En esta entrevista con Manuel Cervera-Marzal, Sylvie Laurent retoma las cuestiones planteadas en sus dos últimos libros: Martin Luther King. Une biographie (Seuil, 2015) y La couleur du marché. Racisme et néolibéralisme aux Etats-Unis (Seuil, 2016).
A pesar de la llegada por primera vez de un negro a la Casa Blanca, las desigualdades raciales aumentaron notablemente durante los dos mandatos de Obama, sumándose así a las desigualdades de clase que ya se habían incrementado bajo las presidencias de Bill Clinton y George W. Bush. ¿Cómo interpretar el giro neoliberal del Partido demócrata?; rente a la oligarquía bipartidista y financiera que gobierna el país, ¿qué ocurre con las luchas sociales?; y, para empezar, ¿cómo reinscribir el combate antirracista, protagonizado actualmente por el movimiento “Black Lives Matter” (La vida de la población negra importa), entre otros, en la larga historia de las luchas por la emancipación en EE UU?
Todo el mundo conoce a Martin Luther King. Sin embargo, usted ha creído necesario consagrarle una nueva biografía. ¿Por qué?
Para ser completamente sincera, de entrada, yo no pretendía escribir una biografía de Martin Luther King. Mi proyecto estaba destinado a un editor estadounidense, y se trataba de realizar un estudio de la “campaña de los pobres”, que fue el último proyecto de King, el que tenía entre manos en 1968, consistente en superar la lógica de los derechos civiles para pasar a la cuestión de los derechos humanos y de una unión de los pobres, de un movimiento proletario más allá de la cuestión racial. Esto me parecía fundamental, máxime cuando King fue asesinado tres semanas antes de que arrancara la campaña.
Resulta que, para el público francés, este tema era un poco demasiado traído por los pelos. Mi editor en Seuil aconsejó mantener esta trama, consistente en sacar a relucir las convicciones socialistas de King –que no se conocían–, pero ampliando la perspectiva con el fin de presentar la vida y el pensamiento de King desde su nacimiento hasta su muerte. Escribir la historia política e intelectual de King pasaba por poner el acento en sus ideas, que se elaboran en algún punto situado entre el góspel social, la filosofía negra y el marxismo.
En su libro, usted pinta a un Martin Luther King más subversivo que el de los manuales de historia. Usted subraya, por ejemplo, que su antirracismo –de todos conocido– era indisociable de un compromiso anticapitalista y antiimperialista. ¿Cómo definir con precisión su combate político?
Hay todo un debate historiográfico sobre su recorrido y sus evoluciones. ¿Era acaso desde el principio profundamente marxistizante, pero se veía obligado a guardar para el sus convicciones anticapitalistas para concentrarse en la cuestión de los derechos civiles? Hay quien dice que Rosa Parks le obligó un poco a concentrarse en la cuestión de los derechos formales y que, una vez conquistados estos, retomó la cuestión de la justicia social. Otros sostienen que fue a partir de la guerra de Vietnam, que él denunció en 1967, cuando dejó realmente de creer en la capacidad de EE UU para enmendarse y entonces radicalizó su combate.
En mi libro intento reconciliar las dos teorías, mostrando las rupturas y las continuidades. No cabe duda de que se trata de alguien cuyas primeras críticas acerbas al sistema capitalista vienen de muy lejos. En el seminario ya comienza a leer a los filósofos del derecho y de la historia; no cuenta ni veinte años cuando escribe (en particular en sus cartas a Coretta) que Marx tiene razón y que un régimen basado en la desigualdad y que da la mayoría del poder y de la riqueza a una minoría que explota a las masas está condenado a desaparecer. Evidentemente, lo que le complica las cosas, él que es pastor, hijo de pastor y nieto de pastor, es el ateísmo visceral del marxismo. El otro problema para King estriba en la contradicción entre el materialismo histórico y el mesianismo cristiano, del mismo modo que reprocha al marxismo que considere al ser humano como un medio y no como un fin. El cristianismo social europeo ha logrado reconciliar estas dos filosofías, pero en EE UU, donde el socialismo se ha convertido en un contra-modelo diabólico, y donde se acusa a las y los militantes negros de subversión antiamericana, la contradicción es irreductible.
A partir del momento en que se logró la igualdad civil 1964-1965 –es decir, el fin de la segregación institucional y el reconocimiento del derecho de voto, o sea, el fin de los aspectos más escandalosos y los más contrarios a las libertades fundamentales–, King desarrolla la idea de una segunda fase de la revolución de los derechos de la población negra: la de la justicia económica y social. Ahora bien, el problema era que para EE UU, la libertad formal otorgada a los afroamericanos ya era mucho, demasiado. Por tanto, de 1965 a 1968, King pasa tres años predicando en el desierto. Peor aún, este hombre, ensalzado en 1964, se hunde en un abismo de impopularidad, se le considera ingrato y subversivo.
Recordemos que EE UU está terriblemente dividido a finales de la década de 1960. La reacción de la derecha se perfila con Nixon. Nos hallamos en pleno movimiento de la contracultura, de la lucha contra la guerra de Vietnam, de oposición al imperialismo, y King también es un disidente. Ese “molesto doctor King” había quedado borrado de la memoria nacional porque sus actitudes contravenían la mitología nacional, según la cual se habría producido la reconciliación y la redención gracias a la aprobación de los derechos civiles. Por tanto, es indudable que hubo una continuidad en King, pero también estuvo sometido al azar de la memoria y de las recuperaciones ideológicas; se admira al pastor “soñador”, no violento, empático y conciliador. Sin embargo, este insumiso, decepcionado por las dilaciones de su país en materia de justicia, solo ha logrado el reconocimiento merecido gracias a la labor reciente de los historiadores.
Escuchándole y leyendo su libro, tengo la sensación de que King ha sufrido la misma suerte que el Che Guevara: aseptizado, edulcorado, mercantilizado… ¿Cómo una figura tan molesta ha podido acabar siendo celebrada por los mismos que antaño eran sus adversarios más feroces?
Fue Ronald Reagan quien, en 1983, instituyó una jornada de celebración nacional por Martin Luther King. No es casualidad. Cuando se memorializa o se deifica a un personaje tan rebelde, es una manera de acogerlo en el seno de la mitología nacional. Y era muy importante para el presidente estadounidense -el mismo que consideraba que ya había pasado página a la igualdad racial, ya era suficiente como estaba, que la gente negra ya no debían pedir más- erigir simbólicamente a King en padre fundador de la Nación, a modo de “hemos realizado nuestro ideal democrático, King es testigo y garante”. Evidentemente esto es un truco de magia de la memoria muy importante.
Por lo demás, el asesinato de Martin Luther King en abril de 1968 llevó a la idea de que la alternativa no violenta e igualitaria había desaparecido con él. Algunos argumentaron que puesto que su muerte provocó la explosión de los guetos, las revueltas urbanas, el paso a una forma de radicalismo más intransigente, la estrategia de King era inoperante. Otros dijeron que si no hubiera sido asesinado, entonces la versión pacifista, simpática, conciliadora del combate hubiera ganado. Es completamente falso pues él mismo se había acercado mucho a la versión radical. Es una forma de crear dicotomías del tipo “Malcom X, el chico malo” versus “King, el amable”. En fin, sirvió desde su tumba a los abogados de la contrarrevolución para justificar la vuelta al orden y al mantenimiento del statu quo racial.
La fuerza de King también fue haber conjugado o intentado conjugar, dos tradiciones consideradas muchas veces como incompatibles: cristianismo y marxismo, amor y revolución, no violencia y lucha de clases. ¿Cómo opera esta síntesis?
El eslabón que falta es Gandhi. Fue necesario pasar por la mediación filosófica de un hombre de color, no americano, no blanco, no occidental, para llegar a la idea de que la revolución podía ser no violenta.
Hace seis años escribí en La vida de las ideas un texto que se titula: ¿Es posible la no violencia? En él muestro que Gandhi, nutrido del pensamiento de Thoreau pero también de Tolstoi y de Cristo, mantiene que existe un tercer espacio entre la violencia armada y la rebeldía espiritual. Este tercer espacio se hace posible gracias a la violencia infligida a uno mismo. Por tanto, Martin Luther King piensa, como Gandhi, que un pueblo oprimido puede redefinir, gracias a una ética de la satyagraha, el abrazo (graha) de la verdad (Satya), la emancipación mediante una ecuación dialéctica entre el oprimido, el opresor y el espectador. La estrategia consiste en producir un sentimiento de culpabilidad en el que inflige la violencia pero también en quien es testigo de ella. Es extraordinario.
Gandhi muestra que la no violencia, lejos de la pasividad cristiana consistente en poner la otra mejilla por amor, solo es una postura ético religiosa. Es una estrategia política que puede ser agresiva. Gandhi articula la no violencia con la idea de revolución para conseguir un cambio social. La desobediencia civil, en Gandhi y en King, no es el acto de un individuo solo como en Thoreau, sino que para ellos se debe desplegar a escala de masas para provocar el cambio social. La idea de que las masas tengan el poder es profundamente marxista. Pero la idea de que las masas puedan modificar la correlación de fuerzas sin recurrir a la violencia, Gandhi la encuentra en la filosofía hindú.
Desde 1930, muchas personas negras van a la India para seguir las enseñanzas del Mahatma y traen su filosofía al sur racista de Estados Unidos. A través del cosmopolitismo de los oprimidos, se desarrolla una fraternidad entre las mismas causas.
¿En qué siguen siendo útiles la acción y el pensamiento de King para las luchas actuales?
Hay muchas razones. La más significativa es la cuestión de la desigualdad. Hay una especie de incapacidad de las sociedades occidentales para pensar de manera “total” la cuestión de la desigualdad. La estrechez de miras dificulta la reivindicación del reconocimiento -reconocimiento de derechos, de las “minorías”, de las mujeres, de género- a la vieja clave de lectura marxista -los ricos y los pobres, los amos y los dominados. Sin embargo, Martin Luther King logró mostrar que hay una dialéctica fundamental entre el reconocimiento de las identidades y la lucha contra la explotación capitalista.
Sin comprender esta dialéctica, no se puede entender verdaderamente qué sigue activo en la correlación de fuerza que continúan irrigando nuestras sociedades, particularmente, la sociedad estadounidense que se vive como una sociedad sin clases en su mito original de la igualdad para todos. Es necesario decir que al mirar a Estados Unidos desde 30 años atrás, te das cuenta de hasta qué punto existe una incapacidad de pensar en dos cosas: la persistencia del problema de la desigualdad racial y la manera en que la profundización de las desigualdades respecto a la riqueza, en buena parte, se ha dado vinculada al sentimiento de que el otro me superaba y mi declive surgía necesariamente porque el otro conseguía salir de su condición de subalterno.
El análisis de W.E.B. Du Bois, que hablaba del “salario simbólico” del obrero blanco, sigue siendo muy actual. Marx había señalado a propósito de los irlandeses, que el obrero blanco, incluso si está tan explotado como el negro, veía que la élite le confería ese pequeño privilegio simbólico de ser blanco y ser tratado como tal por el conjunto de la sociedad. Esto es fundamental para comprender la elección de Trump: la gente que vive el desclasamiento -real o imaginario- lo vive de forma más grave porque tienen un sentimiento de decadencia en relación a otros grupos sociales, que ellos han perdido calidad de vida porque otros ¡se repantigan con las ayudas sociales! Los emigrantes me han quitado el empleo y la gente negra, que están más presentes en el espacio público, han cuestionado la imagen normativa del americano medio, necesariamente blanco y heterosexual. Esta idea de pérdida de privilegio es esencial.
Durante mucho tiempo se ha tenido una idea conciliadora de la igualdad: se pensaba que cuanto más se avanzara hacia la igualdad real, más ganaría cada uno. Pero nos damos cuenta de que no, y Martin Luther King, lo había dicho, solo se puede avanzar hacia la igualdad a condición de que algunos pierdan un poco sus privilegios. Y solo con la aceptación de esta pérdida de privilegios, tomará cuerpo la justicia social. A modo de ejemplo, la segregación espacial socava la sociedad estadounidense; mientras que los barrios blancos limpios y tranquilos no acepten viviendas sociales y la presencia de familias de color en su seno, lo que sin duda les cuesta, el país no progresará. No hay ninguna razón para que sean los únicos que se benefician de las buenas escuelas, de buenos transportes públicos y de todos los privilegios inherentes a una plena ciudadanía. En relación a esto, Trump representa la voz de quienes dicen que no renunciarán a ninguno de sus privilegios, incluso rechazan que estos atributos sean considerados como “privilegios”. Se viven como merecedores de ellos indebidamente cuestionados.
La couleur du marché (Seuil, 2016) se sitúa en la prolongación de la biografía de King, pues el libro trata sobre el racismo en Estados Unidos. Concretamente, ¿de qué trata? ¿De qué males es víctima hoy la gente negra?
Por una lado, en la sociedad americana, está la idea de lo “postracial”, que es una aspiración, un horizonte, una ensoñación. Por otra lado, está la metamorfosis del racismo que, a menudo, se identifica demasiado con la xenofobia más grosera, más exagerada, la que había en tiempos de King. Sin embargo, si creemos en los sondeos de opinión realizados desde hace 30 años, ese racismo en el sentido estricto, es decir, la defensa de la jerarquía de las razas con una base biológica y de la separación de las comunidades en función del color de la piel, no es defendido por nadie. Ya nadie diría oficialmente que no desea que su hija o su hijo se case con alguien de otro color.
Pero entre las declaraciones y las prácticas sociales, evidentemente, hay una gran diferencia. Si la diferenciación biológica ha caído en desuso, la culturalización de las trayectorias sociales ha tomado el relevo: si la gente negra es más pobres, es porque no tienen la ética del trabajo, si son masivamente encarcelados, es porque estarían especialmente inclinados a la criminalidad. Este neoracismo es temible pues sirve para normalizar y racionalizar la desigual distribución de la riqueza y de las oportunidades.
Por volver a la segregación, es decir a la desigual distribución del acceso a los bienes comunes, este discurso de los comportamientos de tal o cual grupo que se convertiría en culpable de su propia exclusión, sirve de justificación entre sí a los ricos. Así, se advierte que cuanto más se dicen los estadounidenses ser menos favorables a la segregación practicada en tiempos pasados en los estados del Sur, ¡tanto más viven en una sociedad donde los blancos han hecho la secesión espacial! Hoy el nivel de segregación social y racial -los dos se solapan-es más elevada que en los años 60 del siglo pasado. Se votó el fin de la segregación racial en 1964 -cualquier ley que separara estrictamente a los individuos en función del color de la piel es anticonstitucional- y 40 años después nos encontramos con gente blanca que viven con gente blanca, gente negra con gente negra, niños y niñas blancos que no saben qué es un alumno o alumna negro o hispano y una especie de esquizofrenia institucional de la que solo se aprovechan los blancos.
Es ahí donde el asunto es sutil y el neoliberalismo llega para arreglar todo esto: la ideología neoliberal naturaliza las desigualdades, pretende que todas las barreras estructurales y sistemáticas sean abolidas y que a partir de ahora, gracias al mercado, cada individuo tiene iguales oportunidades para triunfar, que hay que ser permanentemente un emprendedor de sí mismo, que hay que mostrar hasta qué punto se es capaz, y que, en consecuencia, los que no llegan tienen una inadaptación cultural al éxito. A los ojos de la mayoría de los estadounidenses, la principal razón por la que las minorías de color están afligidas por un destino social preocupante en comparación al de los blancos, es que no son lo bastante duros para el trabajo y están desprovistos de espíritu de iniciativa. Otros tantos elementos del lenguaje del neoliberalismo contemporáneo consisten en decir que todas las medidas correctoras de las desigualdades sirven, en realidad, para inhibir la iniciativa individual.
Así que estamos en un neorracismo que niega la realidad de la segregación y de la discriminación sistémica como fenómenos creados, mantenidos y perpetuados. La idea de que las desigualdades son el fruto de una desigualdad natural en el mercado y que contravenir esto sería nefasto para los mismos afectados. Dar ayudas sociales convertiría a la gente en dependiente; esto desincentivaría la iniciativa, por tanto hay que forzar a la gente a levantarse por la mañana y trabajar para ganarse la comida.
Este discurso de la negación se aplica también a la policía. La policía nunca había sido tan popular en la historia de Estados Unidos. Sin embargo, salimos de una retahíla de tres años de muertes de hombres desarmados, generalmente afroamericanos o latinos. La idea es que la policía es la última frontera que mantiene las hordas salvajes a raya en nuestra sociedad bien regulada, bien ordenada. Las clases peligrosas perturban una sociedad en la que cada persona encuentra espontáneamente su lugar.
Para definir este neorracismo, habla de “racismo sin racistas”, de “racismo sin intención”.
Sí, la expresión viene del sociólogo Eduardo Bonilla-Silva. Es el gran límite del movimiento de los derechos civiles de los años 60 del siglo pasado: cuando hoy se va a plantear una queja de discriminación ante un tribunal, la carga de la prueba recae en las víctimas. Para que un empresario o un propietario, por ejemplo, sea condenado por discriminación, es necesario probar la intención discriminatoria.
Por ejemplo, demostrar que ha escrito un sms o en cualquier documento “no alquilaremos nuestros apartamentos a gente negra”, el juez puede demostrar que hay una intención racista. Pero esto no sucede nunca, más bien se recurre a las quejas del vecindario, la pérdida de valor del metro cuadrado o los deseos de la clientela, todos argumentos perfectamente racializados pero que aparecen enmascarados. Si un restaurador prefiere poner a un negro a fregar platos antes que en el servicio de mesa del comedor para no molestar a los clientes, ningún juez podrá probar que hay una intención racista.
Además, para la justicia es difícil legislar en el ámbito privado, de tal forma se perciben sus intervenciones en materia de justicia social como intrusiones. Es el mismo punto de vista del nuevo Ministro de Justicia, Jeff Session, que dice mucho sobre la reacción que se avecina.
El libro se abre con este dato: “la pasión suscitada por la presencia de un negro en la Casa Blanca ha distraído la atención y ocultado la profundización de las desigualdades raciales en Estados Unidos. […] Lo que importa no es el color accidental de Obama sino el color inmutable del mercado” ¿Cómo dar cuenta de semejante paradoja?
Se podría decir que no es del todo una paradoja. Una de las grandes habilidades del neoliberalismo es lo que algunos investigadores han llamado la “diversidad neoliberal” consistente en poner delante uno o dos individuos como ejemplos. Esto permite decir que “si ellos lo han logrado, es una muestra de que “cuando se quiere, se puede”. Se dice también que una empresa presumiendo de su diversidad (una mujer de color aquí o allá) es “bueno para el negocio”, eso indica la imagen de marca para el grupo.
De alguna manera, la elección de Obama es una peripecia. Las peripecias en historia tienen su importancia. Pero una peripecia puede ser también un corte, un contratiempo, un ligero desajuste en relación a las lógicas históricas profundas. La ciudadanía estadounidense como exclusión de los no blancos tiene 250 años. 2008-2016 es poco en comparación. El hecho de que haya habido una mejora con la elección de Obama, sin duda, lleva a la idea de que otra representación del hombre negro es posible. Es bastante increíble. Pero al mismo tiempo, lo que vemos hoy, ocho años más tarde, es hasta qué punto la América que lloró de felicidad ante la elección de Obama, no sabía hasta qué punto la otra América rechinaba los dientes.
Progreso racial y retroceso avanzan al unísono, estamos más allá de la dialéctica histórica tradicional. Trump y Obama son dos fenómenos siameses. Donald Trump comenzó su campaña presidencial cuando le dijo a Obama: “este hombre es ilegítimo, ¿donde nació?” Es anterior a la historia de los mexicanos violadores. El acto fundacional es decir que Obama no puede ser presidente de Estados Unidos porque no es de “los nuestros”. Trump ha exhumado esa vieja creencia de que si un negro accede a la Casa Blanca, es necesariamente por una desposesión, por una impostura.
A eso se añade un Partido Demócrata incapaz de comprender que sus políticas neoliberales a ultranza le alejan de una parte de sus bases. Demócratas y republicanos han sido colocados en el mismo saco del “establishment” que olvidaría la realidad de la vida del americano medio que se levanta pronto para ir a trabajar. Por tanto, Obama es a la vez un accidente y ha suscitado una reacción, un espíritu de revancha, que es un lugar común en la historia americana. A cada periodo de progreso, le sucede una reacción. Este país está enfermo de racismo. Es su gran línea de fractura, su gran enfermedad.
La mejora de la suerte de la población negras se sitúa sobre todo en el lado de la lucha colectiva.¿Dónde está Black Lives Matter? ¿La movilización ha adquirido una cierta amplitud, ha obtenido éxitos?
Black Lives Matter es el nombre genérico de una serie de grupos y de movimientos sociales que se despliegan en Estados Unidos desde hace cinco o seis años.Yo estoy especialmente interesada por los Moral Mondays (NT.Lunes Moral), en Carolina del Norte, liderados por el pastor William Barber que comenzó a reunir todos los lunes a los opositores a las políticas de austeridad de su estado, a la privatización de las pensiones, etc. Es pastor y negro. Los problemas de la brutalidad de la policial, la opresión de los inmigrantes y de las minorías sexuales se añadieron rápidamente. Finalmente, se han reunido una coalición de disidentes, lo que hizo mucho ruido.
También está el movimiento por el Salario Mínimo de 15 dólares. Luchan firmemente por los cuatro rincones del país pero los medios de comunicación no hablan de ello. Esto conforma una serie de movimientos sociales “grassroots” (NT. De base, comunes) que tienen una potencialidad considerable. Black Lives Matter mostró que podía haber una universalidad de la causa negra. Pero como con Martin Luther King, es un movimiento profundamente impopular. La mayoría de los estadounidenses considera que son agitadores que buscan complicaciones inútiles, que echan gasolina al fuego.
Rudolph Giuliani, que tiene un futuro prometedor en la administración Trump, dice que si defiendes los derechos de la población negra a no ser asesinados en la calles, estás contra la policía. Está en la idea del juego de suma cero: “si defiendes a las personas negras estás contra las blancas”, “si Obama es elegido es que detesta a la gente blanca”. Esta política del resentimiento es muy fuerte.
Se plantea también el problema de la creación de un movimiento de hispanos fuerte. Y los presos y presas están en el origen de varias movilizaciones. Se puede esperar que los 14 millones de personas que han votado a Bernie Sanders se unirán en un movimiento por una futura revolución que no se contente con plataformas demócratas- por otra parte, nos preguntamos qué van a hacer los demócratas. Algo se mueve en la sociedad civil, no necesariamente para ganar elecciones sino para empezar a reflexionar sobre qué puede hacer la izquierda estadounidense.
Pasado el tiempo de las lamentaciones y de la consternación, hay que ponerse a trabajar. Hay tajo. Los progresistas estadounidenses deben repensar lo que Martin Luther King había apuntado: la articulación de las desigualdades con la cuestión del poder. ¿Cuál es la lógica de la dominación hoy? Y sobre todo, ¿por qué los que dominan tienen la sensación de ser los dominados? Esto es lo interesante: Trump habla en nombre de quienes se creen perdedores y rechazan que les digan que, en realidad, son los ganadores.
¿Cómo entender el eco encontrado por Bernie Sanders? ¿Ha beneficiado la dinámica impulsada por el Occupy Wall Street? Hay algo de paradójico en el hecho de que alguien que ha votado 9 veces sobre 10 como todos los otros senadores demócratas asuma el liderazgo de la contestación.
Hay un aspecto extremadamente anticuado. No ha adaptado su discurso al espíritu de los tiempos. Desde comienzos de los años 80 del siglo pasado, es un monomaniaco de la cuestión de las desigualdades sociales. Ha necesitado 30 años para hacerse oír. Pero eso no quiere decir que no haya tenido razón durante esos 30 años. Sin embargo, como es el único que no ha parado de repetir que era un problema la posesión de la riqueza por el 1% hasta la llegada del Occupy Wall Street, se ha descubierto la virtud de no estar en el discurso de la adaptación.
Las desigualdades de renta no son un epífenómeno marginal sino que son atentatorias contra todos los aspectos de la vida cotidiana. Cuando no tienes la posibilidad de que tus hijos vayan a la universidad porque las matrículas han aumentado para provecho de un puñado, es un problema. Más todavía cuando los ingresos del 0,1 % de los más favorecidos se disparan. Sanders empezó por dirigirse a los estudiantes endeudados y, a menudo, sin perspectivas de ascenso social a pesar de sus diplomas, que evidentemente son los que mejor comprenden esto. Plantea los desafíos políticos de forma simple, casi reduccionista, sobre el problema de las desigualdades. También Trump es de una hipersimplicidad: se trata de “ellos” contra “nosotros”.
Para Sanders, las desigualdades son la matriz fundamental que hace que Estados Unidos sea un país enfermo. La gente no se ha dado cuenta de la crisis de 2007, que ha acentuado la decadencia de las condiciones sociales después de 30 años. De repente, los estadounidenses se han percatado de que quedaba muy poco de la idea de América después de 30 años de un rodillo compresor neoliberal. Su drama es haber elegido como recurso, a la manera de un pharmakon (a la vez, remedio y veneno) a un millonario que solo existe gracias al mercado total y cuyas políticas, puestas al servicio de la casta de los ricos y de los poderosos, promete rematar el proceso de descomposición democrática y condenar a la nación a un individualismo nihilista y revanchista.
17/01/2017
Traducción VIENTO SUR
http://vientosur.info/spip.php?article12155#sthash.AdvL9NFM.dpuf