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Paramilitarismo en Colombia: un monstruo de Estado


Más de 2 décadas pasaron desde el surgimiento de los primeros paramilitares en Puerto Boyacá para que el modelo implementado allí se extendiera a casi todo el país
Colombia atraviesa una coyuntura trascendental. Una vez más nos encontramos ante la posibilidad (al menos en el papel) de una salida política al conflicto armado.

Sin embargo, la institucionalidad tiene que afrontar problemas históricos relacionados con la guerra sucia implementada por el Estado, el cual es el principal, aunque no el único, responsable del desarrollo y consolidación del paramilitarismo en el país, bien sea por omisión y/o acción. Así, quiero precisar la influencia del Estado colombiano en el desarrollo del fenómeno paramilitar desde los años sesenta hasta hoy, ya sea a través de su apoyo operativo y normativo (leyes y decretos).

En tal sentido, el origen de la guerra sucia puede rastrearse cuando los fundamentos de la Doctrina de Seguridad Nacional fueron presentados a los militares en Colombia, en un momento en que el ejército atravesaba una fase de reorganización que “llevó a la formación de la primera brigada móvil de contraguerrilla, compuesta por grupos ágiles, organizados según el esquema de las unidades guerrilleras” (Piccoli, 2005, pp. 61); mientras el nuevo organismo policial, DAS, promovía la infiltración en las filas de los bandoleros y la utilización masiva de informantes.

No obstante la reorganización militar, la batalla de Marquetalia representó la derrota más estrepitosa de la Doctrina de Seguridad Nacional en Colombia. Para aquella época, los comunistas colombianos no estaban interesados en una lucha armada, tan solo deseaban que cesara la violencia que los obligó a huir de sus tierras, que se construyeran escuelas y se mejorara el bienestar de la población:


“Cuando en 1964, a raíz del triunfo de la revolución Cubana, el Presidente Kennedy diseñó un plan contrainsurgente para América Latina, con el fin de evitar el surgimiento de otras revoluciones en el Continente.

A estas medidas diseñadas por el Pentágono se les dio el nombre del Plan Lasso y es dentro de este marco cuando el Presidente Guillermo León Valencia le declara la guerra a 48 campesinos de la región de Marquetalia, dirigidos por Manuel Marulanda Vélez. Ante la inminencia de la agresión gubernamental, estos 48 hombres se dirigieron al propio Presidente, al Congreso, a Gobernadores, a la Cruz Roja Nacional e Internacional, Iglesia, Naciones Unidas, a los intelectuales franceses y demás organizaciones democráticas, para que impidieran el comienzo de una nueva confrontación armada en Colombia con imprevisibles consecuencias. Desafortunadamente nadie nos escuchó, salvo la Iglesia; la que comisionó al Sacerdote Camilo Torres Restrepo para que se entrevistara con nosotros, pero los Altos Mandos Militares se lo impidieron.

A los pocos días comenzó el gigantesco operativo con 16 mil hombres del Ejército, utilizando toda clase de armas, inclusive bombas bacteriológicas, lanzadas por aviones piloteados por expertos militares gringos.

Y solo ahora después de 34 años de permanente confrontación armada, los Poderes y la sociedad comienzan a darse cuenta de las graves consecuencias del ataque a Marquetalia. En aquel entonces esos 48 campesinos solamente exigían la construcción de vías de penetración para sacar sus productos agrícolas, un centro de mercadeo y unas escuelas para educar a sus hijos, lo que implicaba del Estado una inversión no superior a cinco millones de pesos” (Lectura hecha por J. Gómez, 1999, San Vicente del Caguán).

La operación Lasso solo logró diseminar a los guerrilleros por distintas zonas del país, dando origen a una de las guerrillas más fuertes y antiguas del mundo: a fuerza de hablar del “peligro comunista”, el Estado lo había convertido en realidad.

Cuatro años después, en 1968, fue aprobada la Ley 48 que autorizaba al gobierno a crear patrullas civiles y abastecerlas de armas de fuego para el uso privativo de las Fuerzas Militares: era el fundamento legal del paramilitarismo en Colombia.

Años más tarde, cuando subió a la presidencia Julio Cesar Turbay (1978 – 1982) puso como primer punto de su programa de gobierno la lucha contra los grupos insurgentes –y a su vez con todo pensamiento disidente–. Turbay firmó el “Estatuto de Seguridad” que permitía a los militares el arresto de personas sin orden judicial, así como el aumento de penas por delitos políticos. Durante el primer año de gobierno se generalizaron “las arbitrariedades y abusos, entre ellos la tortura, derivados de ampliar las atribuciones de los militares en el contexto del estado de sitio” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, pp. 133).

Por su parte el ministro de Guerra, el general Luis Carlos Camacho Leiva, consideraba insuficientes las medidas del Estatuto de Seguridad para detener la oleada de inseguridad existente en el país. Mientras que el General Fernando Landazábal, aseguraba que Colombia era ya parte del conflicto internacional, “en coincidencia con este discurso de la Fuerza Pública, a fines de los setenta comenzaron a aparecer, en distintos puntos de la geografía, grupos armados de autodefensas de diversa índole” (CNMH, 2013, pp. 134). Conformados por campesinos dueños de medianas y grandes extensiones de tierra: entre ellos Ramón Isaza en el margen occidental del Magdalena Medio y Gonzalo Pérez en el margen oriental (en Puerto Boyacá); a todos se les facilitaron armas, municiones, respaldo y entrenamiento del Ejército.

El 22 de junio de 1984, se creó la Asociación de Campesinos y Ganaderos del Magdalena Medio (Acdegam), que se constituyó en la fachada para el tránsito de dineros, logística, pago de sueldos, armas y municiones (Revista Semana, 2013) para los grupos paramilitares.

Mientras guerrilla y Ejército luchaban, a la par que se iban consolidando los primeros núcleos de paramilitares en el Magdalena Medio. Progresivamente emergía un nuevo sujeto, la mafia de la droga, que contribuyó a ahondar aún más la violencia. Los dólares empezaron a entrar al país gracias a la denominada “ventanilla siniestra” forjada por López Michelsen (1974 – 1978), que admitía el ingreso de capitales, sin importar su procedencia, en el Banco de la República, todo ante la mirada reticente del gobierno.

El 3 de diciembre de 1981 fue una fecha significativa –en la ya pérfida historia colombiana–: Carlos Lehder, utilizando una avioneta blanca, lanzó miles de pasquines sobre el Estadio Pascual Guerrero de Cali que anunciaban el nacimiento del MAS, abreviación de Muerte A Secuestradores, para reaccionar contra el secuestro de la hija de uno de los capos de Medellín y contrarrestar las acciones de los grupos guerrilleros; el MAS fue la primer experiencia a gran escala de justicia privada en el país, y entre sus integrantes se contaban 59 oficiales activos o en retiro de las 163 personas acusadas de pertenecer a esta organización, según investigaciones de la Procuraduría General de la Nación.

Las creación del MAS también significó el reforzamiento de los grupos paramilitares de su presupuesto, armamento y número de mercenarios a sueldo. “La estructura paramilitar de Puerto Boyacá fue la primera en ser controlada por los principales capos del cartel de Medellín y su fase expansiva coincide con la ampliación de los territorios de narcotraficantes en la región” (Alejandro Reyes, pp. 353).

El MAS original se disolvió cuando Martha Ochoa fue liberada por el grupo guerrillero M -19; no obstante, el nombre siguió siendo utilizado por otros grupos paramilitares e incluso por miembros de la Fuerza Pública para velar la guerra sucia contra los movimientos de izquierda.

En 1982 Belisario Betancur triunfó en las elecciones y optó por dialogar e iniciar un proceso de paz con las guerrillas; el 28 de marzo de 1984 en la Uribe, departamento del Meta, las FARC firmaron una tregua prometiendo dar fin a los secuestros y a las extorsiones, proyectando además, en el plazo de un año, constituir un partido político (la Unión Patriótica) que representaba un mecanismo para la inserción de los guerrilleros en la vida política legal. El partido surgido de estos diálogos sería brutal y sistemáticamente exterminado, durante décadas, a manos de grupos paramilitares, en complicidad del Estado Colombiano.

Jaime Pardo Leal sería una de las miles de víctimas de la guerra sucia, magistrado y profesor universitario, pagó con su vida las denuncias hechas sobre los nexos entre las Fuerzas Armadas y grupos paramilitares. Fue quien más digna y osadamente denunció al Estado como principal responsable de los crímenes de la guerra sucia, por acción y por omisión, ya que se hacía cada vez más evidente la relación entre una parte de la élite política, terratenientes, las Fuerzas Militares y los grupos paramilitares.

Pardo Leal denunciaba con nombres propios, ante los medios de comunicación, a los responsables de violaciones a los derechos humanos, revelando además los diferentes planes de exterminio efectuados contra la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano.

“Los hermanos William y Olivera Acuña Infante recibieron 30 millones de pesos de Gonzalo Rodríguez Gacha por asesinar a Jaime Pardo Leal, quien había señalado al capo como financiador del paramilitarismo y creador del grupo ‘Muerte A Secuestradores’. Fue asesinado cuando regresaba con su familia de su finca en La Mesa, Cundinamarca. Faltando un cuarto para las 4 de la tarde, el domingo 11 de octubre de 1987, un carro igualó el vehículo de la familia Pardo, luego de insultarlos, dispararon a matar. Jaime quedó tendido sobre el timón”.

Asesinando a uno de los políticos más transparentes, dignos y comprometidos del que se tenga memoria. Acabando, además, con una oportunidad esperanzadora para construir una Colombia feliz, llena de esperanza. El país entero perdía.

Para las elecciones de 1990, luego del asesinato de tres candidatos presidenciales (Jaime Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro y Luis Carlos Galán), finalmente logró alcanzar la presidencia César Gaviria, quien introduciría formalmente las reformas neoliberales en el país y colocaría la última pieza en el engranaje paramilitar: las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada.

“Esas cooperativas fueron creadas por el decreto 356 de 1994, cuando era ministro de defensa Rafael Pardo, para la prestación por particulares de servicios de vigilancia y seguridad privada. Sin embargo, fue en el gobierno de Ernesto Samper cuando éstas se expandieron por todo el país” [4]; permitiendo que los paramilitares se unificaran y expandieran a nivel nacional, siendo funcionales a los megaproyectos económicos de empresas nacionales e internacionales.

Como lo expresa el ex – comandante paramilitar Ever Veloza, alias H.H, “donde hubo presencia de las autodefensas hubo más crecimiento económico, porque nosotros permitíamos las inversión” (Ever Veloza); desde la construcción de una represa o un gran muelle portuario hasta la inversión en cultivos de palma de aceite.

Más de dos décadas tuvieron que pasar, desde el surgimiento de los primeros paramilitares en el pequeño municipio de Puerto Boyacá, para que el modelo de control social, político y económico paramilitar implementado por primera vez allí se extendiera a casi todo el país, controlando además una importante parte del Congreso, con la aquiescencia del Gobierno Nacional. Así, era impensable una desmovilización total y efectiva de los grupos paramilitares. Aquellos no renunciarían al control del territorio y de la población ni tampoco a sus lucrosos negocios, mucho menos en un contexto en donde el ‘enemigo comunista’ seguía sin claudicar.

Prueba de ello, los paramilitares hicieron pasar delincuentes comunes, e incluso habitantes de la calle, por desmovilizados, ante la mirada aprobatoria del Consejero de Paz (sic), Luis Carlos Restrepo, hoy prófugo de la justicia.

Desde la finalización del proceso de desmovilización, durante el Gobierno de Álvaro Uribe (2002 – 2010) y quien les brindó la casi total impunidad en el marco de la Ley de Justicia y Paz, los paramilitares han incrementado su accionar, manteniendo los órdenes sociales, políticos y económicos en los bastiones de las Autodefensas Unidas de Colombia. Los Urabeños, Rastrojos, Águilas Negras, entre otros, son los nuevos rostros de un viejo paramilitarismo.

El Gobierno, entonces, tiene la responsabilidad política de seguir perpetuando o, por el contrario, de combatir el fenómeno paramilitar, cuya estela de muerte aún recorre a Colombia.

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