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El año 2016 comenzó en Brasil con nuevas protestas. Los motivos son diversos, pero siguen sobresaliendo las reivindicaciones relacionadas con el aumento de las tarifas del transporte público, el encarecimiento del costo de vida y el derecho a la ciudad, de forma más general.
Estas luchas sugieren que las movilizaciones iniciadas en junio de 2013 no se agotaron.
Por el contrario, inauguraron un nuevo ciclo político en el país, generando una apertura social cuyas consecuencias hoy ya son visibles en varias esferas y no solamente en las calles. Desde entonces, han emergido nuevos espacios y actores, que condujeron a un aumento de la conflictividad en el espacio público y al cuestionamiento de los códigos, actores y acciones tradicionales, que primaron en el país desde la redemocratización política.
Pese a tener visiones y proyectos distintos (y, en general, opuestos) de la sociedad brasileña, los individuos y colectivos a la izquierda y a la derecha del gobierno, movilizados desde 2013 hasta hoy, son fruto de esta misma apertura sociopolítica.
Las formas de acción y de organización que adoptaron – propias de una transformación de las formas de activismo y de compromiso militante en el país (y en el mundo hoy) – favorecen el surgimiento rápido, la mediatización y la capacidad de interpelación y expresividad, pero también provocan diversas tensiones y ambivalencias en su propia constitución y en los resultados generados.
Entre junio de 2013 y el inicio de este año 2016, el país transitó por diversos escenarios, marcados por una mayor radicalización y polarización política. El desenlace es aún incierto, pero vivimos en un escenario de transición donde lo “viejo” no terminó de morir y lo “nuevo” aún no ha florecido totalmente. En este proceso de sedimentación, es fundamental entender los nuevos actores emergentes, los impactos inmediatos de las protestas, los realineamientos de los grupos políticos y sus construcciones políticas y discursivas.
Junio de 2013: apertura societaria y conflicto social en Brasil
Participaron en las movilizaciones de 2013 individuos y grupos sociales diversos, pertenecientes a un amplio espectro ideológico. Quedó reflejada la indignación difusa, la ambivalencia de los discursos, la heterogeneidad de las demandas y la ausencia de mediación de terceros y de actores tradicionales, algo también notorio en varias movilizaciones contemporáneas, por ejemplo las que tuvieron lugar en España y Estados Unidos.
La diferenciación de los ritmos, composiciones y miradas de las protestas en los varios lugares donde ocurrieron, nos lleva a considerar la importancia de situar las movilizaciones en diferentes coordenadas espacio-temporales.
Pese a que el locus de la acción de las manifestaciones fueran los territorios y los espacios públicos (a través de la ocupación masiva de plazas y calles) había una conexión práctica y simbólica con otras escalas de acción y significación, ya sean nacionales o globales, marcando una resonancia de movimientos y de subjetividades, así como dinámicas de difusión y retroalimentación.
Una de las características más emblemáticas de junio de 2013 fue su capilaridad en todo el territorio nacional. Sin embargo, las lógicas de movilización, la composición social de los manifestantes y la correlación de fuerzas varió de forma sustantiva dependiendo de las ciudades en cuestión. El momento posterior a junio de 2013 también fue desigual en Brasil.
En algunos lugares como en Rio de Janeiro, las protestas siguieron con alta intensidad, con una concatenación de movilización y huelgas (la mayor de ellas la de los profesores de escuelas públicas, seguida de otras bastante simbólicas como la de los barrenderos en febrero de 2014) que acabaron, en la víspera de la final del mundial de fútbol en 2014, con la prisión de 23 activistas.
En varias ciudades siguieron teniendo lugar ocupaciones, movilizaciones por derechos y causas específicas, nuevas acciones y trabajo de base, y una profundización del experimentalismo cultural. En determinados casos la represión y criminalización post-junio llevó a la desmovilización.
También se generaron varias experiencias más subterráneas entre individuos, comunidades, grupos y colectividades.
Al mismo tiempo, teniendo en cuenta la dimensión continental del país, no se puede negar que junio fue también, en determinadas localidades, más una representación colectiva (que, por cierto, enseñó que, con las personas normales haciendo política, se pueden cambiar las cosas) que un proceso permanente de articulación y organización política.
Sea como fuere, es crucial entender junio de 2013 como un momento de apertura societaria en el país. Una vez abierto el espacio de protesta por las movilizaciones iniciales y por los movimientos iniciadores (tales como el Movimiento Pase Libre, central en la ciudad de Sao Paulo, pero no en todas la capitales brasileñas), otros actores se unieron para hacer valer sus propias reivindicaciones, sin mantener necesariamente los lazos con los actores que las desencadenaron y/o repetir las formas, la cultura organizativa, las referencias ideológicas y los repertorios de acción de los iniciadores de dichas movilizaciones.
De hecho, como ya proponía Charles Tilly, el uso del mismo repertorio de acción no implica que estemos necesariamente ante un mismo movimiento, pero sí ante una gramática cultural e histórica disponible e interpretada por la sociedad y por los grupos sociales.
Alonso y Mischecaptaron con bastante precisión esas fuentes sociales y culturales, así como la ambivalencia de los repertorios presentes en junio, en lo que ellas definirían como repertorios “socialista” (familiar en la izquierda brasileña de las últimas décadas), “autonomista” (afín a varios grupos libertarios y a propuestas críticas del poder y del Estado) y “patriótico” (que usa un discurso nacionalista y los colores verde y amarillo con un significado histórico y situacional bastante peculiar).
Al emerger un nuevo ciclo de protestas, se presenció lo que he definido como desbordamiento social, es decir, un momento en el que la protesta se difunde desde los sectores más movilizados hacia otras partes de la sociedad, desbordando los movimientos sociales que la iniciaron.
En el clímax de dicho proceso, un amplio espectro de la sociedad se encuentra movilizada alrededor de una indignación difusa, portando diferentes perspectivas y reivindicaciones, que coexistirán en el mismo espacio físico y a veces con el mismo eslogan (contra la corrupción o contra el gobierno), pese a tener construcciones y horizontes muy distanciados y en disputa.
Hubo una confluencia ambigua marcada por movimientos contradictorios de fuerzas centrípetas (la externalización de la indignación y la simultaneidad presencial y simbólica en las mismas calles y plazas) y fuerzas centrífugas (que, a pesar de la co-presencia en los mismos espacios, indicaban distintas motivaciones, formas de organización y horizontes de expectativas).
En esta fase catártica, que comenzó en junio de 2013 y duró algunos meses, la polarización ideológica ya existía (llevando, por ejemplo, a agresiones a manifestantes que llevaban banderas, camisetas y otros símbolos vinculados a la izquierda), pero estaba más diluida en la indignación en masa y en la experimentación en las calles.
El escenario político post-junio de 2013
Después de la heterogeneidad inicial, comienza en 2014 una nueva fase de decantación, con algunas reivindicaciones principales de los individuos y grupos ya diferenciadas en el espacio, y posicionadas más claramente a la derecha o a la izquierda, aunque estas nociones (izquierda y derecha) sean vistas de forma creciente, para algunos activistas y a los ojos de gran parte de la sociedad, como caducas, poco capaces de traducir y canalizar sus objetivos, expectativas e inquietudes.
Uno de los motivos principales de ello es la asociación directa entre “ideología” y grupos e ideologías políticas específicas (ya sean partidos o, más genéricamente, el “comunismo”, el “socialismo” o el “liberalismo”).
En este momento, ya no hay manifestaciones masivas en las calles y en las plazas, pero siguen teniendo lugar varias movilizaciones puntuales, así como una reorganización menos visible de los individuos, de las redes y de los colectivos.
La confluencia en el mismo espacio público es paulatinamente desplazada por convocatorias con objetivos y recortes más definidos.
Pese a que gran parte de dichas acciones no se dirigieron al campo político-institucional y político-electoral, que posee lógicas y temporalidades diferentes a las del campo de la movilización social, el escenario pre-electoral de mediados de 2014 orientado a la contienda presidencial acabó abriendo un nuevo momento de intensificación de las polarizaciones, que absorbió buena parte de los actores sociales y políticos a lo largo de 2015.
A pesar de las críticas formuladas al Partido de los Trabajadores (PT) en particular, y a los partidos políticos en general, las elecciones presidenciales de 2014 movilizaron masivamente a los brasileños, incluso para defender, en algunos casos, el partido en el gobierno como un “mal menor”.
La ajustada victoria de Dilma generó un clima de instabilidad que fue alimentada constantemente por sectores de la oposición, buscando forjar el impeachment de la presidenta.
En el fragor de la disputa presidencial, muchos analistas asociaron la pérdida de votos del PT con las manifestaciones de 2013. Pese a que pueda haber, de hecho, algunas relaciones entre protesta y voto, no se puede establecer una conexión y una causalidad directa. Además, el mayor problema consiste en que las lecturas hegemónicas sobre los impactos de las manifestaciones de 2013 siguen restringiendo los efectos al campo político electoral y político-institucional, como lo ha hecho recientemente Marco Aurelio Nogueira en su artículo publicado en DemocraciaAbierta.
En esta clave, muy orientada hacia una “política de resultados”, habrían outcomes políticos claramente medibles si fuéramos a conjeturar, por ejemplo, cómo las demandas formuladas en la movilizaciones fueron recibidas (o ignoradas) por el sistema político.
Pensemos en políticas públicas concretas, en la inserción de nuevas pautas en las agendas gubernamentales, en la creación de nuevos espacios y canales de mediación y/o participación, y en la conquista real – aunque sea transitoria o parcial – de algunas de las reivindicaciones más simbólicas, tales como el precio del billete del ómnibus.
Ya en lo que se refiere al escenario electoral, la enturbiada disputa presidencial de 2014 puede ilustrar algunos elementos.
En primer lugar, es importante diferenciar los intentos de apropiación de algunas de las pautas de las manifestaciones por parte de ciertos candidatos (el caso de Marina da Silva y su discurso de una “nueva” política rellenada por “viejas” prácticas) y partidos políticos apartados de los sectores movilizados de aquellos procesos en los que existen, de hecho, unas relaciones históricas o alianzas tácticas y estratégicas entre grupos sociales y políticos (caso del PT como partido y no como gobierno, visto en su heterogeneidad interna, y de otros partidos menores a la izquierda).
En segundo lugar, es interesante tener en cuenta cómo el “discurso del miedo” fue (y sigue siendo) movilizado para oponer “derecha” e “izquierda”, restringiendo esta última, en el discurso gubernamental, al campo del gobierno, lo que trae como consecuencia el bloqueo de las posibilidades de cambio que emergieron en el país.
Finalmente, cabe destacar las limitaciones, a medio y largo plazo, de los propios resultados electorales para entender las transformaciones sociales que vivimos. Por un lado, la creación de una frontera rígida entre amigos/enemigos por parte del oficialismo sirvió para intentar frenar (y a veces deslegitimar) a las fuerzas de izquierda; por otra parte, los desenlaces electorales no invalidan las movilizaciones sociales y no necesariamente presagian su pérdida de influencia.
Impactos sociales, culturales y biográficos de las protestas
Estas perspectivas político-institucionales y político-electorales restringen la visión de la política y de lo político e ignoran otro tipo de resultados, impactos y escenarios posibles. Argumentamos, de forma inversa, que es fundamental una mirada amplia y multidimensional en relación a los impactos, pues no todos los desdoblamientos de las movilizaciones de junio de 2013 son fácilmente medibles en estos términos. Por lo menos otros dos tipos de impactos (los sociales y los culturales) deben ser tenidos en cuenta.
De entre los impactos sociales, podemos destacar dos principales: la reconfiguración de los grupos sociales, y la generación de nuevos encuadramientos sociopolíticos.
En el primer caso, las movilizaciones recientes sirvieron para sacudir las posiciones, visiones y correlaciones de fuerzas entre partidos, sindicatos, movimientos societarios, ONG´s y otros colectivos. Aunque sea temprano para afirmar el alcance y las repercusiones de ello, algunos actores se realinearon o aún buscan hacerlo (en algunos casos sin saber muy bien cómo), mientras que otros han venido cuestionando su propia trayectoria y rol, intentando (re)situarse en la nueva coyuntura.
En el segundo caso, se incluye la generación de nuevos marcos individuales y colectivos, relacionados hoy principalmente con la calidad de vida en la grandes ciudades brasileñas, con el bloqueo mediático, con la violencia (inclusive la estatal, que afecta de forma particular las mujeres y los jóvenes negros pobres que viven en la periferia urbana) y con el machismo.
Son procesos de reelaboración de experiencias sociales que producen, paulatinamente, re-significaciones de las constelaciones semánticas de la sociedad a partir de experiencias diversas de politización de la vida cotidiana, la mayoría de las cuales invisible a los media y a los intelectuales de oficina.
En el ámbito cultural, se observan innovaciones en la lógica de movilización y en los mecanismos relacionales e interactivos del activismo. Marcados por la conflictividad, por la difusión viral, por identidades multi-referenciales y por una expresividad de lo político mediada por la cultura, tanto militantes primerizos como movimientos más consolidados ponen en jaque la cultura política de la apatía.
Pese a que en algunos casos exista una distanciamiento entre una nueva generación de activistas y la militancia más experimentada (lo que nos obliga a repensar los espacios y las fórmulas de diálogo generacional), en otros aparecen confluencias creativas, como es el caso de algunas sinergias entre redes sumergidas e iniciativas artístico-culturales en el compromiso político (algo digno de mención en ciudades como Belo Horizonte).
Asociado a los impactos sociales y culturales, se sitúa un impacto de carácter más biográfico, es decir, individual. Se trata de un impacto subjetivo de las movilizaciones en la trayectoria de los activistas. Ha sido recurrente escuchar a varios participantes definir las movilizaciones de junio de 2013 como “un antes y un después”, una “inflexión”, “un comienzo” o un “nuevo comienzo”.
Para una generación de activistas emergente, y para jóvenes que no necesariamente se auto-definen como activistas, junio de 2013 fue, en palabras de un joven, “un incendio que no se apaga con agua”. Aunque efímeras, las experiencias vividas en las movilizaciones y en la construcción de las protestas generan “marcas” en los participantes, reforzando la propensión a que puedan comprometerse en el futuro y pudiendo, además, transformar, a medio y largo plazo, sus identidades sociales y sus valores políticos.
Movimientos sociales, movimientos societarios y polarización
Es importante comprender junio de 2013 no como un “evento” aislado, sino como un proceso. Para ello, es fundamental asociar siempre los movimientos sociales a movimientos societarios más amplios. En otras palabras, analizar cómo las movilizaciones, los actores sociales y sus prácticas se encuadran dentro de la dinámica de transformación de la sociedad.
Esto es central en el actual momento de crisis en Brasil, donde parece haber una reconfiguración de las formas de activismo y de los sujetos políticos vis-à-vis alteraciones de los elementos estructurales y subjetivos de la sociedad como un todo.
En este sentido, de la misma manera en que se relacionaron las movilizaciones de masas de los años 70 y 80 con un movimiento societario de redefinición de la democracia y de los derechos, las movilizaciones recientes se asocian a desarrollos estructurales del país (en el plano exterior y geopolítico, una mayor inserción, si bien aún dependiente, en el mundo y, en el escenario doméstico, una mayor centralidad de las políticas sociales, incluida la lucha contra la pobreza), que fueron particularmente rápidos en la última década.
En una sociedad tan desigual como la brasileña, estos cambios afectaron de diferentes formas a las clases sociales, generando frustraciones que, pese a converger en algunos casos, eran opuestas ideológicamente.
Los ricos se hicieron más ricos, mientras que una fracción de la población salió de la pobreza y pasó a tener acceso a determinados servicios, nichos de mercado, espacios y derechos que anteriormente tan solo eran ejercidos por una clase media-alta, que vio sus “privilegios” y su estilo de vida amenazados.
Los clivajes de clase, pero también los de raza, género y origen, son fundamentales en este momento para cuestionar si estas movilizaciones y el activismo emergente serán, de hecho, capaces de permear con mayor densidad el campo popular, algo poco visible hasta ahora.
En la actual situación de polarización, es posible identificar claramente en Brasil dos polos radicalmente antagónicos, con una diversidad de situaciones intermedias posibles. Por un lado, un campo progresista y de radicalización de la democracia, que actúa orientado por valores como la igualdad, la justicia, la pluralidad, la diferencia y el buen vivir.
Por otro lado, un campo reaccionario, marcado por el autoritarismo, ciertos trazos fascistas y antidemocráticos y por la defensa de los privilegios de clase y de la propiedad privada, y con una visión siempre evasiva de la libertad.
En el primer caso, se trata de una diversidad de jóvenes, colectivos, plataformas y movimientos que han militado en la denuncia (y en el intento de eliminación) de las jerarquías, de la opresión y los abusos del Estado – principalmente, violencia, racismo institucional y criminalización – y en reivindicaciones varias, como la calidad de los servicios públicos y por una vida más humana en las ciudades. Participan en luchas territorializadas y/o culturales, y entienden la democracia en sentido amplio, no como sinónimo de instituciones, representación o elecciones, sino como una creación sociopolítica y una experiencia subjetiva.
El segundo grupo perpetúa, en sus discursos y en la práctica cotidiana, las estructuras de dominación y las formas de opresión. Acepta la fuerte desigualad social existente en el país basándose en el discurso de la inevitabilidad y de la meritocracia.
Pregona, en algunos casos, el retorno de un pasado mejor (dictadura) para el cual no temen pedir la intervención militar. Cuentan, en general, con el apoyo y actúan en connivencia con las élites económicas y mediáticas. Suelen actuar en los bastidores de la política, pese a que ahora combinan estas estrategias con una novedad: el recurso a la movilización en las calles y a la acción directa.
En medio de estos dos campos, en el centro político, se encuentra el gobernismo y varios sectores más tradicionales. Los límites de la política win-win y del consenso de clases establecido por el gobierno durante los mandatos de Lula y Dilma, unido al agotamiento de su agenda política, desafiada por las movilizaciones de 2013, llevaron a que en los últimos años el gobierno haya abortado la agenda reformista que lo aproximaba al primer campo.
La consecuencia directa es una deriva cada vez más reactiva y conservadora, que se profundiza en las elecciones de 2014 y con las protestas de la derecha (no toda ella, cabe decirlo, autoritaria y reaccionaria) en 2015.
Presionado no solo internamente, pero también externamente por la elite política global y por las instituciones financieras internacionales, uno de los puntos más dramáticos de los últimos meses es la propuesta del ejecutivo, realizada a finales del pasado año, de aprobar una absurda ley antiterrorista, la PL2016/2015.
Bajo la excusa de crear un “ambiente seguro” para las inversiones en el país y para los ciudadanos durante el año de los Juegos Olímpicos, la ley termina por contribuir a generar más dispositivos de criminalización de las protestas y de los movimientos sociales más radicales. Se trata, una vez más, de una clásica lógica selectiva del Estado, donde los actores sociales más afines son invitados a dialogar, mientas que los rupturistas son profundamente reprimidos o controlados.
La reducción de una amplia y compleja reconfiguración de la sociedad brasileña a “fascistas” y “bolivarianos” demuestra la exasperación de la coyuntura actual. En esta configuración, la “derecha” es encuadrada, por parte de los sectores progresistas más tradicionales, como el “enemigo a combatir” – pese a que, contradictoriamente, en la práctica esté también dentro del gobierno – forzando a algunos de los actores posicionados a la izquierda a defender, de forma ambivalente, el gobierno.
Obviamente, cabe matizar que no todo el Partido de los Trabajadores se encuentra en este campo y se adhiere a esta visión de la defensa férrea de una gobernabilidad crecientemente amenazada por la crisis política, que ya afectó también a la economía.
En definitiva, el abanico de posturas que transciende estas posiciones es amplio, pero la polarización existente hoy en la sociedad brasileña determina que la mayoría de las interpretaciones reduzcan el conflicto realmente existente a estos campos, emborronando el potencial de las voces más transformadoras de junio de 2013.
En estos ensayos insurgentes, y en la rearticulación del campo popular, se concentran las esperanzas de generación de alternativas al actual escenario.
Nota: El autor agradece los comentarios y la colaboración de Geoffrey Pleyers.