Conversando con los jóvenes en un mundo que nunca será verdaderamente de “posguerra”
Introducción de Tom Engelhardt
Esta es la terceraronda; es evidente que esta vez el Pentágono quiere hacer las cosas bien –verdaderamente bien–. ¿Qué otra explicación puede haber para el envío de 12 generales a Iraq? (según Nancy Youssef, del Daily Beast, un general por cada 416 soldados estadounidenses que se estima están en ese país).
Tened en cuenta que esos 12 oficiales no incluyen a los generales y almirantes que supervisan la guerra aérea, el apoyo naval y otros aspectos de la campaña contra el Estado Islámico en alguna parte de Oriente Medio o desde la retaguardia en Estados Unidos; tampoco incluyen a los generales de las fuerzas aliadas como las de Australia y Gran Bretaña, que también están en Iraq.
Youssef brinda un número “cauteloso” de 21 “altos oficiales”, entre ellos los aliados, que se encuentran ahora en ese país para supervisar el esfuerzo bélico en el lugar.
Entre otras cosas, son responsables de asegurar el éxito del mayor objetivo señalado tanto en Washington como en Bagdad para 2016: una ofensiva para recuperar la segunda ciudad más importante del país, Mosul.
Esta ofensiva tuvo un entusiasta inició hace unas pocas semanas cuando el ejército iraquí recapturó algunas aldeas poco conocidas en la carretera de Mosul.
Sin embargo, poco tiempo después se informó de que la ofensiva había tenido un desalentador alto cuando una parte de las fuerzas del ejército iraquí –adiestradas y armadas una vez más por Estados Unidos– había empezado a deshacerse otra vez en medio de deserciones en masa (el ejército iraquí ya se había derrumbado en junio de 2014 al enfrentarse con unidades, inferiores en número, pero mucho más resueltas, de combatientes del Estado Islámico).
En el ínterin, tanto en Iraq como en Siria, las operaciones de EEUU parecían estar en una misión inexorablemente cada vez más lenta, con el continuo aporte de nuevas tropas y tipos de operaciones especiales enviados a esos países de un modo muy controlado, presumiblemente con el objetivo de justificar algún día la cantidad de generales que esperarían allí.
En algún sitio de lo más pesado del Pentágono, seguramente habrá una oficina de los eternamente renovados déjà-vu, ¿acaso no debería haberlo? (hablando de déjà-vu, la semana pasada Estados Unidos lanzó otro ataque aéreo más en Somalia, y supuestamente, mató a otro jefe más de al-Shabab, el movimiento terrorista autóctono. Si es posible ganar una guerra mediante la repetición de la muerte de jefes de ese movimiento, en este momento Estados Unidos sería el mayor vencedor en la historia de la guerra).
Mientras tanto, en Afganistán... pero, realmente, ¿debo deciros algo sobre los avances en el terreno de un resurgido Talibán en el última año, sobre la llegada del Estado Islámico a ese país, sobre los titubeantes planes de retirada (una vez más) de las tropas estadounidenses después de casi 15 años de la segunda guerra de EEUU en ese lugar, o sobre otros relatos llegados desde lo más profundo de las eternas guerras en ese país?
A mí me parece que no. Incluso aunque no haya leído las noticias más recientes, podéis adivinarlo, ¿no es así?
Y este, por supuesto, es el reiterativo mundo de la guerra (y el fracaso) en el que son reclutados los jóvenes, sobre todo los de las escuelas secundarias más pobres, incluso aunque no se enteren de ello, vía JROTC*.
Se trata de un programa financiado por el Pentágono que promete “allanar el camino para que en el futuro puedas acceder a la universidad, dar un significado a tu vida, visitar tierras exóticas”, al tiempo que se asegura que a las fuerzas armadas del país –totalmente integradas por voluntarios– nunca les faltará tropas frescas para despacharlas a viejos (poco a poco convertidos en antiguos) conflictos. Tal como escribió Ann Jones,
“No debería ser un secreto que Estados Unidos tiene el mayor, mejor organizado y más eficiente sistema de reclutamiento de niños-soldados del mundo.
Sin embargo, con inusitada modestia, el Pentágono no lo llama así. El nombre que le da es ‘programa de desarrollo juvenil”.
Por lo tanto agradezcamos los pequeños favores que alguien –en este caso un ex ranger del ejército de EEUU y colaborador habitual de TomDispatch Rory Fanning (autor de Worth Fighting For: An Army Ranger’s Journey Out of the Military and Across America) que siente la necesidad de hacer algo en relación con la propaganda militar en nuestras escuelas.
Para mí, Fanning es el equivalente de cualquiera de los 12 generales mencionados antes; necesitamos más hombres como él, tanto en esas escuelas como en todo nuestro país.
* * *
Un ex ranger encuentra una nueva misión
Cada día de Año Nuevo, salgo temprano con algunos amigos hacia el lago Michigan. Buscamos un lugar tranquilo en lo que, solo seis meses antes, era una cálida playa de Chicago.
Después avanzamos con dificultad con la nieve hasta las rodillas llevando solo bañador y botas y luchando contra el viento racheado y la resaca de la Noche Vieja. Por fin llegamos al sitio donde la nieve se encuentra con la costa y rompemos la gruesa capa de hielo chillando y soltando tacos para sumergirnos en el agua casi helada.
Me costó un tiempo empezar a entender por qué hago esto cada año o, para el caso, por qué en la última década desde que dejé las fuerzas armadas yo continué infligiéndome otros sufrimientos con tan desconcertante regularidad.
Por ejemplo, muchas veces levanto pesas en el gimnasio hasta el agotamiento.
A veces, en las noches de verano, nado solo tan lejos como puedo a través de las matas de alga en las negras aguas del lago Michigan tratando de conseguir lo que solo puedo describir como una sensación de caída.
Hace unos años, recorrí Estados Unidos andando con 25 kilos en la espalda para la Fundación Pat Tillman en un obsesivo intento de verme libre de “mi” guerra. Los fines de semana, limpio mi casa con la misma obsesiva actitud. Y, ciertamente, algunas veces bebo demasiado.
En parte, aparentemente, he estado buscando alguna forma creativa de asustarme a mí mismo, tal vez para revivir momentos de mi vida militar, algo que jamás quería volver a vivir; esto es más o menos lo que me dijo un psicólogo.
Según ese doctor (a menudo pienso que yo sería el último en saberlo), yo estoy tratando desesperadamente de recrear los momentos de producción de adrenalina como aquél en que, siendo yo un ranger, salté una noche desde un avión para descender en una zona desconocida para mí en la que podían dispararme en cuanto pisara tierra.
O estoy tratando de reproducir la energía que sentí cuando me lancé desde un helicóptero Blackhawk, con gafas de visión nocturna, e irrumpí en una casa familiar en Afganistán, donde debía reducir a alguien y sacarlo de allí para que fuera llevado a una prisión controlada por Estados Unidos –estilo Guantánamo– en su propio país.
Este doctor dice que es bastante habitual que mi inconsciente quiera revivir la sensación que me invadió cuando supe que mi amigo acababa de saltar por los aires por un bomba al costado del camino mientras estaba de patrulla a las 2 de la madrugada, un momento en que la mayoría de la gente normal está durmiendo.
De algún modo, en las horas más extrañas, mi mente cree que es perfectamente adecuado repetir los momentos en que los cohetes estallaban cerca de mi tienda en la noche en un remoto valle de Afganistán.
O cuando fui arrestado por la policía militar después de haber desertado como uno de los primeros rangers que intentaron dejar de participar en la guerra global contra el terror de George W. Bush.
Ahora soy consciente, como no lo era hace unos años, de que mi impulso por probar mis límites después de la guerra es algo típico en la vida de muchos de los que han regresado a casa después de haber combatido en Afganistán o Iraq en estos años y, para algunos de ellos, a juzgar por el aumento del índice de suicidios entre los veteranos de la guerra global contra el terror, se ha comprobado que ese impulso ha llegado a extremos a los que yo no llegué.
Pero después de más de 10 años de haber dejado el ejército como objetor de conciencia, al menos al fin puedo reconocerlo y dar testimonio de la alteración que todos nosotros llevamos de vuelta a casa después de haber combatido en las guerras estadounidenses del siglo XXI, al menos aquellos de nosotros que no fuimos mutilados o destrozados por ellas.
He aquí una buena noticia en el nivel estrictamente personal: a medida que me hago mayor me siento menos inclinado a realizar esos actos de masoquismo, de daño autoinfligido. Sin duda, parte del cambio tiene que ver con la edad –todavía no sé emplear la palabra “madurez”–, pero también hay otra razón.
Encuentro ahora un espacio mucho mejor donde poner todo esa energía acumulada dentro de mí. He empezado a hablar con los estudiantes de secundaria que están siendo objeto de una intensa propaganda por parte de las fuerzas armadas de Estados Unidos acerca de los atractivos, los placeres y los aspectos positivos de la guerra al estilo estadounidense.
Les hablo de mis propias experiencias; esto, a su vez, está cambiando mi vida. Me gustaría contarles sobre esta cuestión.
Rellenando los espacios en blanco
La primera vez que fui a hablar con los estudiantes de secundaria sobre mi vida con los rangers en Afganistán me sorprendí al darme cuenta de que sentía la misma energía que recorría mi cuerpo antes de zambullirme en el lago Michigan o cuando ataba los cordones de mis zapatillas de gimnasia para una tanda de ejercicios.
Pero lo más extraño fue que una vez que había dicho lo mío con toda la honestidad de la que fui capaz, sentí la tranquilidad y la determinación que yo había tratado de alcanzar con mis viejos y violentos rituales, y nunca lo había conseguido; esa sensación me acompañó durante varios días.
Esa primera vez yo era uno de los pocos blancos en una escuela secundaria pública de Chicago, bastante lejos del centro hacia el sur.
Una profesora me acompaña a lo largo de anchos y maltrechos corredores hasta el aula donde yo hablaría. Pasamos por una sala decorada con ocho banderas de Estados Unidos, cuatro de ellas flanqueando sus dos puertas. “La oficina de reclutamiento”, dice la profesora haciendo un gesto en dirección a las banderas; después me pregunta: “¿Tienen oficinas de reclutamiento en las escuelas suburbanas en las que usted habla?”.
“No sé. Todavía no he hablado en ninguna de ellas sobre este tema”, le respondo. “Ciertamente, no había ninguna a la vista en la escuela pública en la que estuve, pero sé que en todo el país hay 10.000 reclutadores que están trabajando con un presupuesto de publicidad de 700 millones de dólares anuales. Me parece que donde hay más probabilidad de ver reclutadores es en las escuelas donde los jóvenes tiene menos opciones después de la graduación.”
En ese momento, llegamos al aula designada para la charla y soy cálidamente saludado por el profesor de estudios sociales que me ha invitado.
En una de las paredes del aula hay colgadas fotos de Ida B. Wells, Martin Luther King, Malcom X y otros revolucionarios negros. La primera vez que él ha oído algo sobre mi deseo de conversar con los estudiantes sobre mis experiencias en tiempo de guerra fue a través de Veteranos para la Paz, una organización a la que pertenezco.
“Que yo sepa, no existe un relato que rebata el que enseñan a los chicos los instructores del JROTC”, me dice él, visiblemente molesto, mientras esperamos a que lleguen los estudiantes. “Sería estupendo si usted pudiera proporcionales más elementos para que ellos completen el panorama.”
Después continúa para contarme la frustración que siente con el sistema educativo de Chicago en el que los barrios más pobres de la ciudad están cerrándose a un ritmo record y, sin embargo, el distrito escolar de alguna manera siempre tiene el dinero extra para ayudar al programa JROTC (Cuerpo de Adiestramiento de Jóvenes Oficiales de Reserva) financiado por el Pentágono. Justamente, los muchachos empiezan a entrar al aula, riendo y moviéndose como los adolescentes que son. Me siento cohibido.
“Muy bien. Sentaos todos; hoy tenemos un invitado que hablará con nosotros”, dice el profesor. Él irradia una confianza que ya me gustaría a mí tenerla. El ruido en la sala se apaga hasta algo cercano al silencio. Está claro que los muchachos le respetan. Yo solo espero que un poco de ese respeto se derrame sobre mí.
Vacilo un instante y después empiezo; he aquí al menos una parte de lo que recuerdo que les dije y lo que pasó:
“Gracias”, empiezo, “por recibirme. Me llamo Rory Fanning y he venido para contarles por qué me alisté en el ejército. También hablarles de lo que vi mientras era militar y por qué lo dejé antes de que se acabara mi contrato.” El silencio en el aula se extiende; esto me anima y me lanzo.
“Me aliste en el cuerpo de rangers para poder saldar el préstamo que me concedieron para estudiar y para hacer lo que pudiera para prevenir otro ataque terrorista como el del 11-S... Algunas veces, mi adiestramiento fue difícil y aburrido. Mucha privación de comida y de sueño. Creo que los jefes me adiestraban principalmente en la obediencia a sus órdenes. Las fuerzas armadas y el pensamiento crítico no se llevan muy bien...”
Mientras continúo sobre la indescriptible pobreza y desesperación que vi en Afganistán, un país que durante décadas no había conocido otra cosa que la ocupación y la guerra civil y del que antes de mi llegada yo sabía menos que nada, pude sentir que mi nerviosismo desaparecía.
“Los edificios de Kabul”, les conté “tienen enormes agujeros y están en ruinas; fuera de la ciudad, por todas partes hay restos de tanques rusos y aviones caza.”
Soy incapaz de contener mi asombro. Los jóvenes siguen ahí conmigo. Ahora les explico que las fuerzas armadas de Estados Unidos ofrecían miles de dólares a quien estuviese dispuesto a identificar a supuestos miembros del Talibán y la forma en que nosotros utilizábamos la información obtenida para asaltar casas. “Después me di cuenta de que esa inteligencia, si así pudiéramos llamarla, estaba basada en la desesperación.”
Les explico que un afgano abyectamente pobre, que busca la forma de alimentar a su familia, podía estar dispuesto a señalar a cualquiera a cambio de acceder a los dólares ofrecidos por los militares estadounidenses. En un sitio donde la industria es escasa y los empleos administrativos también, la gente hace cualquier cosa para sobrevivir. Deben hacerlo.
Les hablo de lo insoportablemente extraña que es la calidad de vida afgana para los militares de Estados Unidos. Son pocos los que hablan su lengua.
Ninguno de nosotros tenía la menor idea de la cultura del pueblo al que tratábamos de comprar. Con demasiada frecuencia derribábamos puertas y nos llevábamos de su casa a algún afgano no por su vinculación con el Taliban o al-Qaeda, sino porque su vecino le tenía rencor.
“La mayoría de los afganos que capturábamos no tenían vínculo alguno con el Talibán. Incluso algunos prometían lealtad a la ocupación de Estados Unidos, pero eso no importaba.” Terminaban encapuchados en alguna prisión de mala muerte.
Los muchachos ya me prestan verdadera atención, entonces les suelto todo. “El Talibán se rindió unos meses antes de que yo llegara a Afganistán, a principios de 2002, pero para nuestros políticos en Washington y los generales que daban las órdenes eso no era suficiente. Nuestro trabajo era hacer que la gente volviera a pelear.”
Dos o tres estudiantes solataban algún grito ahogado cuando cuento cómo mi compañía de rangers ocupó la escuela de un pueblo y nuestro comandante ordeno que se suspendieran las clases indefinidamente porque aquél era un lugar excelente para alojar a la tropa; no había muchos directores de escuela en el Afganistán rural que pudieran disuadir de hacer lo que quisiera al más tecnológicamente avanzado y potente poder militar de la historia.
“Recuerdo”, les digo, “cuando dos hombres en edad de combatir entraron en la escuela que estábamos ocupando.
Uno de ellos no mostró un nivel aceptable de deferencia con mi sargento, entonces los detuvimos. Arrojamos al demasiado confianzudo en un cuarto y a su amigo en otro; el hombre que no había sonreído como debía oyó un disparo y pensó –esa era la intención– que acabábamos de matar a su amigo por no haber dicho lo que nosotros queríamos y que él sería el siguiente.”
–Eso es una tortura –susurra uno de los jóvenes.
Después les hablo de por qué estoy más orgulloso por haber dejado el servicio militar que de cualquier otra cosa de las que hice mientras era ranger. “Me alisté para prevenir otro 11-S, pero mis dos periodos de servicio en Afganistán hicieron que me diera cuenta de que yo estaba creando un mundo menos seguro.
Ahora sabemos que la mayor parte del millón, más o menos, de personas que hemos matado desde el 11-S eran civiles inocentes, personas que no participaban en el juego y no tenían razón alguna para combatir hasta que fueron empujados a ello cuando las fuerzas armadas de Estados Unidos mataron o hirieron a algún familiar que a menudo no era más que alguien que pasaba por ahí.
“¿Sabíais”, continúo, citando una estadística realizada por el graduado en ciencias políticas Robert Pape, de la Universidad de Chicago, “que ‘entre 1980 y 2003 ha habido 343 ataques suicidas en el mundo y que, como mucho, el 10 por ciento era de inspiración antiestadounidense? Desde 2004, ha habido más de 2.000 y más del 91 por ciento fueron contra Estados Unidos y sus aliados en Afganistan, Iraq y otros sitios’. Yo no quería seguir formando parte de esto y por eso lo dejé.”
Revelar todo
Los estudiantes de secundaria de Chicago y aledaños no están acostumbrados a escuchar estas cosas. El sistema escolar público de esta zona tiene más estudiantes en el programa JROTC –cerca de 10.000; el 45 por ciento de ellos son afroestadounidenses y el 50 por ciento, hispanos– que cualquier otro distrito escolar de Estados Unidos.
Y tal vez el que tantos de esos muchachos presten atención se deba exactamente a que lo último que discutan los instructores del JROTC es sobre las realidades de la guerra, incluyendo por ejemplo el sorprendente número de veteranos de Iraq y Afganistan que viven en la calle porque son incapaces de volver a integrarse en la sociedad después de sus experiencias en lejanas guerras.
Cuando invito a los estudiantes a conversar conmigo sobre la guerra y la vida de cada uno de ellos, me entero de historias de hermanos mayores abrumados con las llamadas de tipo comercial de sus instructores. “Es muy irritante”, dijo uno. “Mi hermano nunca pudo saber dónde el reclutador consigue su información.”
“Los reclutadores disponen de información para contactar con cada uno de los estudiantes en esta escuela”, les digo. “Y eso es legal. La ley Ningún Niño Dejado Atrás, promulgada poco después del 11-S hace hincapié en que vuestra escuela entregue al departamento de Defensa información sobre vosotros si quiere recibir fondos federales.”
Pronto queda claro que esos estudiantes tienen muy poca idea del contexto en el que se dan sus encuentros con las fuerzas armadas de Estados Unidos y sus promesas de un brillante futuro. No saben casi nada, por ejemplo, de nuestra historia reciente en Iraq y Afganistán o de nuestro permanente estado de guerra en el Gran Oriente Medio y –cada vez más– en África.
Cuando les pregunto cuántos de ellos han firmado para entrar en el programa JROTC, me hablan de oportunidades de “liderazgo” y de “estructurar” su vida. Están centrados, como yo lo había estado, en poder pagar sus estudios o en la posibilidad de “ver mundo”. Alguno dijo que están en el JROTC porque no querían hacer clases de gimnasia. Uno declara honestamente: “No sé; sólo estoy [en el JROTC]. No me lo he pensado mucho”.
Como yo los interrogo, ellos también me indagan.
–¿Qué piensa tu familia de que dejaras el servicio militar? –me pregunta uno.
–Bueno –respondo–, “no lo hablamos mucho. Yo provengo de una familia a la que le cae bien lo militar; ellos prefieren no pensar en que lo que hice en Afganistán era malo. Creo que es por eso que a mí me costó tanto hablar francamente en público sobre mi tiempo con los rangers.
–Hubo otros factores que pesaron en tu decisión de hablar abiertamente de tu experiencia militar o solo fue el temor a la reacción de tu familia –me pregunta inteligentemente un estudiante.
Y yo le contesto con toda la honestidad posible: “Incluso a pesar de que, por lo que sé, yo hice algo que ningún ranger había hecho hasta entonces en los tiempos que siguieron al 11-S –la investigación de antecedentes psicológicos y físicos para la admisión en el cuerpo de los rangers hace que la probabilidad de que un ranger cuestione una misión o abandone su unidad sea prácticamente nula– yo me sentía intimidado.
No debería haber sido así, pero cuando lo dejé mis mandos continuaron vigilándome. Hicieron que pareciera que podían llevarme a la cárcel o de vuelta al servicio militar para castigarme si en cualquier momento yo hablaba de mi tiempo de servicio en el cuerpo de rangers.
Aunque, como todos los rangers, yo tenía un espacio secreto de seguridad”. Varias cabezas muestran entendimiento.
“Las fuerzas armadas y la paranoia van de la mano. Entonces, me quedé tranquilo.” Y les dije: “También empecé a leer libros como el de Anand Gopal No Good Men Among the Living (No hay hombres buenos entre los vivos), una brillante crónica periodística de nuestra invasión de Afganistán contada desde la perspectiva de los afganos reales.
Y empecé a encontrarme con veteranos que habían tenido experiencias parecidas a las mías y estaban ventilándolas. Esto ayudó a aumentar mi confianza.”
–¿La vida militar es como se ve en Call of Duty –me pregunta uno de los muchachos, refiriéndose a un popular videojuego cuyo protagonista es un tirador solitario.
–Nunca lo jugué –respondo–. ¿Hay niños que gritan cuando matan a su madre y su padre? ¿Mueren muchos civiles?
–No –dice, incómodo.
–Bueno, entonces no es real. Además, si quieres puedes apagar el videojuego. Puedes apagar la guerra.
Ni siquiera mi mal chiste puede romper el silencio que reina en el aula. Por fin, después de una pausa, uno de los estudiantes dice:
–Hasta ahora nunca he escuchado algo como esto.
Lo que siento es la otra cara de esa respuesta. La primera experiencia mía conversando con la futura carne de cañón de Estados Unidos confirma mi suposición de que –nada sorprendente– los reclutadores en nuestras escuelas nada les dicen a los jóvenes que podría hacer que se lo pensaran dos veces antes de verse atraídos por las promesas de gloria de la vida militar.
Me marcho de esa escuela con una increíble sensación de tranquilidad, algo que no había sentido desde que llegué a Afganistán. Me digo a mí mismo que quiero conversar en un aula al menos una vez por semana. Me doy cuenta de que me ha llevado 10 años, incluso escribiendo un libro sobre la cuestión, reunir el coraje necesario para hablar abiertamente sobre mis años en el servicio militar.
Si solo me hubiese comprometido antes con estos muchachos en lugar de castigarme por las circunstancias de vida en las que George W. Bush, Dick Cheney los suyos me habían metido...
De pronto, algo de la paranoia que hay dentro de mí parece derretirse y el resto de culpa que todavía siento por darme de baja de los rangers –los mandos me hicieron creer que no había nada más cobarde que “abandonar a tus hermanos ranger”– antes de tiempo y como protesta parece evaporarse también.
Ahora pienso en continuar adelante y revelar todo. Si un adolescente está a punto de engancharse para matar y morir por una causa o incluso la promesa de una vida mejor, entonces lo menos que ella o él deberían saber es lo bueno, lo malo y lo horrible de ese trabajo.
No me ilusiono con que muchos muchachos –tal vez la mayoría, quizás todos ellos– no se alisten de todos modos, sin tener en cuenta lo que yo les diga. Pero me comprometo conmigo mismo: no al moralismo, no a los lamentos, nada de juzgar. Ahora, este es mi credo. Sólo los hechos, tal como los veo.
Una nueva misión
Estoy en una operación; esto me resulta extrañamente familiar. Pienso en eso como una forma distinta de ser un ranger en un mundo que nunca –tal parece– será verdaderamente de posguerra. Pero como pasa con todo lo que está en la mente de uno: es más fácil decirlo que hacerlo. El mundo, tal como está, no ansía darme la bienvenida en mi nueva misión.
Comienzo haciendo llamadas telefónicas. Creo un sitio web para anunciar mis charlas. Me comunico con profesores amigos para decirles que estoy dispuesto a hablar en su escuela. Estoy preparado para llenar mi calendario en unas semanas, pero pasa un mes y nadie me llama.
El teléfono permanece en silencio. Estoy cada día mas frustrado. Po suerte, un amigo me habla de una subvención patrocinada por el Sindicato de Profesores de Chicago que está diseñada para mostrarles a los jóvenes experiencias educacionales del mundo real de las que quizá no se enteren en la escuela. inscribo, prometiendo hablar en 12 de las 46 escuelas de Chicago con programa JROTC durante el año lectivo 2015/2015.
La subvención es aprobada en septiembre y, mejor aún, promete entregar gratuitamente un ejemplar de mi libro Worth Fighting For (Vale la pena luchar por algo).
No dudo un segundo que esto asegurará mi presencia al frente de las aulas de los muchachos. Tengo nueve largos meses para arreglar encuentros en esas 12 escuelas. Decido que incluso podría intentarlo en alguna escuela más. Creo una página en Facebook de modo que los profesores y directores puedan saber de mis charlas y arreglar conmigo directamente.
En el boletín informativo de los profesores aparecen tanto mi sitio web como mi página de Facebook, y en ellos destaco la promoción del Sindicato de Profesores de Chicago. Pienso: ¡estoy lanzado! Incluso utilizo los tablones de anuncios, gasto algún dinero en anuncios en Facebook y una vez más me comunico con todos mis profesores amigos.
Estamos en abril, han pasado siete meses del año escolar y solo dos profesores se han comunicado conmigo por las charlas. “Estuvo tranquilo y supo despertar la atención de los estudiantes; al día siguiente, las reflexiones de los muchachos mostraban que habían disfrutado conversando con él.
No tuve ninguna duda cuando le pedí que volviera a hablar a mi clase todos los años”, escribió Dave Stieber, uno de los profesores.
Finalmente, sin embargo, esto está empezando a afectarme. En el mundo en que vivimos, la vida da miedo y no soy el único que va al lago Michigan en las frías mañanas o las lúgubres noches del invierno. Los profesos también están preocupados.
Estos son días oscuros para ellos. Son atacados y deben luchar contra la privatización de la escuela, las clausuras y las embestidas políticas a sus pensiones. El conocido programa JROTC es una vaca lechera que vierte dinero en sus escuelas; los profesores están desanimados porque ya se ven en un barco tratando de navegar en aguas agitadas.
“Usted traerá demasiada ‘tensión’ a nuestra escuela”, me dice un profesor con pena. “Si tienen planes de ir a la universidad, la mayoría de mis muchachos necesitan de los militares”, me cuenta otro, que me dice que de cualquier modo ya no puede invitarme a su escuela. Incluso algunas promesas de invitarme quedan en la nada.
Después de todo, ¿quién quiere provocar problemas o dificultades extracurriculares cuando los profesores ya están siendo atacados ferozmente por el mayor Rahm Emanuel y su consejo escolar no elegido?
Lo entiendo pero, aun así, en un país sin servicio militar obligatorio la correa de transmisión escuela-fuerzas armadas del JROTC es un salvavidas para un Washington en guerra permanente en todo el Gran Oriente Medio y partes de África.
Sus interminables conflictos no serían posibles si aquellos muchachos con quienes yo había conversado en algunas aulas visitadas por mí no continuasen alistándose voluntariamente. Los políticos y los consejos escolares, una y otra vez, claman que el sistema escolar está quebrado. No hay dinero para comprar libros, para pagar el salario o la jubilación de los profesores, ni para la salud, ni para los almuerzos, etc...
Pero, así y todo, en 2015 el gobierno de Estados Unidos gastó 598.000 millones de dólares en las fuerzas armadas; más de la mitad de esta suma forma parte de un presupuesto discrecional, y representa casi 10 veces lo gastado en educación.
En 2015, también nos enteramos de que el Pentágono continúa vertiendo recursos en lo que se estima terminarán siendo 1,4 billones (sí, leyó bien: 1.400.000.000.000) de dólares en una flota de aviones de combate que quizás nunca funcionen como lo anunciado. Imagine el lector el sistema escolar que tendríamos en este país si los profesores fuesen pagados tan bien como los contratistas de los sistemas de armas.
Enfrentarse a los ataques a la educación en Estados Unidos significaría en parte también tratar de cortar el conducto que una la escuela con las fuerzas armadas en lugares como Chicago. Es difícil librar interminables guerras de billones de dólares si no se recluta a los estudiantes.
Justamente hace unos días tuve una charla en una escuela secundaria de Peoria, a tres horas al sur de Chicago. “Mi hermano no ha salido de la casa desde que regresó de Iraq”, me dijo una estudiante con lágrimas en los ojos. “Lo que usted ha dicho me ayuda a entender mejor su situación. Es posible que ahora tenga más cosas que decirle.”
Este es el tipo de comentarios que me recuerda que existe una audiencia para lo que tengo que decir. Lo único que necesito es pensar un modo de sortear a los guardianes. Créame, continuaré escribiendo, molestando y anunciando mi disposición a conversar con los jóvenes de Chicago que están a punto de convertirse en militares. No voy a renunciar: hablar honestamente sobre mis experiencias es mi terapia en este momento. Cuando termina el día, yo necesito a esos estudiantes tanto como ellos me necesitan a mí.
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
* JROTC es la abreviatura de Junior Reserve Officer Training Corps, es decir, el Cuerpo de Adiestramiento de Jóvenes Oficiales de Reserva. (N. del T.)
Rory Fanning , colaborador regular de TomDispatch, es el autor de Worth Fighting For: An Army Ranger’s Journey Out of The Military and Across America y coautor del libro de próxima publicación Long Shot: The Struggles and Triumphs of an NBA Freedom Fighter.
Fuente: