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"Alemania hace negocio con nuestra guerra y luego no quiere refugiados"


En las últimas semanas se intensifica la presión de los diferentes actores políticos sobre Angela Merkel. Mientras sus socios de gobierno en la gran coalición, el partido socialdemócrata, claman en boca de su líder, el vicepresidente Sigmar Gabriel, que “hay que limitar el número de refugiados que acoge Alemania para que se produzca una verdadera integración”, el partido hermano de los democristianos en Baviera, CSU, pide a Merkel una limitación rápida de la migración a través de una carta firmada por 44 de sus diputados en el Bundestag.

La presión viene desde todos los frentes y parece que a una parte de la sociedad alemana le está empezando a calar el discurso xenófobo. 

A las iniciativas como Pegida (Patriotas europeos contra la islamización de Occidente), un grupo claramente racista que organiza manifestaciones cada semana en varias ciudades de Alemania y con especial intensidad en el Este, ahora se le suma el partido político Alternativa para Alemania, que el fin de semana pasado recurrió a la violencia verbal a través de su líder, Frauke Petry, quien dijo que “los agentes tienen que usar armas de fuego si es necesario para impedir que los refugiados crucen de manera ilegal las fronteras”. 

Según varias encuestas este partido político ya alcanza un 13% en intención de voto, a un mes escaso de la celebración de elecciones regionales en tres estados federales alemanes.

La discriminación se palpa también en las calles y en Alemania se han quintuplicado los ataques a centros de refugiados este invierno. Aunque la mayoría de la población alemana es favorable a esta acogida, muchos dicen estar cansados de que vengan tantos refugiados, algo que también notan estas personas que huyen de la complicada situación por la que atraviesan sus países.

Benjamin llegó a Alemania en julio de 2014 tras un viaje desde Siria en el que pasó por varios países hasta que finalmente pudo cruzar en barca desde Libia a Italia, junto con otras doscientas personas que soportaron tres días de travesía cruzando el Mediterráneo. 

Pagó 1200 dólares por ese viaje. De allí llegó en tren hasta Alemania, un lugar del que le gusta su buena economía y educación. Aquí vive en un edificio que una organización utiliza como centro social y por el que tiene que pagar 375 euros al mes, que gracias a la ayuda que tiene del gobierno alemán puede afrontar. Con él viven otras 14 personas procedentes de varios lugares.

 Trabajan 12 horas a la semana para el bar de esta organización pero no cobran por ello. Antes de mudarse a este refugio provisional estuvo en un centro de refugiados, del que cuenta que vivían tantas personas que sólo podían lavar su ropa un par de veces al mes. 

Dice sentirse amenazado por ese avance de la extrema derecha en Alemania y que ha notado un cambio a peor en las condiciones en las que los demandantes de asilo son tratados en los últimos meses. 

Está de acuerdo en que haya una cuota máxima de acogida o reparto de refugiados pero dice que “Alemania hace negocio con nuestra guerra, ya que no quieren que vengan refugiados pero luego venden armas a Siria para que el conflicto armado continúe”. Benjamin quiere estudiar aquí y para ello aprende alemán desde verano. Se siente y es un afortunado si se le compara con otros refugiados en Alemania.

Al otro lado de ese invisible drama que es la migración forzosa, se encuentran los refugiados africanos. Sulayman Mambureh vive junto con otros de sus coterráneos en un espacio al que llegó por casualidad, como la mayoría de quienes viven en condiciones mejores que las del refugiado medio. Para llegar a Europa tuvo que atravesar varios países de África y cruzar el desierto del Sáhara. “Mucha gente murió realizando esa travesía. Cuando llegamos a Libia tuvimos que trabajar de forma ilegal para sobrevivir. 

A veces no nos pagaban porque no teníamos ningún derecho allí, la vida era terrible”. Tras esta dura experiencia cruzó hasta Lampedusa, punto común en el que se cruzan las dos rutas principales que siguen los refugiados. 

En Italia la cosa no mejoró y tras vivir en varias ciudades tuvo que dormir en estaciones de tren de las que la policía le echaba cada mañana por no tener billete. Cuando se le pregunta sobre el racismo dice que lo sintió también en Italia. 

“Un día iba por la calle y alguien me escupió en la cara. Allí las instituciones nos daban 10 euros a la semana, cinco en efectivo y cinco en una tarjeta llamada con un nombre que llevaba la palabra África. Cuando usabas esa tarjeta ya sabían que eras un refugiado. En Italia estaban cansados de nosotros.

 Quería irme a Suiza pero mis amigos me dijeron que allí el racismo era todavía peor, así que decidí intentarlo en Alemania”, cuenta. Aunque ninguno de sus amigos conoce el partido Alternativa para Alemania, el racismo sí que les resulta extremadamente familiar. “

Un día estábamos en grupo en una estación de metro y de repente vino un hombre con un bate gritando que quería pegarnos. Afortunadamente la policía vino y se lo llevó, pero pasamos miedo”.

Baba Yanks Sillah ha pasado por el mismo viaje que los demás, pero no al mismo tiempo. Es el más joven de todos y, aunque dice no hablar muy bien inglés, es capaz de comunicarse eficazmente en el idioma que todos emplean. Relata cómo en Lampedusa les ofrecen un billete de tren, bus o avión (sin posibilidad de elegir) y así son trasladados a otras zonas. “A veces si te pagan un billete de avión nos sentimos inseguros porque nos pueden llevar a cualquier sitio, incluso ser deportados sin informarnos previamente”, dice.

Este procedimiento está bastante instaurado en los países de la Unión Europea aunque cueste creerlo por la imagen mediática que se da de Europa como un continente en el que se respetan los derechos humanos. Baba Yanks vive en un centro de refugiados donde comparte habitación con cuatro personas más. 

“Es muy difícil vivir allí porque meten en el mismo lugar a gente de diversos países y culturas y a veces se producen conflictos. Pero no te dan la opción de elegir estar con gente de tu misma procedencia. 

Tampoco nos dejan trabajar y eso me hace estar muy deprimido, en mi país trabajaba como ingeniero de la construcción y podría desarrollar el mismo trabajo aquí sin problemas. Me siento amenazado por los partidos de extrema derecha pero estamos acostumbrados a no tener derechos en Europa”, declara poniendo de manifiesto que no tienen otra opción.

Así lo ve también otro de sus compañeros, Lamin Sillah. “A veces siento como que me odian por ser refugiado y por el color de mi piel. 

Veo peligroso que esos partidos puedan obtener un resultado exitoso en las elecciones. Yo, por ejemplo, no existo para el actual gobierno. Me tengo que mudar cada semana de centro de refugiados y eso me hace estar cansado e intranquilo. No somos delincuentes, sólo queremos trabajar. Ojalá pudiera volver a mi país y vivir allí tranquilamente”.

Berlín, una ciudad que cuenta con un 10% de emigrantes procedentes de todo el mundo entre sus habitantes, está acostumbrada a la mezcla de culturas. Por eso se podría decir que la sensación de hostilidad contra los refugiados es algo menos sensible que en otros lugares de Alemania. Ese es el motivo fundamental por el que muchos refugiados que ya han vivido en otras ciudades quieren trasladarse a la capital. 

A pesar de este escenario, a priori más favorable, para las instituciones alemanas sigue habiendo migrantes de primera y segunda clase. Hechos como que hace menos de dos semanas muriese un refugiado sirio de 24 años por gripe esperando a que se le asistiese médicamente y se le diese comida, revelan que el impalpable muro de la discriminación étnica sigue construído y es espeluznantemente alto.

Nota: Todos los nombres de las personas que aparecen en este artículo han sido modificados para proteger su privacidad y dignidad.

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