En la mitología griega Procusto era un bandido y posadero del Ática.
Tenía su casa en las colinas, donde ofrecía posada al viajero solitario.
Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y lo ataba a las cuatro esquinas del lecho.
Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza.
Si, por el contrario, era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba a martillazos hasta estirarlo para adaptarlo al tamaño del lecho. (N. de T.)
Tras el estupor provocado por la revuelta popular del 23 de junio, los dirigentes de la Unión Europea se dedican a hacer como si no pasara nada, manteniendo lo esencial –perpetuar el orden de las cosas- e intentando minimizar los daños colaterales.
Haciendo de la necesidad virtud, aplican el razonamiento de la rama podrida.
Para conjurar el riesgo de contagio que amenaza el inestable edificio en construcción desde hace 30 años, en la amputación de un miembro traidor solo quieren ver un inconveniente pasajero.
Lo importante es que se reanuden los negocios y todo siga igual, con 27 o con 28.
La tentación del statu quo
Para la Comisión, saldar las cuentas del brexit permitirá reducirlo pronto al inofensivo estado de un mal recuerdo. Al precio de una mutilación cuyo perjuicio consideran superable, hay que perpetuar ad libitum el espacio mirífico del gran mercado y mantener las reglas, como si nada sustancial debiera afectarle. Por otra parte, para los que no lo hayan comprendido, Jean-Claude Juncker ha dado una clase magistral al anunciar, desde el día siguiente del referéndum británico, la continuación de las negociaciones para la instauración del libre comercio con Canadá.
Por su parte los partidarios del federalismo se regocijan en secreto de la deserción de un Estado que constituía un apéndice de la construcción europea.
Sin duda imaginan que la UE ganará en cohesión y continúan promocionando un proyecto eminentemente progresivo que consiste en impulsar la integración incluso en el momento en que un pueblo de Europa acaba de abandonarla.
Dicho proyecto se basa, por cierto, en un mito tenaz que emerge en cada crisis, como una serpiente de verano, y que se presenta como la solución soñada de los descarrilamientos recurrentes de la máquina comunitaria.
Ese mito tenaz, lo sabemos, es la progresiva transformación de la UE en un auténtico Estado federal en nombre de una presunta comunidad de destino entre los pueblos del Viejo Continente.
Aplastar el Estado nación
Perspectiva radiante sobre el papel, pero al precio de un grave distanciamiento del mundo real. Ignorando toda profundidad histórica, sus partidarios hacen como si la fabricación de una entidad supranacional pudiera ganar la partida a las naciones milenarias.
Borrando de un plumazo tecnocrático la historia y la geografía consideran el Estado nación, en el mejor de los casos, la piedra angular de una época pasada.
Lo ven, con desdén, como una especie de supervivencia arcaica destinada a marchitarse, incluso un simple catálogo de usos y costumbres revocable a conveniencia del orden de Bruselas.
Por eso trabajan para su desgaste. Con el rodillo compresor de la integración quieren hacer que desaparezca ese Estado nación que consideran mohoso. Para proteger al capital de los caprichos democráticos del Estado nación lo van sustituyendo pacientemente, desde hace 30 años, por un aparato en el que la obediencia a los mercados es la garantía.
El Estado nación ya está privado de su moneda, su política presupuestaria está encorsetada por reglas absurdas, tiene prohibida cualquier política industrial, está sometido a directivas escamoteadas a la deliberación popular, ¡pero no es suficiente! Con nuevas transferencias de soberanía que se justificarán agitando el espantajo del populismo o blandiendo el estandarte de la modernidad, el federalismo no cesará hasta dejar el Estado nación completamente desnudo.
La cama de Procusto
Poco importa que la realidad histórica de los Estados nación, testimoniada por la permanencia de referentes simbólicos que definen la idiosincrasia nacional, se ignoren en el gran proyecto unificador. Las lenguas nacionales serán sustituidas por el inglés y la cultura original de la que dan fe las lenguas ancestrales pronto se diluirá en los presuntos valores comunes de una Europa entregada al becerro de oro.
Como en la cama de Procusto el eurofederalismo corta todo lo que sobra. Sueña con aniquilar las diferencias nacionales y fundirlas en una amalgama insípida cuyo resultado previsible será, en el mejor de los casos, la condena de los europeos a la impotencia colectiva.
Deseada por los arquitectos de la Unión, la impotencia no es un fallo del sistema, sino su propia esencia. Al tumbar la soberanía nacional y negar al Estado la capacidad de ejercer su política, el federalismo destruye la voluntad popular. Si un Estado no puede decidir su política no hay razón para pedir al pueblo que delibere.
Los federalistas lo saben, pero no les preocupa: matar el Estado nación es matar la democracia. Porque la nación es el marco ordinario en el que un pueblo puede imponer las leyes de su elección, cambiarlas si lo considera oportuno y elegir a los dirigentes a quienes confiar la misión de aplicarlas.
Con una estafa de la que la UE es la caricatura, los federalistas pretenden sustituir los Estados nación históricos, en los que los pueblos se reconocían, por una supranación donde nadie tiene la menor idea. En esa construcción ideológica, el quimérico proyecto del Estado federal europeo, sirve de parapeto a una demolición en regla de las colectividades de las que el Estado nación es piedra angular.
En nombre de un super-Estado imaginario se pretende socavar la existencia de las formas de organización colectivas que han configurado la Europa moderna a pesar de los ataques de los agentes del capitalismo.
El modelo estadounidense
El hecho de que la Europa política tuviera de promotor a Jean Monnet, un hombre de negocios que trabajaba para Estados Unidos, nos recuerda que la construcción europea es un proyecto made in USA. Porque Estados Unidos siempre ha tenido como finalidad esencial someter a Europa occidental, formidable reserva de personas y mercados, a la hegemonía estadounidense.
Mejor todavía, los federalistas europeos toman Estados Unidos como modelo, como si ambos continentes tuvieran historias comparables.
Al hacerlo se ciegan sobre las virtudes de esta comparación. Olvidan que el vacío de los grandes espacios estadounidenses –purgados de sus recalcitrantes indígenas- es lo que dio su cohesión a Estados Unidos al permitirle absorber las sucesivas oleadas de inmigrantes procedentes del Viejo Continente.
Si existe la nación estadounidense es porque desde el origen es una proyección de Europa hacia su propio occidente que se desplegó desde un núcleo, el noroeste de los Padres Fundadores, hacia una periferia que fue tierra conquistada.
Eso es lo que ha configurado la unidad de Estados Unidos, la vacuidad del espacio. Tierra sin más historia que la futura, América ofreció la virginidad de sus fértiles llanuras a la ardua labor de los pioneros.
Es mucho más fácil para una comunidad humana forjar su unidad en una geografía sin historia que en una geografía llena, en un espacio virgen que en un lugar ya saturado de sentidos. Mediante la cínica destrucción de las sociedades indias, la nación estadounidense aprovechó la oportunidad.
La coartada federalista
La comparación entre Estados Unidos y Europa no tiene razón. El terreno de la construcción europea está lleno de historia mientras que el de la nación estadounidense se barrió antes de usarlo. La memoria europea está llena y la de Estados Unidos busca desesperadamente llenarse.
Estados Unidos se hizo con un vacío y está satisfecha de rellenarlo, Europa quiere hacerse con una multiplicidad saturada pegada a la piel.
Estados Unidos se construyó sobre una geografía sin historia, Europa pretende construir su futuro, pero conservando su pasado.
La idea de Europa tiene sentido, pero no el que quiere imponer a la fuerza la ideología federalista.
En realidad el eurofederalismo no es un proyecto, sino una coartada.
Es una máquina de guerra dirigida al desarme unilateral de las soberanías populares, un intento obstinado de vaciado, bajo pretextos humanistas, de lo que constituye el sustrato de la democracia moderna.
Ataviada con los oropeles del pacifismo, el humanismo y el progresismo, su lógica infernal parirá inevitablemente a sus contrarios.
Llevando al mínimo común denominador las voluntades populares privadas de su marco natural el eurofederalismo, si llegase a sus fines, llevaría el germen de los enfrentamientos que pretende impedir. Nada bueno para los pueblos europeos saldrá jamás de la cama de Procusto.
Bruno Guigue, en la actualidad profesor de Filosofía, es titulado en Geopolítica por la École National d’Administration (ENA), ensayista y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe , L’Economie solidaire , Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan.