Mientras la propaganda yihadista divulga estos días en las redes sociales las fotos de una mujer enteramente tapada en la playa de Niza amonestada por tres policías por sus propósitos proselitistas, Francia parece haber caído de pleno en la envenenada trampa de la polémica estival del burkini.
El estrambótico bañador islámico que cubre por completo el cuerpo de la mujer excepto manos pies y rostro, está desatando las pasiones sobre el frágil terreno de un país traumatizado por los atentados y que padece no pocas intersecciones entre las tendencias racistas vinculadas a su pasado colonial y la defensa del laicismo republicano.
En ese contexto, se abona la imagen de un país intolerante que maltrata a sus musulmanes y el Gobierno ha cometido la torpeza de mostrarse dividido e incoherente, obligando al presidente François Hollande a realizar una vaga declaración centrista que no contenta a nadie.
“Lo que está en juego es la convivencia, algo que supone unas reglas y el respeto a ellas: que no haya ni provocación ni estigmatización”, dijo Hollande.
La declaración del presidente de la República sigue a los manifiestos desacuerdos entre ministros.
El primer ministro, Manuel Valls, comprende a los alcaldes que prohíben el burkini en sus playas.
La ministra para los Derechos de las Mujeres, Laurence Rossignol dice que el burkini es “bandera de un propósito político que esclaviza a las mujeres” y se pone al lado de Valls.
La ministra de Educación, Najat Vallaud-Belkacem se pregunta:
“¿Hasta dónde hay que ir para verificar si una vestimenta es acorde con las buenas costumbres?”, habla de una “deriva peligrosa para la cohesión nacional” y denuncia que “la causa de la igualdad hombre-mujer está siendo instrumentalizada por la derecha para criticar mejor al islam”.
La ministra de Sanidad, Marisol Touraine, apoya esa tonalidad y el ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, advierte que las decisiones municipales “no deben fomentar la estigmatización ni el antagonismo entre franceses”.
Incomprendida, si no ridiculizada en el extranjero, esta polémica desprestigia a Francia.
“No digo que nuestro modelo sea perfecto, pero una de las cualidades de Londres es que no solo toleramos la diferencia, sino que la integramos y la celebramos”, observaba ayer su alcalde, Sadiq Khan.
Una treintena de ayuntamientos han establecido ordenanzas contra el burkini en sus playas que justifican en consideraciones de orden público.
La derecha está aprovechando esta carrerilla para apretar más los tornillos a los musulmanes, proponiendo la generalización de la prohibición del uso del velo, hoy solo vigente en las escuelas.
Con el viento a su favor –el 64% de los franceses se declaran en contra del uso del burkini en las playas, según una encuesta ayer publicada–, Nicolas Sarkozy ya propone “prohibir todo signo religioso no sólo en la escuela, sino también en la universidad, en la administración y en las empresas”.
“No hacer nada contra el burkini, significaría un nuevo retroceso de la República”, dice.
Para quienes, como Sarkozy, quieren poner lo “identitario” en el centro de la campaña presidencial que Francia disputará en ocho meses, la polémica es una perita en dulce.
Mientras tanto es todo un cuadro de excesos el que avanza en este país.
La propia aparición del burkini lo es: en un país donde la estigmatización del musulmán y el norteafricano avanza, la tentación de una respuesta provocadora y demostrativa es un hecho, perfectamente identificado.
“La instrumentalización comunitarista del cuerpo de las mujeres es odiosa, es una manifestación militante”, dice el líder izquierdista Jean-Luc Mélenchon, “pero cuando se es objeto de una provocación, más vale no precipitarse a ella”.
Si eso es así, Francia ha caído de pleno: 24 interpelaciones policiales en Niza por causa del burkini en los últimos días, 15 intervenciones en Cannes y el Frente Nacional, que es quien inspira en esta materia a Sarkozy y a buena parte del establishment político, clamando por una “ley de prohibición general de los signos religiosos ostensibles en el conjunto del espacio público”.
Dos decisiones judiciales ya han dado por buenas las medidas adoptadas por los alcaldes, pero el asunto ha sido llevado al Consejo de Estado, principal jurisdicción administrativa del país, por la Liga de Derechos Humanos, que ve en este asunto un simple atropello a la libertad y algo parecido a una policía de costumbres. El dictamen del Consejo de estado se conocerá hoy.
La polémica en Francia sobre la indumentaria de baño de algunas mujeres musulmanas –completamente tapadas con túnicas y velo–, cuyo uso ha sido prohibido por algunos alcaldes en sus playas, ha tenido una clara beneficiada: se trata de la diseñadora australiana Aheda Zanetti, creadora de un bañador islámico bautizado como burkini (una marca registrada bajo cuyo nombre se designa ahora cualquier vestimenta similar), cuyas ventas a través de internet se han disparado un 200%. “Sólo el pasado domingo recibimos 60 encargos en línea, cuando lo normal es entre diez y doce, ¡es una locura!”, expresaba esta semana en declaraciones a France Presse. Aheda Zanetti, de 48 años y origen libanés, diseñó el burkini hace diez años con el objetivo –sostiene– de facilitar que las mujeres musulmanas pudieran “participar plenamente del estilo de vida playero de Australia”.
El burkini, como prenda específica, es realmente un bañador –que cubre, eso sí, el cuerpo y el cabello–, a diferencia de los ropajes que utilizan algunas mujeres musulmanas.
Mientras en Europa ha sido censurado por consolidar un tipo de vestimenta que implica un sometimiento de la mujer, en ciertos sectores integristas islámicos es criticado por dejar intuir en exceso las formas del cuerpo.
Fuente original: La Vanguardia
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=216055