Por Rafael Calero Palma.
Los que ganan su pan
de cada día con la muerte
Niall Binns
Aylan emprendió un viaje.
Quería escapar de la guerra.
Lo acompañaban su padre, su madre, su hermano.
Abandonaron su país.
Buscaban la luz.
Trataron de dejar atrás las tinieblas, la violencia y sus cicatrices, el odio que desgarra.
Huían de los que ganan su pan de cada día con la muerte, de los que negocian con el dolor de los otros, de los que cercan con alambradas los sueños y la vida, de los verdugos del amor y la alegría.
Aylan tenía tres años y sólo tendría que haber hecho las cosas sencillas que hacen los niños cuando tienen tres años: besar a su madre, cantar una canción, pasear con su padre, dormir con su hermano, reír, comer, saltar, construir una cometa, jugar con otros niños a la sombra de un árbol en el parque.
Aylan se hizo a la mar, y el mar, traidor y cobarde, no quiso ayudarlo.
El mar le arrancó de cuajo el brillo de sus ojos, la sonrisa de sus labios.
Su viaje acabó súbitamente sobre la arena húmeda de una playa turca — desguace de vidas humanas— una mañana estival del año dos mil quince.
En la televisión el presentador del telediario habla de Aylan, de su viaje sin retorno, de las bombas, de la violencia, de ciudades reducidas, a un puñado de escombros.
En mi casa yo me arranco con las manos mi corazón podrido de rabia y de congoja ante tanta barbarie.