El Che ha sobrevivido a las interpretaciones maniqueas sobre su gesta y su persona de biógrafos y analistas supuestamente objetivos.
El 9 de octubre, hace 50 años, un grupo de agentes de la Agencia Central de Inteligencia de EEUU destacado en Bolivia y dirigido por el cubano-americano Félix Rodríguez, dio órdenes de asesinar al comandante Ernesto Guevara de la Serna en la modesta escuelita de Las Higueras, donde se encontraba prisionero.
El hombre más buscado por los servicios de inteligencia y represión planetaria del imperialismo y por los comandos contrainsurgentes del ejército boliviano, fue condenado sumariamente a ser ejecutado y sus restos mortales enterrados en un sepulcro no identificado -encontrado tres décadas después-, debido al terror que a sus enemigos inspiraba el Che Guevara, aún después de muerto.
Los victimarios pretendían aniquilar su memoria y todo lo que él representaba. Inútil intento de verdugos y enterradores clandestinos: el Che al morir ya había vencido su propia muerte: el semillero de vida sin tacha de revolucionario había encontrado terreno fértil a lo largo y ancho de esa América, la Nuestra, que recorriera incansablemente.
El soñador realista que renuncia a vivir la victoria revolucionaria, para empezar de nuevo; quien había asumido como forma de ser el mensaje martiano de que la mejor manera de decir, es hacer, no podía morir.
Y esa inmortalidad radica en la fortaleza de su ejemplo, que cada mañana hace brotar de las bocas infantiles de la Cuba de Fidel el lema: ¡seremos como el Che!; en el reto de su consecuencia sin retórica ni doble código moral, que hace avergonzar al más cínico de los oportunistas de la izquierda institucionalizada.
Su vasta obra teórica-política, sus acciones dirigidas contra los enemigos de nuestros pueblos, han impulsado a generaciones de hombres y mujeres a luchar por un mundo mejor.
Su entrega sin límites ni recibos de pago por los sacrificios brindados a la revolución; su absoluto desapego y desinterés hacía su persona; su radicalidad en los principios; su confianza en los pueblos; esa síntesis de pensamiento y acción puesta al servicio de una causa libertaria, hacen del Che un inagotable venero de vida y esperanza.
También, el guerrillero heroico ha sobrevivido a los intentos de sus enemigos para desvirtuar sus objetivos de trasformación radical haciéndolo aparecer como mártir, aventurero o símbolo comercializando en playeras y carteles, despojado de su esencia definitoria: Guevara es un comunista convencido, un revolucionario latinoamericano que se impone una tarea concreta y terrenal: acabar con la explotación social, con la dominación imperialista, forjar un nuevo ser humano en una sociedad socialista.
Estas fueron sus más firmes convicciones, sus propósitos enarbolados con modestia y determinación.
Es necesario comprender estas coordenadas que guiaron su vida para continuar las luchas de liberación de nuestros pueblos. Sus ideas mantienen vigencia imprescindible para el análisis de la realidad del siglo XXI.
Su trayectoria revolucionaria, su personalidad singular, su actuación como ministro y dirigente del Estado cubano, su paso por África y su prematura muerte en Bolivia constituyen una fuente de enseñanzas que orientan las luchas de resistencia a la recolonización neoliberal.
A pesar del tiempo trascurrido desde su muerte hace 50 años, es evidente la contemporaneidad del Che.
El comandante Guevara trasciende a sus asesinos y al odio de clase que despertó en los poderosos; a la desaparición de la Unión Soviética y el restablecimiento del capitalismo en la patria de Lenin, Europa del Este y China; a las interpretaciones maniqueas sobre su gesta y su persona de biógrafos y analistas supuestamente objetivos como Jorge Castañeda.
El Che perdura en el tiempo por su posición crítica a las desviaciones burocráticas y autoritarias del socialismo real; por el apego estricto a la moral, la honestidad y la congruencia cuando desempeñó cargos en el gobierno revolucionario.
Uno de los ejes fundamentales que rigieron los destinos del Che fue el internacionalismo; rasgo esencial de la propia revolución cubana en la que se forma como dirigente y teórico de una visión del socialismo signada por una perspectiva ajena al localismo.
Para el Che la construcción del socialismo tenía que ser en escala mundial, por lo que si el revolucionario se olvida del internacionalismo afirmaba: la revolución que dirige deja de ser una fuerza impulsora y se sume en una cómoda modorra, aprovechada por nuestros enemigos irreconciliables, el imperialismo, que gana terreno.
Aquí surge un interrogante ineludible: ¿cómo compaginar la consolidación de un proceso revolucionario en el ámbito nacional con la exigencia internacionalista?
En la ruta del Che tenemos que en sus tres experiencias revolucionarias hay una exitosa, la cubana, y –es necesario reconocer– dos fracasadas: el Congo y Bolivia.
En Cuba triunfa la revolución porque constituye un proceso firmemente enraizado en la realidad nacional.
El Movimiento 26 de Julio supo apropiarse de la herencia de José Martí y aplicarla a una lucha antidictatorial con articulaciones en organizaciones obreras, campesinas, estudiantiles y con una intelectualidad orgánica incorporada en ese movimiento.
La llegada de los sobrevivientes del Granma a la Sierra Maestra no fue la implantación de un foco guerrillero, sino la continuidad de una lucha de años y el establecimiento de una fuerza política nativa que se desarrolló entre el campesinado con la ayuda de frentes urbanos consolidados.
En Congo y Bolivia, en cambio, hay una suerte de incursión foránea con relaciones equívocas con los grupos guerrilleros locales (África), e incluso una cierta discrepancia por la presencia del Che en tierra boliviana por parte de un sector minoritario del Partido Comunista.
Esto obliga a un análisis más profundo y, sobre todo, crítico de la llamada cuestión nacional.
Si no existe un sustrato social firme que aspira a transformar el país, una continuidad histórica con las luchas seculares del pueblo de que se trate, un conocimiento profundo de los problemas vitales de los diversos estratos y clases sociales, una unidad de acción de los distintos agrupamientos democráticos y revolucionarios y una relación estrecha de carácter orgánico entre todos ellos en extensión y profundidad del territorio, el movimiento revolucionario está destinado a fracasar.
El Che, en sus adversidades, revela los peligros de una acción internacionalista con una base nacional no asegurada ni articulada.
A pesar de esta derrota fatal, el Che permanece como el acero más templado de nuestra historia latinoamericana; como la realización de ese ser humano nuevo por el que tanto luchó; como la brújula de nuestros avatares por un mundo sin las ataduras de la explotación y dominación capitalistas.
¡Hasta siempre comandante!