Hay un meme que aparece de vez en cuando en Facebook y otras redes sociales: “Quien desconoce la historia está condenado a repetirla. Sin embargo, aquel que la estudia está condenado al desamparo si todos los demás la repiten”.
¡Qué divertido! Lo que no es divertido es que la administración Trump y su camarilla de matones encargados de las relaciones con China, liderados por el secretario de Estado Mike Pompeo y ayudados por el senador republicano de Arkansas Tom Cotton, hayan estado desempolvando recientemente la guía de jugadas de falsa inteligencia que el vicepresidente Dick Cheney utilizó en 2002 y 2003 para justificar la guerra con el Iraq de Sadam Husein.
En aquel momento, la administración del presidente George W. Bush presionó enormemente a la comunidad de inteligencia de Estados Unidos para que ratificara las falsas acusaciones de que Sadam Husein estaba aliado con Al Qaida y que su régimen había amontonado todo un arsenal de armas nucleares, biológicas y químicas.
A pesar de lo fantasiosas que esas afirmaciones resultaron ser, ayudaron a convencer a muchos conservadores escépticos y liberales asustados de que era urgentemente necesario llevar a cabo una invasión unilateral e ilegal de Iraq.
En esta ocasión se trata de la imprudente acusación de la administración Trump de que la covid-19 -tal vez creada por el hombre, tal vez no, según argumentan los defensores de esta teoría de la conspiración- se lanzó, quizá deliberadamente, quizá por accidente, desde un laboratorio en Wuhan, China, la ciudad-epicentro del brote a finales del año pasado.
Es una historia que ha ido rebotando por las cámaras de resonancia de la extrema derecha, desde los intrigantes de Internet partidarios de la conspiración como Alex Jones de Infowars, hasta tribunas de medios semirespetables y presentadores de programas de entrevistas de radio y hasta los más altos niveles de la administración, incluido el presidente Trump.
A diferencia de Iraq en 2003, Estados Unidos no planea ir a la guerra con China, al menos no todavía.
Pero el celo de la administración Trump para distraer la atención de su propia confusión ante la crisis de la covid-19 a la supuesta culpabilidad de China de crear una pandemia global, solo aumenta las tensiones de forma precipitada entre las dos grandes potencias del planeta en un momento terrible.
Mientras tanto, está esencialmente garantizado que los dos países serán mucho menos propensos a cooperar en la gestión de la pandemia a largo plazo o a colaborar trabajando en vacunas y tratamientos. Eso lo convierte, como en 2002-2003, en una cuestión de vida o muerte.
¿Iraq Redux?
Volviendo a 2002, la administración Bush lanzó una campaña interminable de presiones sobre la CIA y otras agencias de inteligencia para falsificar, distorsionar y seleccionar datos de inteligencia que pudieran recopilarse en un paquete que vinculara a Al Qaida y las armas de destrucción masiva con la Bagdad de Sadam Husein.
En el Pentágono, neoconservadores como el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, y el subsecretario de Defensa, Douglas Feith, establecieron un equipo ad hoc que finalmente tomó el nombre de Oficina de Planes Especiales, dedicada a fabricar información de inteligencia sobre Iraq.
En caso de que el mensaje no se hubiera trasmitido con claridad, el vicepresidente Cheney realizó repetidas visitas a la sede de la CIA en Langley, Virginia, importunando a sus analistas para que encontraran algo que resultara de utilidad.
En 2003, en “The Lie Factory”, que escribí con Jason Vest para Mother Jones, informamos de cómo Wolfowitz, Feith, varios aliados del Departamento de Defensa como Harold Rhode, apparatchiks neoconservadores como David Wurmser, entonces asesor principal del subsecretario del Departamento de Estado y gran promotor de la guerra contra Iraq, y John Bolton (ahora asesor no oficial de Donald Trump para Irán) trabajaron activamente para purgar a los funcionarios del Pentágono y de la CIA que se resistían a las presiones para dar forma o exagerar la inteligencia.
Un año después, el veterano observador de espías James Bamford describió todo el episodio ofreciendo detalles vergonzosos en su libro de 2004 “A Pretext for War”.
En 2020, sin embargo, el presidente Trump no solo está presionando a la comunidad de inteligencia (CI), está en guerra contra ella y ha estado muy ocupado instalando allí en los primeros puestos a ignorantes y aduladores no profesionales.
Su desagradable antipatía comenzó incluso antes de asumir el cargo, cuando se negó repetidamente a creer en un análisis sobrio de la CI, incluidos la CIA y el FBI, respecto a que el presidente Vladimir Putin de Rusia había ayudado e impulsado su elección.
Desde entonces, ha increpado y tuiteado continuamente en contra de lo que él llama “el Estado profundo”. Y ha asignado a su autoritario fiscal general, Bill Barr, para que lleve a cabo una ofensiva de tierra quemada contra el trabajo del asesor especial Robert Mueller, el FBI y el Departamento de Justicia, retirando recientemente los cargos contra el claro mentiroso Michael Flynn, el breve primer asesor de seguridad nacional de Trump.
Para asegurarse de que la CI no cuestione sus deseos y cumpla sus órdenes, Trump se ha movido para poner a sus propios agentes políticos a cargo de la Oficina del Director de Inteligencia Nacional, o ODNI (por sus siglas en inglés), creada como parte de un esquema de reorganización de la inteligencia tras el 11-S.
La jugada se inició en febrero cuando Trump nombró al embajador de Estados Unidos en Alemania, Richard Grenell, como DNI interino. Grenell es un político sumamente partidista y agresivo que fue portavoz del exasesor de seguridad nacional John Bolton, que alberga puntos de vista de extrema derecha y que es uno de los leales de Trump, así como un acolito de su exasistente Steve Bannon. Al llegar a Bonn como embajador, Grenell respaldó enseguida el surgimiento de la ultraderecha antisistema europea en una entrevista en la Breitbart News de Bannon.
A fin de reforzar a Grenell, la administración ha llamado a otro cruzado de la ultraderecha, Kash Patel, que trabajó como ayudante del congresista republicano Devin Nunes en la campaña para desacreditar la investigación de Rusia y, según informes, sirvió de canal extraoficial entre la Casa Blanca y Ucrania durante los esfuerzos para provocar una investigación en Kiev contra el exvicepresidente Joe Biden.
Después de esa tarea, el presidente volvió a nombrar al congresista John Ratcliffe de Texas, uno de los defensores más entusiastas del presidente durante el debate sobre el impeachment, para que actuara como reemplazo permanente de Grenell en la ODNI.
En 2019, Trump propuso por primera vez el nombre de Ratcliffe para el puesto, pero la propuesta fue echada abajo días después, gracias a la oposición de incluso algunos miembros republicanos del Congreso, por no hablar de los profesionales de inteligencia y varios expertos. Ahora ha vuelto, confiando en una probable confirmación.
Queda por ver si el equipo Grenell-Ratcliffe, combinado con la campaña de tres años de Trump menospreciando a la comunidad de inteligencia e intimidando a sus funcionarios, los ha ablandado lo suficiente para el empeño de la administración de acusar a China y a sus laboratorios de crear y propagar la covid-19.
Las mentiras sobre el laboratorio de Wuhan
Como suele ser el caso, esa campaña comenzó de manera bastante silenciosa y discreta en los medios de comunicación conservadores y de derechas.
El 24 de enero, el derechista Washington Times publicó una historia titulada “El coronavirus puede haberse originado en un laboratorio vinculado al programa de guerra biológica de China”.
A su vez, estaba reproduciendo un artículo que había aparecido en el Daily Mail de Londres el día anterior. Escrita como un thriller de ciencia ficción, esa historia había obtenido casi toda su información (no verificada) de una sola fuente, un especialista en inteligencia militar israelí en China.
Pronto se trasladó del Washington Times a otros medios de derecha estadounidenses. Steve Bannon lo recogió al día siguiente en su podcast, “War Room: Pandemic”, calificando de “increíble” el artículo. Unos días más tarde, ZeroHedge, una página web poco fiable y chismosa publicaba un artículo (muy desacreditado después) que decía que un científico chino había creado el virus mediante un proceso de bioingeniería, pretendiendo incluso dar el nombre del científico.
Un par de semanas más tarde, Fox News entraba en acción citando ridículamente una novela de Dean Koontz, The Eyes of Darkness, sobre “un laboratorio militar chino que crea un nuevo virus para usarlo potencialmente como arma biológica en la guerra”.
Un día después, el senador Tom Cotton -que por supuesto apareció en Fox- manifestó estar de acuerdo con que China podría haber creado el virus. Entonces la idea comenzó a hacerse… bueno, viral. (Muy poco después, Cotton incluso tuiteaba que Pekín podría haber liberado deliberadamente el virus).
A finales de febrero, la voz más estridente de la derecha, Rush Limbaugh, se subía al barco, afirmando que el virus “probablemente sea un experimento de laboratorio ChiCom que se hallaba en proceso de creación”. (Se puede encontrar una vívida explicación de cómo se difundió esta teoría de la conspiración en el Índice de Desinformación Global).
A partir de marzo, incluso cuando rechazaban la gravedad de la covid-19, tanto Trump como el secretario de Estado Mike Pompeo insistieron repetidamente en referirse a él como el “virus de China” o el “virus de Wuhan”, ignorando las críticas de que una terminología como esa era racista e inflamatoria.
A finales de marzo, Pompeo incluso logró escabullirse de un comunicado de los aliados de Estados Unidos en el Grupo de los Siete, o G7, al exigir que aceptaran utilizar el término “virus Wuhan”.
Al presidente no le llevó mucho tiempo comenzar a amenazar con represalias contra China por su presunto papel en la propagación de la covid-19, mientras comenzaba a comparar la pandemia con el ataque furtivo japonés de 1941 sobre Pearl Harbor.
Y todo eso no fue más que el preludio para que la Casa Blanca aumentara la presión sobre la CIA y el resto de la comunidad de inteligencia para demostrar que el virus había surgido, ya sea por diseño o por accidente, del Instituto de Virología de Wuhan o del Centro Wuhan para el Control de Enfermedades, una rama de los Centros Chinos para el Control y Prevención de Enfermedades.
Un artículo del 30 de abril en el New York Times revelaba que los funcionarios de la administración “han presionado a las agencias de espionaje estadounidenses para que busquen evidencias que respalden una teoría sin fundamento de que un laboratorio del gobierno en Wuhan, China, era el origen del brote de coronavirus”, y que Grenell había hecho de la cuestión una “prioridad”.
Mientras tanto, Trump y Pompeo afirman en repetidas ocasiones que habían visto “evidencias” auténticas de que el virus provenía realmente de un laboratorio chino, aunque Trump pretendió que la información era tan secreta que no podía decir nada más al respecto.
“No puedo contarle eso”, dijo. “No me permiten decírselo”. Cuando se le preguntó durante una aparición en This Week de la ABC si el virus había saltado de un laboratorio en Wuhan, Pompeo respondió: “Hay enormes evidencias de que ahí fue donde comenzó esto”.
El 30 de abril la Oficina del Director de Inteligencia Nacional emitió una breve declaración, diciendo que hasta el momento se había concluido que la covid-19 “no está hecha por el hombre ni genéticamente modificada”, sino que estaban investigando si era o no “el resultado de un accidente en un laboratorio en Wuhan”. Sin embargo, no hay evidencias de tal accidente, ni tampoco la ODNI lo citó.
Un dedo en la balanza
El período previo a la invasión de Iraq en 2002-2003 debería estar hoy en todas nuestras mentes.
Los altos funcionarios simplemente repitieron entonces, una y otra vez, que creían que tanto los supuestos lazos de Sadam Husein con Al Qaida como sus inexistentes programas nucleares, químicos y de armas biológicas activos eran realidades y asignaron rastreadores y analistas de la comunidad de inteligencia para que los investigaran (para después no hacer ni caso de sus conclusiones).
Ahora, Trump y su gente están poniendo sus dedazos de manera similar en la balanza de la realidad, al mismo tiempo que dejan muy claro qué conclusiones quieren escuchar a los intimidados, como poco, profesionales de la inteligencia.
Como esos profesionales saben que sus carreras, salarios y pensiones dependen del continuo favor de los políticos que les pagan, existe, por supuesto, un tremendo incentivo para cumplir con tales demandas, sombrear lo que los funcionarios de la CI llaman “valoración” en la dirección que quiere la Casa Blanca, o al menos mantener la boca cerrada.
Eso es exactamente lo que sucedió en 2002 y, dado que Grenell, Patel y Ratcliffe son esencialmente unos lameculos de Trump, los funcionarios de la CI que están más abajo en el escalafón deben ser muy conscientes de lo que sus mandamases esperan de ellos.
Casi al instante científicos, funcionarios de inteligencia y expertos en China expresaron sus reticencias sobre la campaña Trump-Pompeo señalando al laboratorio de Wuhan.
El Dr. Anthony Fauci, el destacado científico estadounidense y experto en la covid-19, la echó abajo al decir que el virus había “evolucionado en la naturaleza y luego había saltado a las especies”.
Esto se debe a que los científicos de verdad, los que estudian el genoma del virus y sus mutaciones, han acordado por unanimidad que no se generó en un laboratorio.
Entre los aliados de Estados Unidos -Australia, Gran Bretaña, Canadá y Nueva Zelanda- en lo que se llama el grupo Five Eyes, hubo una conclusión inequívoca de que el virus había sido un hecho “natural” que había mutado en el curso de la interacción entre “humanos y animales”.
Australia, en particular, rechazó lo que parecía ser un dossier de inteligencia falsa sobre el laboratorio de Wuhan, mientras que los funcionarios alemanes en un documento interno ridiculizaron los rumores sobre el laboratorio como “un intento calculado para distraer” la atención por el inepto manejo del virus por parte de la administración Trump.
Por último, según Bloomberg News, quienes estudian el tema dentro de la comunidad de inteligencia dicen ahora que las sospechas que surgieron de un laboratorio son “en gran medida circunstanciales, ya que EE. UU. tiene muy escasa información desde el terreno para respaldar la teoría del escape del laboratorio o cualquier otra”.
Sin embargo, eso no significa finalmente que los altos funcionarios de la CI en deuda con la Casa Blanca no vayan a adaptar sus conclusiones para que se ajusten a la narrativa Trump-Pompeo.
John McLaughlin, que fue subdirector y luego director interino de la CIA durante la administración Bush, cree que estamos viendo una repetición de lo que sucedió en Iraq hace casi dos décadas.
“Lo que me recuerda es la disputa entre la CIA y partes de la administración Bush sobre si había una relación operativa entre Sadam Husein y Al Qaida”, dijo. “Seguían preguntando a la CIA, y seguíamos volviendo a decir: ‘¿Saben? Sencillamente, no existe’”.
Si el tira y afloja entre Trump, Pompeo y la CI es solo otra batalla pasajera en una guerra de más de tres años entre el presidente y el “Estado profundo” o si es algo que podría conducir a una grave crisis entre Washington y Pekín está aún por ver.
Irónicamente, en enero y febrero de este año, la CI proporcionó al presidente Trump más de una docena de advertencias claras sobre los peligros que para Estados Unidos y la seguridad nacional representa el coronavirus, tras los toques a rebato de China y la Organización Mundial de la Salud de que lo que estaba sucediendo en Wuhan podría propagarse por todo el mundo: advertencias de las que Trump no se dio cuenta, o ignoró o minimizó hasta que llegó marzo.
Si Donald Trump no estuviera tan predispuesto a ver a la comunidad de inteligencia como su enemigo, podría haber prestado más atención entonces.
Si lo hubiera hecho, indudablemente habría muchos menos estadounidenses muertos en este momento y no habría tenido que perder tiempo en su propio laboratorio inventando lo que podrían considerarse excusas de mentecato por su incumplimiento del deber.
Para cuando este asunto termine, la invasión de Iraq podría parecerse a los viejos tiempos.
Robert Dreyfuss es un periodista de investigación, colaborador habitual de TomDispatch y editor en The Nation. Sus artículos suelen publicarse asimismo en Rolling Stone,The Diplomat, Mother Jones,The American Prospect, TomPaine.com, etc.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández