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Hay fenómenos que son peligrosos no por sus efectos inmediatos sino por sus consecuencias a largo plazo. La declaración de Trump reconociendo a Jerusalén capital de Israel, en flagrante contradicción con el derecho internacional, es un golpe a los palestinos y a la comunidad internacional. 

Pero una semana después de la declaración, y luego de la relativa calma de las manifestaciones del pasado viernes, que prometían ser "infernales" - y acabaron con "tan solo" un par de muertos y una centena de heridos, lo que en esta región ya es casi “normal”-, podemos aventurarnos a emitir la opinión de que el efecto de la declaración es menos dramático de lo que suponíamos al principio. Por cierto, se trata de un acto de violencia simbólica, porque en realidad la cotidianidad de los palestinos no cambia en nada, ni afecta a sus condiciones de vida, ni para bien, ni para mal. T

ampoco podemos decir que esta nueva política de EE UU tire por borda el proceso de paz, pues en realidad tal proceso no existe, de modo que no se puede acabar con lo que ni siquiera ha comenzado.

Pero esta declaración tiene un efecto fatal para todos aquellos que todavía nos aferrábamos a la paz y queríamos creer que no todo está perdido. La postura claramente sionista del gobierno estadounidense ha acabado con los últimos vestigios de esperanza que quedaban en algunos activistas por la paz y ha puesto en evidencia, con toda impiedad, que esa lucha la hemos perdido.

Después de 50 años de lucha contra la ocupación, ha llegado la hora de reconocer que no nos quedan más municiones y que el enemigo nos ha doblegado. La comunidad internacional es impotente y los actores sobre el terreno son demasiado débiles para invertir estos resultados. El único país en el planeta que podría imponer una solución es EEUU y Trump ha dejado claro que hará lo que los evangelistas y los judíos le pidan. Muchos de mis amigos se percataron ya hace un año que esto ya ha acabado- que de un personaje desequilibrado no hay nada que esperar. 

Pero a pesar de todo, algunos creíamos que el acercamiento estadounidense a Arabia Saudí llevaría a Trump a formular alguna propuesta que los palestinos pudiesen llegar a aceptar. 

Algunos indicios en el terreno, como la prohibición de construir nuevos asentamientos, o la postergación del traslado de la embajada de EEUU de Tel Aviv a Jerusalén, generaron la impresión de que el gobierno de EE UU estaba consolidando algo viable, no precisamente acorde a las expectativas palestinas, pero alguna fórmula que permitiese crear un estado independiente en gran parte de sus territorios ocupados. 

Pero los más realistas de nuestros compañeros no tenían dudas de que todo era una farsa y un fraude. De algún modo debemos agradecer a Trump por haber puesto fin a esta comedia de mal gusto y abrirnos los ojos. 

Ya era hora de dejar de auto-engañarnos.

En adelante debemos cambiar los paradigmas. Dejaremos de pensar en cómo acabar la ocupación para imaginar cómo continuar viviendo en una realidad en la que la ocupación es un hecho consumado. Mientras el movimiento pacifista se debatía en derredor a la cuestión de si es preferible la creación de dos estados o de un estado bi-nacional, la derecha israelí y estadounidense han clavado el último clavo en el ataúd del proceso de paz, que en realidad había muerto ya hace tiempo, aunque nos negásemos a reconocerlo. 

 Ahora ninguna de aquellas dos alternativas son reales, porque aquellos que detentan el poder no permiten ni una solución ni la otra. O tal vez, habría que decir, no han sido nunca reales, y ahora todavía menos. En adelante, Israel tendrá luz verde para acabar con la Autoridad Palestina, que al carecer de la posibilidad de crear su propio estado tampoco tiene razón de continuar existiendo. 

Paulatinamente, Israel irá destrozando lo poco que queda de la Autoridad Palestina, y cuando, como consecuencia del caos que se genere con “estimulo" israelí, Hamas tome el poder, Israel tendrá el pretexto ideal para volver a reconquistar los territorios palestinos y acabar con este frágil y endeble gobierno semi-autonomo. 

Pero este escenario tiene su precio. Y a la larga, Israel lo pagará con creces. Israel puede controlar a la población palestina, pero no a la demografía. En el curso de una generación los palestinos serán mayoría, y no hay forma de evitarlo. Cuando se transformen en mayoría, Israel no podrá continuar siendo un estado judío. 

El gobierno y el ejército serán israelíes, pero el tejido humano será palestino, y la cultura musulmana será la dominante. 

 A partir de ese momento, Israel deberá aplicar un régimen de Apartheid, y el destino de Israel será similar al de Sudáfrica. 

 Hay muchas formas de acabar con un imperio. El imperio israelí sucumbirá ante la demografía palestina. 

 Llevará más tiempo, pero es inevitable. Para los pacifistas israelíes será triste, pero también un alivio. 

Un país racista no tiene derecho a existir, y este no es el país que anhelamos para nuestros hijos. 

Geógrafo y urbanista, ha desarrollado su obra en Jerusalén, ciudad en la que reside y de la que ha sido concejal, además de un destacado activista del movimiento por la paz. Es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 10 de diciembre 2017

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