La historia de las intervenciones y agresiones estadounidenses en Latinoamérica comienza en 1822 con la afirmación de la región como su esfera de influencia y sigue con la promulgación de la Doctrina Monroe, según la cual las naciones hispanoamericanas que emergían a la independencia constituían territorio vedado a los apetitos imperiales europeos y, por extensión, espacio natural de influencia estadounidense.
Luego viene la afirmación del principio del Destino Manifiesto, la guerra de 1848 contra México y el despojo de California y Nuevo México.
A partir de 1898 Estados Unidos entra en guerra contra el debilitado imperio español para conquistar sus territorios coloniales remanentes: Filipinas, Puerto Rico y Cuba.
Aunque el objetivo principal, por razones económicas y de geopolítica era el archipiélago filipino, el mejor pretexto se presentó en Cuba, donde los independentistas estaban llevando la mejor parte en su guerra contra el colonialismo español y se hallaban próximos a lograr por sí solos la victoria.
La derrota de las debilitadas armas españolas no tardó mucho tiempo y permitió al debutante imperialismo norteamericano presentarse como fuerza fiel a su discurso anticolonialista, al tiempo que negaba o reducía el papel en ello de los independentistas cubanos que llevaban más 30 años sobre las armas y habían perdido en combate a algunos de sus principales líderes.
En el curso de las siguientes tres décadas, Estados Unidos invadirá treinta y cuatro veces a los países de la Cuenca del Caribe: Ocupará México, Honduras, Guatemala, Costa Rica, Haití, Cuba, Nicaragua, Panamá y República Dominicana.
La sólida presencia británica en materia comercial, financiera y de infraestructura, impidió a Washington extender su penetración imperial a América del Sur.
En 1933, con el país afectado por una honda depresión económica, agotado por la campaña contra Sandino en Nicaragua e inquietado por el fuerte movimiento nacionalista latinoamericano estimulado por la Revolución Mexicana, llega al poder Franklin Delano Roosevelt quien inicia la política del Buen Vecino, retira las fuerzas de ocupación del Caribe y anuncia una política de no intervención en América Latina.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, se inicia la Guerra Fría y se conforma un mundo bipolar para el que Washington convierte a América Latina en su retaguardia, al tiempo que crea en 1947 la Agencia Central de Inteligencia (CIA), que escribirá en la región una de las más tenebrosas historias de crimen, abuso y barbarie que haya conocido la humanidad.
Corresponden a este período el inicio de las agresiones y del bloqueo económico contra la revolución cubana y las invasiones contra Guatemala, República Dominicana, Panamá, Granada y la guerra sucia contra la Nicaragua sandinista.
Al término de la Guerra Fría, del Consenso de Washington determina que el dominio imperial de Estados Unidos sea reemplazado por la hegemonía económica, ejercicio que abre el apetito de los halcones de Washington que exigen el retorno a un poder imperial absoluto, asumido sin ambages, para lo cual se presta como anillo el dedo la asonada terrorista del 11 de septiembre de 2001 que justifica la supuesta “guerra contra el terrorismo”.
La integración de un sistema hemisférico dominado por Washington, el acomodamiento de América Latina a los intereses imperialistas de Estados Unidos en el rol de suministrador de materias primas; la integración de la Organización de Estados Americanos como patio trasero de EEUU, hasta la conversión de América Latina en una especie de taller de Estados Unidos para experimentar las diferentes formas de guerra contrainsurgente con todas las modalidades del terror, desapariciones, torturas, masacres y exilios forzados, diseñadas todas para destruir la relación entre la solidaridad y la individualidad. Desde 1898 Estados Unidos ha ejecutado “exitosamente” más de cuarenta cambios de régimen en América Latina.
Contrasta el hecho de que siga en pie y con más solidez que nunca, la revolución cubana, lo que mantiene la interrogante sobre la validez de una vía democrática para la retención de poder por las revoluciones populares dada la reiteración con que las fuerzas de derecha han demostrado que no acatan sus derrotas por la vía democrática de las urnas y apelan siempre a una u otra forma de violencia institucional basada en el orden burgués previamente establecido.
Por la significación de su vigencia para la Patria Grande, toca al pueblo venezolano defender, con la solidaridad y apoyo de todos sus semejantes del continente, la supervivencia de la revolución bolivariana, hasta la victoria siempre.
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