Durante el último medio siglo los capitalismos de EE. UU. y el Reino Unido han liderado el camino que deshace los legados paralelos del New Deal y de las socialdemocracias europeas. Desde su pareja ascendente Thatcher-Reagan hasta su imitación descendente Trump-Johnson, el capitalismo neoliberal ha reemplazado al capitalismo keynesiano. Los capitalistas corporativos privados financiaron campañas efectivas para celebrar el neoliberalismo. Estados Unidos y el Reino Unido lo institucionalizaron al desregular y privatizar más y a mayor velocidad que en cualquier otro lugar.
Durante el mismo período los capitalistas privados atacaron a la clase trabajadora en tres frentes. El neoliberalismo proporcionó la cobertura ideológica para ese ataque. Sus ideólogos insistieron en que sus objetivos -desregulación y privatización- traerían prosperidad y crecimiento para todos, un programa de beneficio mutuo para todos. El neoliberalismo barrió a muchos keynesianos y socialdemócratas que habían flaqueado, sobre todo tras la década de 1960 cuando ya no podían preservar, y mucho menos hacer avanzar, las ganancias de la clase trabajadora conseguidas después de la depresión de 1929. Resignados ante el neoliberalismo, muchos líderes de partidos de centroizquierda, laboristas y socialistas se redefinieron como meros defensores de sus modalidades menos duras.
El primer frente en el ataque del capitalismo fue la subcontratación de la producción y el empleo. Al principio, la manufactura se trasladó de los viejos centros del capitalismo (Europa occidental, Estados Unidos, Japón) a China, India y otras zonas de bajos salarios. Las grandes ganancias obtenidas por los primeros subcontratistas forzaron una tercerización competitiva más tarde. Muchas industrias de servicios siguieron su ejemplo. Los neoliberales saludaron la “globalización”. Según ellos, demostraba eficiencia y prosperidad gracias a la desregulación y la privatización.
Las empresas menos movibles (construcción, comercio minorista, comida rápida, etc.) aumentaron sus ganancias al abrir un segundo frente contra la clase trabajadora: decidieron contratar de forma creciente, y con salarios cada vez más bajos, a inmigrantes desesperados por escapar de las crisis económicas, políticas y militares en sus países de origen. Los indocumentados resultaban especialmente atractivos al carecer de recursos legales ante salarios impagados, condiciones laborales ilegales, etc. Su trabajo estaba desprotegido.
El tercer frente en el ataque de los empresarios fue más importante que la subcontratación o la inmigración. En una nueva ola de automatización, los ordenadores, los robots y la inteligencia artificial aumentaban las ganancias al desplazar a los trabajadores. La automatización permitió que los empresarios redujeran las facturas salariales en relación con los ingresos procedentes de las ventas. Entonces, los ideólogos atribuyeron las crecientes ganancias a la globalización ventajosa para todos del capitalismo neoliberal.
La ideología neoliberal no duró mucho. La creciente brecha entre ganadores y perdedores de la globalización fortaleció las críticas ideológicas a las afirmaciones sobre el mutuo beneficio. Las corporaciones, los mercados bursátiles, los capitalistas de riesgo y los pocos que se enriquecieron (ganancias de capital, dividendos, comisiones de fusión, etc.) fueron los claros ganadores. Los altos ejecutivos obtuvieron enormes remuneraciones. Los altos “asesores profesionales” disfrutaron de grandes salarios y bonificaciones. Los perdedores, por otro lado, eran casi todos los demás, la gran mayoría. Los trabajadores tuvieron que sufrir el estancamiento de los salarios y un mayor deterioro de los trabajos. Las grandes ciudades industriales (Detroit, Cleveland, etc.) se atrofiaron junto a las pequeñas ciudades del “Cinturón del Óxido” y gran parte de las zonas rurales estadounidenses.
Los salarios reales promedio llevan estancados desde la década de 1970. Perseguir el “sueño americano” hizo que millones de ciudadanos incurrieran en deudas personales crecientes (hipotecas, préstamos para automóviles, tarjetas de crédito y también préstamos estudiantiles). Eso agregó ansiedades crediticias a la angustia ya acumulada por los salarios planos reales, la erosión de los beneficios y una seguridad laboral cada vez menor. El triple ataque del capital causó muchas heridas.
La exportación del empleo, la importación de inmigrantes con salarios bajos y la automatización se combinaron para generar esa combinación ideal para el capitalismo de aumento de la productividad y salarios estancados. A partir de la década de 1980, las ganancias se dispararon y se elevaron los mercados bursátiles. Esas ganancias proporcionaron gran parte del dinero que prestaron a una clase trabajadora para compensar los salarios estancados. El aumento de las deudas personales demostró ser una base económica frágil, aunque ayudó a ocultar la brecha que crecía velozmente entre ricos y pobres.
El crac de 2008 hizo dolorosamente visible lo que había quedado oculto. Rompió las promesas de políticos, académicos y medios de comunicación de que las lecciones aprendidas y las reformas instauradas garantizaban que nunca volverían a ocurrir cracs como el de 1929. El colapso de 2008 expuso también duras realidades sociales. Estados Unidos y el Reino Unido se habían vuelto mucho más desiguales económica y políticamente. Ambos gobiernos respaldaron rápidamente rescates muy costosos para los mismos bancos que habían ayudado a causar el crac. Ambos gobiernos pagaron los rescates con ingresos fiscales progresivamente decrecientes y con nuevos préstamos. Y ambos se refirieron a la deuda creciente del gobierno para justificar la austeridad para todos los demás. La única diferencia apreciada fue que los laboristas y los demócratas abogaron por una austeridad menos dura que los conservadores y los republicanos.
Una vez revelado que funcionan mucho mejor para la clase empresarial que para la clase empleada, los capitalismos corren grandes riesgos. Surgen preguntas y críticas sistémicas, se desafía el statu quo y se fortalecen los movimientos sociales a favor de un cambio sistémico. Eso ha venido sucediendo durante las crisis capitalistas del pasado y ciertamente después de la de 1929. El capitalismo necesita de programas políticos e ideológicos que preserven el sistema para “superar” las crisis aún más de lo que esos programas son necesarios entre crisis.
Desde 2008 el nacionalismo volvió a jugar un papel clave en la supervivencia del capitalismo. Lo había hecho anteriormente con motivo, por ejemplo, de las promesas de Mussolini y Hitler de hacer que Italia y Alemania fueran “grandes otra vez” contra los enemigos, en su mayoría extranjeros pero también nacionales (aquellos que no eran “genuinamente” italianos o arios). La ideología nacionalista (en el sentido antiextranjeros) cubría el refuerzo o la reconstrucción administrados por el Estado (es decir, fascista) de la relación empleador-empleado que define el capitalismo y que había sido fuertemente desafiada en la depresión de los años treinta. El eslogan de “hacer grande de nuevo a Estados Unidos” de Trump juega con el sentimiento de pérdida de muchos estadounidenses antes y después de 2008. Ataca a los inmigrantes y “juega sucio” con los socios de comercio exterior como si fueran los causantes de las pérdidas sentidas por los estadounidenses. En el Reino Unido, el programa del Brexit de Johnson vitupera a los “europeos” como si fueran los causantes de las profundas desigualdades económicas y políticas del Reino Unido. Atacar y confinar a los extranjeros, incluidos los inmigrantes, son los temas principales de los actuales servidores políticos del capitalismo.
Esos servidores protegen al capitalismo de sus propias crisis y de sus muy desiguales e impopulares respuestas políticas. A menudo eligen el nacionalismo porque les sirve bien. No hay nada nuevo en eso.
La izquierda necesita responder de tres formas fundamentales.
Primero, debe enfatizar cómo la guerra mundial y el holocausto fueron la consecuencia de la última vez que el capitalismo posterior a la depresión utilizó el nacionalismo como chivo expiatorio.
En segundo lugar, debería denunciar la política de chivos expiatorios que busca desviar la ira de la clase trabajadora de un capitalismo propenso a las crisis.
La inmigración, el comercio, las políticas arancelarias o la integración europea definen el terreno de debate preferido del capitalismo, no el de una izquierda crítica.
La respuesta central de la izquierda ante el nacionalismo capitalista debería ser esta: el capitalismo es el problema y la transición a un sistema nuevo, diferente y fundamentalmente democrático es la respuesta.
Esa respuesta se centra en la democratización de las empresas. Las reformas del capitalismo (sistemas de asistencia social, New Deal, socialdemocracias, etc.), por valiosas y duras que sean, nunca son seguras cuando la producción se organiza de forma capitalista.
Una pequeña minoría posee y dirige las empresas (públicas y/o privadas), recoge los beneficios y controla a la mayoría de cada empresa, a sus empleados. Luego utiliza esas ganancias y ese poder para deshacer cualquier reforma ganada por la clase trabajadora.
La monarquía/oligarquía de facto dentro de las empresas capitalistas contradice la democracia hoy tan completamente como lo hizo históricamente fuera de las empresas.
Debido a que las reformas de los reinos rara vez perduraron, la sociedad moderna abolió finalmente las monarquías. Asimismo, las reformas de las empresas capitalistas rara vez perduran. Lo que necesitamos son cooperativas de trabajadores para democratizar las empresas desplazando a sus capitalistas.
Los servidores políticos del capitalismo, pasados y presentes, reformistas y neoliberales, juntas directivas privadas y gerentes públicos estatales, reproducen ese sistema. Después del colapso de 2008, los rescates, la austeridad y la creciente desigualdad, el capitalismo y sus servidores políticos son ahora especialmente vulnerables.
El cambio del sistema es la oportunidad de este momento histórico. Ese debería ser nuestro proyecto político.
Richard Wolff es autor de los libros Capitalism Hits the Fan y Capitalism’s Crisis Deepens. Es el fundador de Democracy at Work.