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Maquiavelo: La multitud sabe más y es más constante que un príncipe


Nada hay tan móvil e inconstante como la multitud. Así lo afirman nuestro Tito Livio y todos los demás historiadores. Ocurre, en efecto, con frecuencia, al relatar los actos humanos, que la muchedumbre condena a alguno a muerte y, después de muerto, deplora grandemente su sentencia y echa de menos al castigado. Así sucedió al pueblo romano cuando condenó a muerte a Manlio Capitolino, y dice nuestro autor: Populum brevi, posteaquam ab eo pericrulum nullum erat, desiderium eius tenuit. (Apenas el pueblo dejó de temerle, tuvo deseo de él.)

Y en otro lugar, cuando refiere lo ocurrido en Siracusa a la muerte de Ilierónimo, sobrino de Hierón, añade: Hace natura multitudinis est: aut umiliter servil, aut superbe dontinatur. (Así es la naturaleza de la multitud: o sirve con humildad, o domina con insolencia.)

No sé si al defender algo que, según he dicho, todos los escritores censuran, acometo empresa tan difícil que necesite renunciar a ella avergonzado o seguirla, expuesto a un fracaso; pero sea como fuere creo y creeré siempre acertado mantener todas las opiniones cuando no se emplea para ello ni más autoridad ni más fuerza que la de la razón.

Digo, pues, que del mismo defecto que achacan los escritores a la multitud se puede acusar a todos los hombres individualmente y en particular, los príncipes, porque cuantos no necesiten ajustar su conducta a les leyes cometerán los mismos errores que la multitud sin freno. Esto se comprueba fácilmente porque de los muchísimos príncipes que ha habido, son muy pocos los buenos y los sabios. Me refiero a los que han podido romper el freno que contenía sus acciones, no a los que nacían en Egipto cuando en tan remota antigüedad se gobernaba aquel estado conforme a las leyes, ni a los nacidos en Esparta, ni a los que en nuestros tiempos nacen en Francia, que es el reino más ajustado a las leyes de cuantos ahora conocemos. Los reyes que gobiernan conforme a tales constituciones, no pueden figurar entre aquellos cuyo carácter y acciones sean objeto de estudio y comparación con los actos de la multitud. A ellos sólo pueden comparárseles los pueblos que también viven dentro de la observancia de las leyes, y se verá en éstos la misma bondad que en aquellos, sin que exista la soberbia en el mando ni la humillación en la obediencia.

Así era el pueblo romano mientras duró la república sin corromperse las costumbres; ni servía con bajeza ni dominaba orgulloso, y en sus relaciones con las autoridades y cuerpos del estado conservó honrosamente el puesto que le correspondía. Cuando la sublevación contra un poderoso era necesaria, se sublevaba, como lo hizo contra Manlio contra los decenviros y contra otros que trataron de oprimirlo, y cuando era preciso obedecer a los dictadores y a los cónsules, les obedecía. Y no es de admirar que, muerto Manlio Capitolino, le echara de menos el pueblo romano: porque deseaba sus virtudes, tan grandes, que su memoria inspiraba compasión a todos. El mismo efecto hubiera producido en un príncipe, pues, en opinión de todos los escritores, las virtudes se alaban y admiran aún en los enemigos. Si Manlio, tan sentido hubiese resucitado, el pueblo romano repitiera contra él la sentencia de muerte, sacándole de la prisión para matarle; como ha habido reyes tenidos por sabios que, después de ordenar la muerte de algunas personas, sintieron grandemente que murieran; como Alejandro deploró la de Clito y de otros amigos suyos, y Herodes la de Mariamna.

Pero en lo dicho por nuestro historiador sobre la índole de la multitud, no se refiere a la que vive con arreglo a las leyes, como vivía la romana, sino a la desenfrenada, como la de Siracusa, igual en sus errores a los hombres furiosos y sin freno, cual lo estaban Alejandro Magno y Herodes en los citados casos. No se debe, pues culpar a la multitud más que a los príncipes, porque todos cometen demasías cuando nada hay que las contenga. Además de los ejemplos referidos podría citar muchísimos de emperadores romanos y de otros tiranos y príncipes en quienes se observa tanta inconstancia y tantos cambios de vida, como puede encontrarse en cualquier multitud.

Afirmo, por tanto, y aseguro contra la común opinión que los pueblos cuando dominan, con ser veleidosos, inconstantes e ingratos, no son mayores sus faltas que las de los reyes. Quien censura por igual las de unos y otros dice la verdad, pero no si exceptúa a los reyes; porque el pueblo que ejerce el mando y tiene buenas leyes, será tan pacífico, prudente y agradecido como un rey, y aún mejor que un rey querido por sabio. Al contrario: un príncipe no refrenado por las leyes será más ingrato, inconstante e imprudente que un pueblo. Las variaciones de conducta en pueblos y reyes no nacen de diversidad de naturaleza, porque en todos es igual, y si alguna diferencia hubiese, sería en favor del pueblo, sino de tener más o menos respeto a las leyes bajo las cuales viven. Quien estudie al pueblo romano lo verá durante cuatrocientos años enemigo de la monarquía y amante del bien público y de la gloria de su patria, atestiguándolo muchísimos ejemplos. Si alguien alegase en contra su ingratitud con Escipión, responderé refiriéndome a lo dicho extensamente sobre esta materia para demostrar que los pueblos son menos ingratos que los príncipes.

Respecto a la prudencia y a la constancia, afirmo que un pueblo es más prudente y más constante que un príncipe. No sin razón se compara la voz del pueblo a la de Dios, porque los pronósticos de la opinión pública son a veces tan maravillosos, que parece dotada de oculta virtud para prever sus males y sus bienes. Respecto al juicio que de las cosas forma cuando oye a dos oradores de igual elocuencia defender encontradas opiniones, rarísima vez ocurre que no se decida por la opinión más acertada, y que no sea capaz de discernir la verdad en lo que oye. Y si respecto a empresas atrevidas o juzgadas útiles se equivoca algunas veces, muchas más lo hacen los príncipes impulsados por sus pasiones, mayores que las de los pueblos. Sus elecciones de magistrados también son mejores que las de los príncipes, pues jamás se persuadirá a un pueblo de que es bueno elevar a estas dignidades a hombres infames y de corrompidas costumbres, y por mil vías fácilmente se persuade a un príncipe.

Nótese que un pueblo, cuando empieza a cobrar aversión a una cosa, conserva este sentimiento durante siglos, lo cual no sucede a los príncipes. De ambas cosas ofrece el pueblo romano elocuentes ejemplos, pues, en tantos siglos y en tantas elecciones de cónsules y de tribunos no hubo más de cuatro de las que tuviera que arrepentirse, y su aversión a la dignidad real fue tan grande, que ninguna clase de servicios libró del merecido castigo a cuantos ciudadanos aspiraron a ella.

Nótese además que los estados donde el pueblo gobierna, en brevísimo tiempo hacen grandes progresos, mucho mayores que los que han sido siempre gobernados por príncipes; como sucedió en Roma después de la expulsión de los reyes, y en Atenas cuando se libró de Pisístrato.

Sucede así porque es mejor el gobierno popular que el real, y aunque contradiga esta opinión mía lo que nuestro historiador dice en el citado texto y en algunos otros, afirmaré que, comparando los desórdenes de los pueblos con los de los príncipes y la gloria de aquéllos con la de éstos, se verá la gran superioridad del pueblo en todo lo que es bueno y glorioso.

Si los príncipes son superiores a los pueblos en dar leyes y en formar nuestros códigos políticos y civiles, los pueblos les superan en conservar la legislación establecida, aumentando así la fama del legislador.

En suma, y para terminar esta materia, diré que tanto han durado las monarquías como las repúblicas; unas y otras han necesitado leyes a que ajustar su vida; porque el príncipe que pueda hacer lo que quiere es un insensato, y el pueblo que se encuentra en igual caso no es prudente. 

Comparados un pueblo y un príncipe, sujetos ambos a las leyes, se verá mayor virtud en el pueblo que en el príncipe; si ambos no tienen freno, menos errores que el príncipe cometerá el pueblo y los de éste tendrán mejor remedio; porque un hombre honrado y respetable puede hablar a un pueblo licencioso y desordenado y atraerlo fácilmente con su elocuencia a buena vía, y la maldad de un príncipe no se corrige con palabras, sino con la fuerza. Puede pues, conjeturarse la diferencia de enfermedad por lo distintas que son las medicinas; pues la de los pueblos se cura con palabras y la de los príncipes necesita hierro. 

Todos comprenderán que la mayor energía del remedio corresponde a mayores faltas. 

De un pueblo completamente desordenado no se temen las locuras que hace, no se teme el mal presente, sino el que pueda sobrevenir, pues de la confusión y la anarquía nacen los tiranos; pero con los príncipes sin freno sucede lo contrario: se teme el mal presente y se espera en lo porvenir, persuadiéndose los hombres de que a su mala vida pueda suceder alguna libertad. Notad, pues, la diferencia entre uno y otro para lo que es y para lo que ha de ser.

La multitud se muestra cruel contra los que teme que atenten al bien común, y el príncipe contra quienes él sospeche que son enemigos de su interés personal. La preocupación contra los pueblos nace de que todo el mundo puede libremente y sin miedo hablar mal de ellos, aun en las épocas de su dominación, mientras de los príncipes se habla siempre con gran temor y grandísimas precauciones.

No creo fuera de propósito, ya que el asunto me invita a ello, tratar en el capítulo siguiente de si se puede confiar más en las alianzas con las repúblicas que en las hechas con los príncipes.

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