La educación debe empezar en la más tierna infancia
Bang, bang; ¡te maté!
Pistolas para los más pequeños
Introducción de Tom Engelhardt
Recuerdo bien haber ido al rodeo en el Madison Square Garden de Nueva York con mis revólveres de seis balas colgando en mis orgullosas caderas.
Seguramente tendría unos ocho o nueve años; es posible que esas dos armas con cachas de marfil –bueno; de plástico, sin duda– fueran de la línea de juguetes Hopalong Cassidy.
Ese vaquero era mi favorito en la televisión y, por supuesto, yo jugaba siempre a ‘indios y vaqueros’ con mis amigos.
Pero la mayor parte de mis juegos de guerra –estamos hablando de la primera mitad de los años cincuenta del pasado siglo– tenían que ver con la Segunda Guerra Mundial, la guerra de mi padre, a pesar de que en ese momento Estados Unidos estaba viviendo un sangriento punto muerto en un conflicto bélico en Corea.
Imaginadme, un chico de ocho o nueve años, corriendo entre las plantas de patata en una parcela detrás de la casa de un amigo en Long Island. Probablemente fuera en 1952.
Estados Unidos está enredado en su segunda guerra asiática del siglo, esta vez contra –para un niño– un espantoso aunque desdibujado enemigo.
Afortunadamente, la lucha que no cesa en una lejana tierra llamada Corea está de momento inconcebiblemente distante.
Mi amigo y yo nos agazapamos entre la suciedad y las plantas de patata, que se extienden hasta donde pueden ver nuestros ojos.
Él y yo oteamos el horizonte. En algún sitio está acercándose el enemigo, no el de Corea, sino el enemigo real, los ‘japoneses’ o los ‘nazis’ (los ‘japonazis’, como les llamaban a veces las revistas de cómics de la Segunda Guerra Mundial), o quizá incluso fueran los indios.
Teníamos para elegir. Nuestros padres no andaban por ahí para decirnos qué debíamos hacer, tampoco los maestros para darnos instrucciones, y nosotros estábamos armados.
Yo aferraba un palo.
Puedo sentir la curva donde estaba la palma de mi mano, ¿qué otra cosa se puede necesitar más que tener un buen ojo y la habilidad para imitar los sonidos del combate: el rata-ta-ta de la ametralladora, el retumbar de la artillería antiaérea o el prolongado silbido de los proyectiles que nos disparaba el enemigo?
Ya llevábamos una hora haciendo esto, rechazando ataque tras ataque, y después cavando nuestro hoyo de protección entre los surcos plantados. “¡Ojo!”, grita mi amigo tan fuerte como puede ya que a nadie le importa y el invisible aunque palpable enemigo, está aquí combatiendo en esta huerta.
Sí, ahora también lo noto yo; el leve movimiento de las hojas que podría atribuirse al viento. ¡Son ellos! ¡Un ataque banzai! Nos ponemos de pie disparando a lo loco, pero con una puntería mortal. Los enemigos caen.
Entonces, era toda tan obvio para nosotros, los millones de niños cuyos padres había regresado a casa, a menudo con expresión adusta y silenciosa, después de una terrible guerra mundial. Las películas que glorificaban esa guerra eran moneda corriente en nuestra vida.
Estaba claro quiénes eran los buenos y los malos. Nosotros podíamos arreglarnos gracias a quienes debían morir, y lo que parecía tan obvio, no solo nosotros sino también los adultos a nuestro alrededor.
El mundo de la guerra estadounidense estaba, de hecho, cada vez más complicado; una década después, muchos de nosotros nos encontraríamos en la calle manifestándonos contra semejante guerra, pero entonces –en el campo de patatas– no teníamos por qué preocuparnos por esas cosas.
¿Como sigue, me pregunto ahora que pienso en el último escrito de la colaboradora habitual de TomDispatch Frida Berrigan sobre sus hijos y nuestro mundo, la versión para jóvenes de la cultura de las armas de aquellos tiempos?
¿Qué guión o guiones están interpretando los niños de hoy?
¿Qué zombis, terroristas, alienígenas o vaya uno a saber quién o qué son metidos en cintura a punta de pistola cuando los niños empiezan a disparar –bang, bang– en 2016?
¿A qué le dispara exactamente en un mundo tan extraño alguien armado hasta los dientes y dispuesto a matar aquí mismo, en Estados Unidos, un entorno inconcebible en 1952?
En un mundo cubierto de muertos desde Orlando y Saint Paul hasta Baton Rouge (Dallas) y Niza, por no hablar de Bagdad, Kabul, Trípoli y Estambul, en un mundo de asesinatos con drones y dios sabe qué otras cosas, ¿a qué es posible que estén jugando?
* * *
Los niños, las armas de juguete y las de verdad
Era un hermoso atardecer y los niños –Madeline, de casi dos años; Seamus, de casi cuatro; y Rosena, de nueve– estaban corriendo en un cuidado prado de la ciudad. Seamus apuntó a sus hermanas con su bandera arco iris y ‘les disparó’, gritando: “Estáis muertas, chicas; yo os disparé”
Madeline y Rosea se rieron y continuaron corriendo, y Seamus tras ellas.
Yo me cubrí la cara con las manos. No era solo que él estaba jugando a matar sino que estaba usando una bandera del Orgullo LGTB como si fuese un arma en el velatorio para llorar a los muertos en la discoteca Pulse en Orlando, Florida.
Patrick, mi marido –pacifista, él–, corrió para tratar de cambiar sus actividades; cambió la bandera por una pelota y un guante de béisbol y los invitó a jugar a coger la pelota. Mientras los organizadores de la ceremonia se turnaban para leer los nombres de los asesinados: “... Juan Ramón Guerrero, 22; Eric Ivan Ortiz Rivera, 36; Luis S. Vielma, 22...”.
Esos tres hombres y otras 46 personas habían sido masacrados el 12 de junio.
Otras 50 personas resultaron heridas. Omar Mateen, el asesino, estaba armado con un fusil de asalto Sig Sauer MCX y una pistola semiautomática Glock 17 de 9 mm; había comprado ambas armas legalmente unos días antes del ataque.
La carnicería motivó a políticos y expertos, quienes expresaron los manidos argumentos a favor y en contra de las armas.
Dado que la mayor parte de la víctimas eran homosexuales e hispanos, y debido a que el atentado había sido realizado por un ciudadano estadounidense de apellido étnico que podría haber sido cautivado por el discurso del terrorismo islámico, o un homosexual de tapadillo que odiaba a los gay (o ambas cosas a la vez), muy pronto los comentaristas se hicieron un lío.
¿Se trataba de un crimen inspirado por el odio o por el terrorismo islámico o un acto de odio de doble propósito.
Mateen fue abatido al tirotearse con la policía por lo tanto no puede hablar sobre sus motivaciones.
En su búsqueda de respuestas, los investigadores tuvieron que arreglarse con los indicios materiales y una confusa compilación de comentarios en la web, ‘me gusta’ de Facebook y recuerdos de compañeros de trabajo, familiares y posibles amantes.
Sin embargo, los hechos más importantes no son tan complicados: Mateen tenía una licencia para portar armas de fuego, se había adiestrado para ser un guardia privado de seguridad; en este contexto, el odio ya estaba presente.
Mateen se armó y mató.
Y en todo el país, desde ese fatídico día que suscitó los acostumbrados “nunca más”, los asesinatos continúan: Alton Sterling y Philando Castille, muertos por la policía; el agente de tránsito Brent Thompson y otros cuatro policías de Dallas –Lorne Ahrens, Michael Smith, Michael Krol y Patrick Zamarripa– abatidos por el francotirador solitario Micah Johnson, también él muerto por un robot policial armado; el 17 de julio, tres agentes de policía más en Baton Rouge. “... Montrell Jackson, de 32 años; Matthew Gerald, de 41; Brad Garafola, de 45...”.
Y siguen las muertes. En el Gun Violence Archive (archivo de violencia con armas de fuego), conté otros 306 fallecimientos por disparos en todo Estados Unidos solo en los primeros ocho días de julio de este año.
La mayor parte de ellos no en tiroteos policiales de repercusión pública ni en tragedias masivas; aunque, en escala más pequeña y localizada, las atrocidades de Baton Rouge, St Paul y Dallas se repitieron en cada rincón de este país, entre ellos Ticfaw (Louisiana), Woodland (California), Tabernacle (New Jersey) y Harvey (Illinois). Más de 300 muertos por disparos de arma de fuego en apenas ocho días.
“Apuñalando a mi conejita”: enseñar a los niños sobre pistolas y violencia
Y entonces, por supuesto, ahí estaban mis hijos, mi marido y esas ‘pistolas’. Cuando era pequeño, a Patrick no le permitían jugar con pistolas de juguete.
En lugar de eso, él, sus padres y sus amigos iban al centro comercial durante los compras de Navidad para poner pegatinas con el texto “No a los juguetes bélicos” en las reproducciones de Rambo o el soldado Joe.
Cuando iba a la casa de sus amigos, debía decirles que para él los juguetes de guerra estaban verboten*.
Al igual que Patrick, yo me crié en una familia de activistas contra la guerra.
También a nosotros nos prohibían los revólveres de juguete.
Lo más probable es que en vez de jugar a ‘policía y ladrón’ mi hermano y yo jugáramos a ‘manifestantes frente al Pentágono’.
Hace poco tiempo he estado pensando sobre el porqué de que las armas de juguete no nos llamaran la atención cuando éramos niños.
Sospecho que se debía a que entendíamos –o nuestros padres hacían que entendiésemos– qué había hecho la gran pistola del militarismo estadounidense en Hiroshima, Nagasaki y toda la América Central.
Nuestro padre había visto muy de cerca y personalmente esa gran pistola.
El dedo índice de su mano derecha –el mismo conque nos señalaba cuando estábamos en problemas– había apretado el gatillo una y otra vez en Francia durante la Segunda Guerra Mundial.
Él fue condecorado allí, pero no sentía ninguna nostalgia por lo vivido entonces. De hecho, al regresar a casa desde el frente, se sentía profundamente avergonzado de la gallarda figura que alguna vez había tenido.
Entonces, papá elaboró un nuevo tipo de valentía para decirle NO a la guerra y la violencia, a matar a cualquiera.
Su conocimiento de la guerra imbuyó su activismo pacifista y no violento de un genuino y arrogante estilo de superhéroe.
Nuestros padres –y nuestra variopinta comunidad de católicos activistas por la paz– hicieron de la no violencia y el ‘no matarás’ a ultranza su guía de vida.
De hecho, mi primera experiencia con las armas de fuego fue el escalofriante temor que sentí al saber que, cuando se manifestaban, mi padre, mi madre y sus amigos penetraban en lo que ellos llamaban “zonas de fuego a discreción” de las bases militares, donde soldados bien armados y adiestrados tenían licencia para matar a los intrusos.
Por eso, nunca nos apuntábamos con una pistola de juguete.
Nosotros no hacíamos ‘bang, bang’ con la mano o una estaca.
Nosotros cruzábamos los dedos índices y esperábamos que nuestros seres queridos estuviesen a salvo.
Vivíamos en un barrio de Baltimore donde la locura del consumo de ‘crack’ estaba empezando a hacerse notar; aunque mínimamente, eso también se notó en casa.
Aunque no teníamos cosas de valor, nuestra casa fue robada a punta de pistola más de una vez.
Una vez vimos a un hombre desangrarse hasta la muerte después de ser apuñalado repetidamente en una pelea por alguna insignificancia.
Algunos de mi casa corrieron a ayudar al herido y estuvieron un buen rato allí esperando que llegara una ambulancia.
Nosotros, niños como éramos, sabíamos que esa violencia era algo muy serio; ningún niño la jugaba.
Era una cuestión grave y había que resistirse a ella.
Como suelen hacer los padres, Patrick y yo estamos transmitiendo esta tradición a nuestros hijos, afortunadamente sin las cicatrices emocionales dejadas por nuestra niñez de resistencia.
Ellos no tienen pistolas ni figuras violentas ni ninguna otra herramienta de muerte.
Aun así, últimamente hemos visto a nuestro hijo Seamus convirtiendo cualquier palo en un arma imaginaria.
Por supuesto, esto viene pasando –tal como puede verse en los titulares de prensa del momento– las armas de verdad están transformando a quienes antes eran personas de verdad en números en una estadística.
En estas circunstancias, ¿cómo podría dejar de pensar en armas de juguete, armas de verdad, la naturaleza del juego infantil, el papel de la imaginación, el lugar de los progenitores y la forma de (si hacerlo o no) supervisar (¡ha!) esos juegos de imaginación?
Cuando mi hijastra Rosena tenía unos cuatro años encontró en el jardín un puñal de juguete –alguien lo había traído a casa a escondidas– y estaba apuñalando una y otra vez a uno de sus queridos animales de peluche, una conejita.
Desde la habitación vecina, yo podía oír los golpes en el suelo del dormitorio de Rosena, y pregunté en alta voz: “¿Qué estás haciendo?”.
–Estoy apuñalando a mi conejita. La maté –respondió ella con toda naturalidad.
Sin duda, influida por mi propia infancia y el recuerdo de mis padres, me di cuenta de que debía aprovechar ese “momento de aprendizaje”. Fui al dormitorio de mi hija con una caja de zapatos. “Entonces, tu conejita está muerta”, le dije en mi versión más maternal posible. “Tú sabes qué pasa cuando se mueren las cosas vivas, ¿no es cierto? Es para siempre, ¿no es así? Ahora debemos enterrarla”.
Entonces, Rosena y yo ‘enterramos’ el peluche en un estante alto de su armario. La dije que no podemos hacer daño o matar las cosas (o a las personas) que amamos. Le dije que como había “matado” a su conejita, ya nunca podría volver a jugar con ella.
Más o menos una semana más tarde, devolví el peluche a su cesta de juguetes, y cuando mi hija me preguntó el porqué, la tranquilicé diciéndole que pensaba que ella no volvería a hacer daño a sus juguetes como lo había hecho.
Ella estuvo de acuerdo.
Ahora recuerdo ese momento con cierta tristeza, pero cuando hace poco tiempo oí a Rosena explicando la muerte y la pérdida a sus hermanos más pequeños, me dije: “Vaya, es posible que de alguna manera la dramatización del entierro en una caja de zapatos en realidad haya ayudado”.
Los juguetes tienen importancia. En nuestra casa hemos pensado bastante en lo que podría llamarse ‘terapia con juguetes’.
No compramos nada nuevo o con poco uso. Mayormente, aceptamos cosas regaladas por amigos que solo querían deshacerse de “esos trastos que no sabemos que hacer con ellos”. Afortunadamente, ninguno de esos ‘trastos’ era un arma de fuego. Después de todo, en circunstancias equivocadas, incluso las pistolas de juguete pueden significar la muerte.
Hace un año, mi hija Madeline, unos amigos y yo visitamos el Centro Recreativo Cuddell en Claveland.
En esa vasta extensión de canchas de pelota y senderos, junto a unos columpios y una glorieta, fue donde Tamir Rice, de 12 años, fue mortalmente tiroteado por el agente de policía Thimoty Loehmann en noviembre de 2014. Rice, afroestadounidense, estaba jugando con un arma Airsoft** que un amigo de su padre había comprado en Walmart.
El juguete, una réplica exacta de una pistola Colt, disparaba unos balines de plástico y parecía bastante real, ya que la pieza anaranjada que indicaba que se trataba de un juguete se había perdido.
No obstante, el agente Loehmann, que estaba investigando a partir de una información que decía que en un parque había un hombre con una pistola, tenía demasiada prisa para darse cuenta de algo. Se acercó velozmente a Rice y empezó a disparar incluso antes de que su coche de patrulla se detuviera. Después se informó de que cuando Rice murió aún tenía las manos en los bolsillos.
A pesar de que Loehmann no recibió acusación alguna, la ciudad de Cleveland pagó una compensación de seis millones de dólares a la familia Rice y demolió la glorieta donde el chico había sido tiroteado. El día de nuestra visita al parque, un grupo de activistas locales nos contó cómo había sido el tiroteo y los hechos posteriores.
Escuchando a medias, fui tras Madeline que se dirigía a la zona de los juegos. Intenté imaginar la pena de Samaria Rice en ese lugar tan corriente convertido parcialmente en un altar y tarima de discursos por el dedo de un policía de ‘gatillo fácil’, el racismo y la sangre de su hijo.
Pensé en esa pistola de juguete en las manos de Tamir Rice y qué pasaría por su cabeza cuando apuntaba y disparaba con ella.
A pesar de la diferencia de edad, no puede haber sido muy distinto que lo que normalmente pasa por la cabeza de mi hijo cuando recoge del suelo un palo y ¡apunta con él, dispara con él y mata con él! Por supuesto, la diferencia es que Seamus –rubio, pecoso e inconfundiblemente blanco– no habría corrido el riesgo de que un policía le matara por tener una pistola de juguete en sus manos, aun ocho años después.
Pistolas detonadoras *** por doquier
El de los juguetes es un buen negocio en este país, que en 2015 llegó a los 19.400 millones de dólares, según la firma de seguimiento del comercio minorista NPD. Nuestra familia no ha colaborado ni siquiera con una moneda para lograr este éxito.
Por eso, cuando anuncié que todos iríamos a pasar una tarde lluviosa en una tienda local de Toys “R” Us fue una sorpresa mayúscula para los pequeños, como si hubiera caído una rayo desde el cielo azul.
Yo quería ver qué tipo juguetes bélicos se vendía allí. Tenía curiosidad, entre otras cosas, acerca de si acaso los escolares que habían enseñado a Seamus sobre superhéroes, tipos malos y La guerra de las galaxias habían despertado en mi hijo el gusto por las armas; es decir, tenía curiosidad y quería ver cómo reaccionaría él ante el despliegue de armas de fuego en Toys “R” Us, donde yo suponía se exhibían cientos de ellas.
Nos subimos al coche como si fuese la Nochebuena; Seamus estaba bastante excitado. Madeline contagiada del entusiasmo de su hermano. Yo vivía mi propio entusiasmo por haber traído a los niños en mi primera salida de investigación.
Lo que encontramos no era exactamente lo que yo esperaba; en varios aspectos.
Rápidamente, Seamus se vio superado por la superabundancia de todo; muchas fotos de juguetes en su cajas pero nada que pudiese ser tocado (en este sentido, era lo opuesto a lo que veíamos en nuestras visitas a la tienda de Goodwill, donde es posible sentarse en el suelo y jugar con todos esos juguetes de segunda mano; la única condición es volver a dejarlos en su sitio).
Hoy no me sorprende que en ese momento fuese directamente hacia lo que le resultaba conocido, lo que podía coger en su mano y él buscaba: los libros.
Me costó bastante alejarlo de Five Stories About Princesses (Cinco historias de princesas); para entonces, Madeline, se había dormido.
Por fin encontré las pistolas detonadoras Nerf, pero Seamus no se interesó por ellas. “Llévanos a otro sector; ¿eh, mamá?”.
Por supuesto, yo estaba buscando lo peor de lo peor en materia de armas, pero me resultó bastante difícil de encontrar. En ese sector, admitámoslo, tenían los fusiles de asalto Nerf Zombie Strike Doominator y Nerf Modulus Recon MKII por 34,99 dólares cada uno.
Ciertamente, dado el eterno combate contra los muertos vivientes, aquello podía ser algo lúgubre, pero las armas detonadoras con sus brillantes colores tan propios de una viñeta de cómic y tan irreales que se ofrecían a chicos de “ocho años y más” parecían muy ajenas a las carnicerías estadounidenses con armas de fuego (y nuestras guerras en tierras remotas).
Debo admitir que no me atrae la idea de ver a Seamus disparando contra cualquier cosa o persona –ni siquiera un zombi hambriento– pero tal como se han dado las cosas, no necesito preocuparme, al menos de momento. El matar zombis no está en sus planes.
Aun así, continué buscando el sector de las armas de verdad, y vi más pistolas detonadoras, lanzadores de dardos y cosas por el estilo, aunque ninguna de ellas llevaba el rótulo de “pistola”.
Por supuesto, nosotros vivimos en Connecticut, a unos 150 kilómetros de Newtown donde, en 2012, Adam Lanza, un adicto a los videojuegos violentos que se había criado en una casa llena de armas de fuego, mató a 20 niños apenas un poco más grandes que Seamus y a seis adultos en la escuela primaria de Sandy Hook.
Quizá por eso, nuestro punto de venta de juguetes estaba sensibilizado, aunque lo dudo. Ahí se encuentran la Halo UNSC SMG Blaster (la sigla le agrega un atractivo extra pese a que está ahí sin razón alguna) por 19,99 dólares, ya la NERF Star Wars Episode VII First Order Stormtrooper Deluxe Blaster , que dispara 12 dardos a 20 metros sin recargar, por 41,99 dólares.
Lo peor que encontré era el Xploderz Mayhem cuyo reclamo era “mayor distancia y más proyectiles”, que dispara bolas de agua coloreada. Estaba en liquidación por 18,89 dólares.
Para entonces, Seamus estaba arrastrándome desesperadamente hacia el sector de ‘Congelados’. Madeline ya se había despertado y se sentía en el paraíso.
Entonces los dejé ahí un momento y me escabullí para hacer una última comprobación de las ‘verdaderas’ armas de juguete.
No tuve suerte. No encontré una pistola Airsoft como aquella con que Tamir Rice estaba jugando cuando lo mataron. Tampoco encontré una imitación del fusil de asalto Sig Sauer.
Resulta que la mayoría de las tiendas de venta directa de juguetes ya no ofrecen armamento para niños que parezca real, tampoco existe la juguetería con el equivalente al reservado de las viejas tiendas de barrio para alquiler de vídeos donde el porno estaba disponible.
Para este tipo de juguetes es necesario recurrir al mundo de la venta online, como Kids-Army.com , donde es posible comprar fusiles, escopetas y pistolas de juguete de aspecto real; incluso en Amazon es posible encontrar la versión Airsoft del fusil Sig Sauer por 249,99 dólares.
“Iniciarlos cuando sean jóvenes”
La Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés) estaría decepcionada con mi tienda local de Toys "R" Us, como sin duda lo está con la decisión de la mayoría de los grandes comerciantes de juguetes de dejar la venta de las armas más realistas para el mundo del comercio online. Esto pasa, en parte, en respuesta a la presión social en la que mi marido está comprometido desde que estudiaba en la universidad y –sobre todo– al rutinario horror de la borrosa frontera ente las armas de juguete y las reales.
Ya sabéis, nuestro país es extravagantemente loco por las armas; sin embargo, en aras de la seguridad, puede prohibir las pistolas de juguete y los paraguas con punta aguda en la zona que rodea a la Convención Republicana de Cleveland, pero es incapaz de impedir que la gente porte armas sin ocultarlas en Ohio.
La NRA quiere que los niños jueguen con armas de juguete que parezcan reales y las que disparan balines, ya que están convencidos que ese tipo de armas forman parte de la iniciación de un niño en la futura tenencia de armas verdaderas.
De momento, los grupos de presión que trabajan en pro de las armas están preocupados por el hecho de que las personas que poseen armas no son suficientes, a pesar de que 270 millones de una población de 310 millones ya las tienen en todo este país (según el Instituto de Investigación Pew), y podrían armar a casi todos los hombres, mujeres, personas trans y niños.
Aun así, pese al hecho de que los estadounidenses ya pueden portar armas en los 50 estados y la NRA continúa ganando la mayor parte de las grandes luchas políticas, el número de hogares con armas de fuego en realidad ha bajado desde el pico al que se llegó en los últimos años sesenta (aunque quienes están armados tienen más armas y más letales que nunca antes).
No dudéis que la industria de las armas de fuego y el correspondiente lobby están luchando para crear un ejército de niños.
“ Start Them Young ” (Iniciarlos cuando sean jóvenes), un informe del Centro de Estudio de la Violencia Política (VPC, por sus siglas en inglés) publicado en febrero de 2016, explica detalladamente que los fabricantes de armas y la NRA hacen todo lo posible para vender armas reales a consumidores cada vez más jóvenes.
El informe comienza con una selección de citas de la industria, entre ellas esta verdadera joya de Craig Cushman, director comercial de Thompson/Center Arms, refiriéndose a su fusil Hot Shot para niños: “[Hablamos] de un arma de fuego de reducidas dimensiones diseñada para los tiradores más pequeños: el verdadero primer fusil. Nuestro objetivo es la franja de niños entre los seis y los 12 años”.
Dicho de otro modo, los niños están literalmente en su mira.
Vivimos en un mundo extraño. La industria del juguete se ha hinchado y decorado sus armas de juego como si se trataran de golosinas, aumentado el volumen de la violencia en la web y en los videojuegos y envuelto todo con plástico lleno de advertencias de seguridad.
Al mismo tiempo, la industria de las armas de fuego está fabricando pistolas cada vez más pequeñas y atractivas para los niños y consagrando sus esfuerzos al importante mercado de los más pequeños.
¿Podemos estar seguros –todos nosotros– en un país inundado de armas de fuego? La industria de las armas y la munición presume de haber tenido unos ingresos de 16.000 millones de dólares en 2015. El comercio de venta de armas –tanto en tiendas minoristas como en sitios online– tuvo unos ingresos de 3.100 millones de dólares en el mismo lapso.
Esta industria, como un todo, se declara responsable de una “actividad económica” por un valor cercano a los 50.000 millones de dólares solo en 2015. Esto representa un importante número de puestos de trabajo, pero esto se contrapone al guarismo que realmente está subiendo como la espuma: 229.000 millones de dólares.
Este es el costo anual de la violencia con armas de fuego –la letal y la no letal– en este país, según Mother Jones y el analista Ted Miller, del Pacific Institute for Research and Evaluation, que se asociaron para calcular los números.
Ese guarismo incluye tanto el costo directo de las heridas por arma de fuego como las muertes –investigaciones policiales, personal de emergencia, facturación de los hospitales, cuidados a largo plazo de los heridos, funerales para los muertos y el costo de juzgar y encarcelar a los perpetradores–. El informe llega a esta conclusión: “Incluso antes de tener en cuenta los costos más intangibles de la violencia... el costo promedio de cada homicidio con arma de fuego en Estados Unidos se acerca a los 400.000 dólares para el contribuyente.
Y los pagamos multiplicados por 32 cada día”.
Estamos inundados de armas de fuego. ¿Cómo acaba esto? La violencia con armas de fuego está incrustada en nuestra mitología nacional, nuestra política exterior, nuestra noción de la masculinidad, nuestra industria del entretenimiento y los juegos de nuestros hijos. Todas las pantallas nos muestran cómo se resuelven –violentamente– los problemas, desde el Apocalipsis de los zombis hasta el surgimiento del Daesh.
La máxima del dramaturgo ruso Anton Charkhov continúa vigente: “No debería ponerse una pistola cargada en el escenario si nadie está pensando en dispararla”. Seguro que más pronto que tarde esa arma se disparará; puede que sea accidentalmente, o para aterrorizar, o por odio. Pero se disparará. Sea donde sea, mientras usted lee esta nota, ahora mismo. Yo no quiero controlar la imaginación de mis niños.
Aunque hay muchísima literatura para progenitores que me dice que debo hacerlo. Esa literatura dice que no debemos meternos en los juegos de nuestros hijos, incluso aunque haya en ellos pistolas, tiroteos y muertes. La imaginación no es más que eso, imaginación, y la violencia no es real. Incluso podría ser –para esta línea de pensamiento– una forma saludable de procesar la agresividad.
Entiendo lo que dicen, pero para mí eso es como una evasión. A mí me parece que muchas veces no intervenir es una oportunidad perdida en la tarea parental. Seguro, la violencia no es real. En realidad, los “bang, bang” no desgarran piel ni rompen tendones ni paran el latir de un corazón, pero Estados Unidos, que ha estado librando guerras lejanas sin cesar en los últimos 15 años, de verdad tiene un problema con la violencia, con la virilidad y con las armas de fuego.
Sabemos dónde acaba ese problema, pero también comienza en algún lugar. Al menos, un lugar que debemos empezar a observar es la forma en que juegan nuestros niños –particularmente nuestros varones– y la forma en que son educados (o no) y enseñados (o no) a expresar sus emociones. Se trata, al menos parcialmente, de que nosotros, sus progenitores, decidamos si acaso serán ellos quienes ayuden a arreglar nuestra sociedad y reorientarnos (o no). Eso empieza con el cuidado y amor que ellos reciben, la conversación a la que están invitados, las expectativas que ellos reciban acerca del comportamiento y las relaciones.
No quiero que Seamus, Madeline y Rosena crezcan en la atmósfera dura, desgarrada y de enfrentamiento mostrada por los horribles titulares que era la esencia de mi propia niñez. Pero tampoco quiero que se sientan cómodos con la muerte violenta.
Quiero para mi pequeño hijo –y de él– mucho más que “Bang, bang; ¡estás muerto!”. Eso empieza por quitar de sus manos ese fusil o asta de la bandera del Orgullo LGTB, invitándolo a que se siente y teniendo con él una conversación fuerte sobre lo que hacen en realidad las armas de fuego a las personas y el enorme daño que a todos nos hace tanto asesinato.
* En alemán en el original. Verboten significa prohibido. (N. del T.)
** Las armas Airsoft son imitaciones muy exactas de armas de guerra reales; suelen ser utilizadas en los juegos de guerra por los aficionados a estos juegos. Ver https://es.wikipedia.org/wiki/Airsoft. (N. del T.)
*** ‘Pistola detonadora’ es una traducción muy libre que hago de ‘blaster’. Blast, en inglés significa explosión, detonación; entonces blaster –que no figura en ninguno de los tres diccionarios con los que trabajo– sería una ‘cosa’ que produce detonaciones. Como en los últimos tiempos la palabra gun (arma de fuego) tiene algo de políticamente incorrecto, la estrategia comercial sugería no utilizarla. En lugar de ella, la industria juguetera inventó la palabra blaster para referirse a la panoplia de armas de fuego de juguete que se ofrecen a los niños para que vayan familiarizándose con ellas. En este capítulo de la nota, el lector puede visitar varias páginas web en las que se ofrece este tipo de armas de ‘juguete’. (N. del T.)
Frida Berrigan , colaboradora habitual de TomDispatch, escribe el blog Little Insurrections para la WagingNonviolence.org; es autora de It Runs In The Family: On Being Raised By Radicals and Growing Into Rebellious Motherhood. Vive en New London, Connecticut.