Ante un mismo conjunto de síntomas los profesionales médicos pueden diagnosticar o no a una persona como enfermo mental dependiendo de si el individuo en cuestión responde con un par de palabras “mágicas”.
Y aunque pueda parecer increíble, esto es posible ya que la psiquiatría tiene un gran problema irresoluto llamado religión.
La ciencia en general y la medicina en particular avanzan al extraer conclusiones generales de casos similares, pero cuando esa misma medicina diferencia de forma totalmente artificial, por evidentes presiones anticientíficas heredadas de nuestro pasado más supersticioso, a los enfermos entonces eso se llama psiquiatría.
Un paciente llega a la consulta médica con tos, irritación y moqueo nasales, cansancio y algo de fiebre y el médico sin pestañear diagnostica enfermedad.
Los detalles de la dolencia: si es debida a un virus respiratorio, a una bacteria o a cualquier otra causa puede luego ser determinado por pruebas adicionales, pero el diagnóstico primario es claro y ha sido realizado por médicos de todas las épocas, incluso en el más lejano pasado cuando los seguidores de Hipócrates no sabían nada de la existencia de los patógenos.
También el hecho de que estos síntomas afectaran a una sola persona o fueran comunes a un grupo o incluso a la mayoría de los miembros de una comunidad no condicionaba el diagnóstico, únicamente se hablaba de enfermedad individual o de epidemia.
Ahora bien, supóngase que un médico del pasado u otro de la actualidad dijera que cuando estos síntomas afectaran a la mayoría de los habitantes de una ciudad, región o país entonces ya no debía considerarse enfermedad ¿increíble, no?
Es más, si un médico afirmara que si los síntomas catarrales se dieran mayoritariamente entre hombres, o personas de origen asiático, o pobres, o bebedores de cerveza, o panaderos o cualquier otra agrupación humana particular entonces por supuesto que la tos, el dolor de garganta o de pecho, la dificultad en respirar y la fiebre debían dejar de ser considerados síntomas de enfermedad y pasar a ser una virtud, muy seguramente este más que curioso galeno perdería su credibilidad profesional y en el peor de los casos lo mismo acababa siendo expedientado por mala praxis médica.
Sin embargo hay una especialidad clínica en donde a día de hoy este tipo de diagnósticos sui generis, totalmente dependientes de factores externos siguen estando muy presentes.
Tal y como ha descrito recientemente en una columna de “Scientific American” un médico residente en psiquiatría de la Universidad de Stanford la dicotomía es más que evidente. Así:
Tomemos el ejemplo de un hombre que entra a urgencias murmurando incoherencias. Dice que escucha voces en su cabeza, pero insiste en que no hay nada malo en ello. No ha abusado ni de drogas ni del alcohol. Si hubiera sido evaluado por profesionales de la salud mental, existe una alta probabilidad de que se le diagnosticara un trastorno psicótico como la esquizofrenia.
Ahora bien
¿Y si ese mismo hombre fuera profundamente religioso? ¿Y si su incomprensible lenguaje fuera hablar en lenguas? ¿Y si él pudiera escuchar a Jesucristo hablando con él? También podría insistir en que no había nada malo en ello. Después de todo, estaría practicando su fe.
Y en este segundo caso es bastante improbable que muchos médicos (algunos de ellos quizás también más o menos religiosos en diferente grado) fueran capaces de diagnosticar la misma esquizofrenia que al anterior paciente.
Es decir, que en la actualidad es más que cierto que ante un conjunto de síntomas muy similares una persona poco o nada religiosa pueda ser considerada un enfermo mental, mientras que un verdadero creyente puede seguir siendo no sólo una persona “normal” sino que en muchos casos este “conversador” con el Mesías o con el Gran Espíritu de la Pradera puede incluso llegar a gozar del mayor de los respetos no sólo en su entorno social más próximo, sino que si es muy constante y convincente en su delirio puede acabar siendo recibido por gobernantes de medio mundo y ser incluido en los libros de Historia como una de las grandes personalidades de su época.
Es más, tal y como indica el médico estadounidense en su artículo el problema puede tomar tintes casi surrealistas, puesto que el diagnóstico clínico dependerá de la aceptación de la religión en particular que profese el individuo en cuestión, y por tanto su situación médica puede cambiar en un breve espacio de tiempo por motivo legales completamente ajenos a la praxis médica.
Así por ejemplo en EEUU hasta el año 1993 las personas que creían ciega y verdaderamente que eran el resultado de un experimento genético a gran escala ocurrido hace unos 75 millones de años llevado a cabo por un superdictador genocida alienígena, líder de una Confederación Galáctica que llevó a miles de millones de personas a la Tierra en naves espaciales parecidas a aviones DC-8 y que las dejó cerca de volcanes, en donde este predecesor extrasolar de Hitler las exterminó sin piedad alguna con bombas de hidrógeno en lo que únicamente se podría calificar (en caso de ser verídico el relato) del mayor xenocidio conocido de la Historia podían ser calificados (bajo todo el rigor científico-medico) como severos enfermos mentales.
Pues bien, de pronto estos sujetos se convirtieron en personas más que “normales” y hasta dignas de elogio ya que algunas eran destacados miembros de la farándula hollywoodiense.
¿Y cuál fue el milagroso cambio de criterio médico-científico que logró esa más que maravillosa “curación” de cientos de norteamericanos en el ya casi lejano 1993? pues no se crean que ningún riguroso estudio clínico sino la más que simple modificación legislativa en la primera superpotencia mundial en el que se consideraba a la Iglesia de la Cienciología como una religión más, con todos sus derechos legales inalienables, con su exención de impuestos y lo que es muchísimo más grave con la dispensa y el apoyo legal y hasta constitucional para su ejercicio y proselitismo.
De tal manera que a partir de ese año cualquier psiquiatra estadounidense que intente medicar a un verdadero adepto (no por supuesto a los cienciólogos sociológicos, que como en todas las religiones serán mayoría pero que a efectos prácticos son tan ateos como el que más) a esta superchería más que delirante de los seguidores de Xenu, el extraterrestre genocida y los disparates de su más que avispado inventor, el más que discutible escritor de ciencia ficción de tercera fila L. Ron Hubbard, puede ser demandado por violar la sacrosanta libertad religiosa de los EEUU aunque cuente con el apoyo incondicional de los desesperados familiares del interfecto mientras observan con pavor como delira sin remedio su ser querido.
Y nuestro residente en psiquiatría de Stanford narra otro episodio más que sorprendente de la dicotomía en la práctica médica asociada a la religión: el caso de los asesinatos de una mujer y un niño acaecidos en Utah en 1984 por parte de dos fundamentalistas mormones, Ron Lafferty y su hijo Dan. Ron Lafferty se declaró profeta, afirmando haber recibido una revelación divina en la que se le instruía (telepáticamente por supuesto, que ya sabemos que para lo importante no sirve el teléfono o el WhatsApp) para “eliminar” a varias personas incluyendo a las dos víctimas del caso juzgado.
Los abogados de la defensa presentaron el testimonio de varios psiquiatras que indicaron que el acusado presentaba una evidente enfermedad psicótica y un trastorno esquizoafectivo ya que pensaba (entre otros delirios religiosos) que un espíritu homosexual malvado trataba de invadir su cuerpo a través de su ano
Sin embargo, el fiscal subió al estrado a otro psiquiatra que testificó que el acusado lejos de ser el loco de remate que presentaba la defensa era un creyente bastante normal ya que La mayoría de la gente en nuestro país cree en Dios.
La mayoría de la gente en nuestro país dicen que reza a Dios.
Es una experiencia común.
Y aunque las etiquetas que usa el señor Lafferty son ciertamente inusuales, las formas de pensamiento en sí mismas son realmente muy comunes … para todos nosotros.
Porque la lógica del psiquiatra de la acusación es impecable, a la vez que imposible de refutar si se considera a la verdadera religión como una propiedad humana elogiable.
Si la inmensísima mayoría de las personas de este mundo consideran normal conversar con un dios zarza ardiente, con un dios elefante o con un dios cocodrilo, entes supraterrenales todos ellos capaces de los mayores milagros como llevar a vírgenes judías (o a beduinos pederastas a lomos de un corcel blanco) hasta el cielo en cuerpo y alma, entes todopoderosos a los que no se puede contrariar en sus telepáticos aunque muchas veces incomprensibles e irracionales dictados salvo que uno quiera terminan asándose en las calderas de Pepe Botero por toda la eternidad, entonces nadie podrá ser considerado esquizoide o psicótico siempre y cuando ande trasteando por en medio el diablillo de Maxwell católico, sintoísta, musulmán, hinduista, luterano, budista, anglicano, zoroastrista, calvinista, judaico o taoísta.
En resumen, hasta que la psiquiatría rompa las cadenas que la subordinan a la religión esta especialidad médica únicamente podrá catalogar como enfermos mentales a los ateos, agnósticos y similares que vean o hablen con elefantes rosas o duendes verdes, porque aquellas personas que dialoguen con espíritus incorpóreos del más acá o del más allá siempre estarán “cuerdas” por definición si sus delirios están ligados a alguno de la infinidad de libros sagrados de ayer, de hoy y de mañana que la siempre fértil y también más que disparatada inventiva humana haya acabado escribiendo.
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