También es conocido como sacramento de penitencia, de reconciliación, del perdón o de la curación, y es uno de los siete “símbolos sagrados” de las iglesias católica, ortodoxa y copta, que lo consideran como instituido por Jesús, basándose en lo que dijo según los evangelios: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos.” (Juan 20: 23). Aunque también en lo que dice la Epístola de Santiago: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados.” (Santiago 5: 16).
Quien haya crecido en un hogar católico, tiene que haber experimentado ese sentimiento de vergüenza y humillación que vive un niño o un adolescente, que se siente obligado a revelar a un adulto desconocido sus más íntimos secretos, sólo para dejar de sentirse culpable y “mal visto” por “Dios”. Una desagradable experiencia que tiene que repetir frecuentemente. (Por cierto, un “Dios” que supuestamente lo sabe todo, y sabe tanto lo que has hecho como lo que sientes al respecto).
Pero en realidad, aunque se afirme que fue una orden directa de Jesús, fue hasta el año 1215 que el papa Inocencio III convocó al IV Concilio de Letrán, donde se estableció esta práctica como obligatoria, debiendo desde entonces todos los cristianos confesarse por lo menos una vez al año. Y esto todos los cristianos del mundo occidental, por lo menos hasta 1517, cuando Martín Lutero se separó de la Iglesia Católica después de clavar sus 95 tesis en una puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenber.
Pero, ¿Cuándo surgió esta forma legalizada de abuso?
En realidad el pueblo hebreo practicaba desde la antigüedad un tipo de confesión, pero no en forma privada y personal con un confesor, sino más bien como una aceptación ante Jehová de que se había pecado, lo cual tenía que pagarse con una “ofrenda de expiación”, que (por supuesto) debía entregarse al sacerdote (Levítico 5: 5-6).
El acto denigrante de confesión personal y privada habría aparecido a mediados del siglo VI entre las comunidades monásticas de Irlanda, desde donde se transmitió al continente europeo por la migración de los monjes.
Al final el confesor imponía una “penitencia” proporcional a la gravedad de la culpa. Pero al principio la absolución se daba hasta que el penitente hubiera cumplido la expiación que le era impuesta.
Se llegó incluso a establecer una “tarifa” según la magnitud del pecado; por ejemplo, ayuno de diez años por un homicidio, y penas de menor tiempo para fornicación, robo o masturbación.
Y en algunos sitios llegó a establecerse una paga económica equivalente a cierta cantidad de años de penitencia.
¿Qué daño hace la confesión? – Obviamente es un instrumento de manipulación del creyente a través de la culpa que se le infunde por haber ofendido supuestamente a “Dios” (un dios que se ofende de lo que sabía que iba a ocurrir).
Sirve pues, para eliminar esos sentimientos de culpa, convirtiéndose así en el remedio imaginario que cura una enfermedad imaginaria.
Por tanto, la confesión es ante todo un extraordinario y perverso instrumento de control, debido a que el creyente sabe que el sacerdote guarda sus secretos más íntimos, y eso lo coloca en una posición de desventaja. Por supuesto, más grave es en el caso de las mujeres, quienes se sienten obligadas a revelar a su confesor secretos que no conocen ni sus propios maridos o seres más cercanos.
Y obviamente es una situación que seguramente ha propiciado que algunos clérigos intimen sexualmente con ciertas mujeres (quizás hasta chantajeándolas). Pero peor aún es el caso de los niños, quienes tienen que revelar su vida sexual a adultos que muy probablemente son pederastas.
Pero además de esto, la confesión es un instrumento muy eficaz para la investigación de la vida personal de los creyentes, mediante lo cual la Iglesia Católica habría logrado convertirse en uno de los más poderosos servicios secretos del mundo.
[Godless Freeman]
Referencias: