en su auxilio al Profesor José Manuel Reverte Comas, eminente forense de la Universidad de Madrid. Reverte consideró que sus insignes conocimientos no necesitaban más que unas fotos del cráneo de Monseñor para dictaminar que había evidentes foros de los caninos de un animal. Esto es, Baloo. Como en una trama grotesca, Baloo fue capturado y encerrado en un canil municipal. Un problema no indiferente se planteó delante de la tesis de Ardón y Reverte: Baloo era un perro tan anciano que apenas se sostenía sobre las patas inferiores. ¿Cómo había hecho para dar el salto y atacar a Monseñor?
Con gran pompa, el funambólico especialista viajó a Guatemala para realizar una segunda autopsia. En un clima esperpéntico y truculento, Reverte realizó la autopsia y confirmó su tesis. Según esa, el cráneo presentaba evidentes agujeros que se correspondían con los caninos superiores de Baloo. Válidamente, los abogados de la Iglesia refutaron la tesis: un perro no muerde solo con la mandíbula superior: aferra su presa también con la mandíbula inferior. La tesis de Reverte se vino abajo con esa simple observación. Mientras tanto, Baloo murió de viejo. Reverte regresó a España y en el aeropuerto le confiscaron un anillo de Monseñor, que había robado para su museo personal.
Ardón, cuando vio desmentida su segunda hipótesis, todavía tuvo el desvergonzado valor de inventar una tercera. Esta vez, los culpables eran una banda de criminales que traficaban con imágenes religiosas. Descubiertos por Monseñor, habían planificado su muerte. Esa tesis cayó inmediatamente. Y cayó porque la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala logró encontrar un testigo. Se trataba de un segundo mendigo, Rubén Chanax Sontay, que se encontraba en el lugar. Chanax, agobiado por el remordimiento, porque también era un espía del Ejército, declaró que vio salir, esa noche, a la hora del delito, a un hombre atlético que huyó en un automóvil de grandes dimensiones.
El fiscal Ardón, derrotado por su propia insipiencia, finalmente renunció. Lo sustituyó Celvin Galindo, quien inmediatamente siguió la pista más lógica: el delito político. Apareció otro testigo, un taxista, que tenía su sitio en el parque de San Sebastián, y mientras esperaba que algún cliente lo llamara, vio a un automóvil sospechoso, aparcado frente a la parroquia. Anotó el número de la placa y ese número resultó el de un vehículo del Ejército.
Los dos nuevos testigos declararon que, al lado opuesto de la Parroquia en donde ocurrió el asesinato, habían visto, en una tienda donde se bebía licor, al coronel Byron Lima Estrada y a su hijo, el capitán Byron Lima Oliva. Ambos pertenecían al Estado Mayor Presidencial, una dependencia del Ejército que se ocupaba de custodiar al presidente de la República y cuya sede estaba a cuatro cuadras de la Parroquia en donde Monseñor fue asesinado. Poco a poco, la gente comenzó a hablar, no tanto con la policía, sino con los abogados de la Iglesia Católica, que refirieron todo al nuevo fiscal, Celvin Galindo. Se llegó, así, al tercer implicado: Obdulio Villanueva. Un ex militar, guardaespaldas del presidente de la República, quien estaba preso en la cárcel de la Antigua, a 40 kilómetros de la capital.
A ese punto de la investigación, las amenazas de muerte contra el fiscal Galindo fueron tan poderosas que tuvo que escapar del país y refugiarse en Alemania.
A pesar del ambiente de terror, el magistrado Leopoldo Zeissig sustituyó a Galindo. Se llegó al proceso con una reconstrucción lógica: para castigar a Monseñor Gerardi por la publicación de Nunca más, el Ejército mandó a los Lima, padre e hijo, para que organizaran el asesinato del prelado. Los dos militares sacaron de la cárcel a Obdulio Villanueva, quien ejecutó el crimen. Al final del proceso, una valerosa mujer, la jueza Yasmín Barrios, condenó, en junio de 2001, a los tres imputados. La jueza Barrios no solo recibió terribles amenazas de muerte, sino que, un día antes de la sentencia, su casa fue atacada con granadas de mano. No obstante ello, al día siguiente se presentó a los tribunales y proclamó la sentencia.
Parte de la justicia había sido hecha. Nunca se logró llegar a los autores intelectuales, que fueron cubiertos por los directos criminales. De ellos, el coronel Lima Estrada murió de vejez; el capitán Lima Oliva fue asesinado durante una revuelta en la cárcel y el asesino material, Obdulio Villanueva, fue decapitado por los miembros de una banda en el tumulto de un motín carcelario.
Toda esta historia está relatada en modo brillante, en el mejor estilo del “New Journalism” norteamericano, por Francisco Goldman en The Art of Political Murder – who Killed the Bishop? El libro tiene el ritmo y la pasión de una gran novela policíaca, a tal punto, que de ella proviene un documental extraordinario, transmitido por HBO. Grandes lecciones de compromiso civil, de coraje personal, de literatura de alto rango se encuentran en esta historia.
Ultima reflexión: en algunos momentos críticos de la historia, emerge una parte oscura del mundo y esa parte oscura extiende una sombra negra sobre la humanidad. No necesita un nombre, pero yo la llamaría “fascismo”, aunque se decline en formas diferentes: nacionalsocialismo, falangismo, soberanismo, colonialismo, imperialismo, fanatismo.
Los Lima, los Villanueva, los Mussolini, los Hitler, los Ríos Montt la representan. Menos mal que siempre existen seres humanos que rescatan la luz y que se oponen aún con el riesgo de perder la vida, a esa sombra negra. Yasmín Barrios, Ronalth Ochaeta, Monseñor Gerardi, Celvin Galindo, Leopoldo Zeissig y tantos otros representan la esperanza de que se puede construir, con coraje y solidaridad, un mundo mejor.
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