En el mes de marzo viajé a Kabul, Afganistán, para visitar a mis viejos amigos. Por casualidad llegué el día después de que una muchedumbre de jóvenes golpeara a una mujer hasta matarla quemándola después.
El mundo iba pronto a saber su nombre: Farjunda.
El nombre significa “afortunada” o “jubilosa”.
La mataron en el corazón mismo de la capital afgana, en un santuario popular, el lugar de enterramiento de un ghasi,un guerrero-mártir del Islam.
Hace años que trabajé sólo unos metros más allá. Sabía que el barrio era una especie de encrucijada de viajeros y comerciantes, una calle comercial junto al río Kabul, atestada de vendedores ambulantes, mendigos, drogadictos, ladrones y palomas.
Siempre fue un barrio chungo.
Ahora se había convertido en la escena de un crimen.
En abril, al finalizar el período tradicional de cuarenta días de luto por la mujer asesinada, esa escena del crimen se convirtió en el escenario de la reconstrucción del asesinato por parte de un grupo de ciudadanos que se autodenominó Comité de Justicia para Farjunda, que estuvo presionando al gobierno para que arrestara y castigara a los asesinos.
Pocos después de la reconstrucción, la oficina del fiscal general anunció acusaciones formales contra 49 hombres: 30 sospechosos de participar en el asesinato de la mujer y 19 agentes de policía por no intentar evitarlo.
El 2 de mayo se inició el juicio en un tribunal de primera instancia, ofrecido en directo por la televisión afgana. Farjunda está ahora muerta y enterrada pero su historia ha tenido poder de permanencia.
Parece marcar la aparición de algo no visto en Afganistán desde hace mucho tiempo: el poder del pueblo para renegar de la violencia y reclamar pacíficamente por sí mismo.
Esto hace que merezca la pena recordar cómo se desarrollaron los acontecimientos y qué mensajes podrían contener, en particular para los estadounidenses, que llevan más de trece años luchando infructuosamente en Afganistán.
Apaleada, pateada, pisoteada, apedreada, aplastada, arrastrada y quemada
El martes 19 de marzo por la tarde, Farjunda visitó el santuario del Shah de Shamshira. Allí, alrededor de otros treinta visitantes contemplaron como un grupo de hombres empezaba el ataque que acabaría con su vida. Algunos de los testigos elevaron un grito que convocó aún a más gente: Allah-u Akbar (“Dios es grande”).
Cuando menos de una hora después, prendieron fuego al cuerpo de la mujer, la policía estimó que la multitud se componía de entre 5.000 y 7.000 personas.
Desde el principio, los espectadores utilizaron sus teléfonos móviles para tomar fotos o videos, muchos de los cuales fueron después descargados en Facebook y contemplados por decenas de miles más en todo el país y finalmente en el mundo.
Ashraf Ghani, que llevaba sólo seis meses como presidente de Afganistán y aún no había formado un gobierno de trabajo, se preparaba para pasar cinco días en EEUU.
Durante ese tiempo, el impactante asesinato alcanzaría una vida alarmante en sí mismo, porque incluso en la capital las grandes masas de afganos analfabetos mantienen una cultura del boca a boca en la que el rumor, el chisme y las conjeturas viajan más deprisa que las redes sociales y donde los mulás tienen muy a menudo la última palabra.
Antes de salir de Kabul, Ghani nombró sensatamente a diez distinguidos afganos, seis hombres y cuatro mujeres, para una comisión encargada de investigar los hechos del asesinato.
Entre ellos había expertos juristas e islámicos, parlamentarios y especialistas en derechos humanos.
También emitió un comunicado sobre el caso, situándose directamente en un término medio entre las voces enfrentadas que ya estaban expresándose.
Por un lado aseguró, en el desarrollo de la discusión sobre la muerte de Farjunda, que otorgar justicia es el deber de los tribunales, no de los individuos, quienes debían ser “tratados con dureza” al tomarse la justicia por su mano; al mismo tiempo, en un gesto hacia la otra parte, condenó asimismo “cualquier acción despreciativa hacia el sagrado Corán y los valores islámicos”.
Mientras el presidente trataba de camelarse después a los estadounidenses en Washington y Nueva York para que apoyaran a su nuevo régimen, la comisión en Kabul trabajaba como una sola fuerza para recuperar la verdad entre las acusaciones y conjeturas de los duros hechos de la muerte de la mujer conocida sólo como Farjunda.
Y esto fue lo que averiguaron: de 27 años de edad, era una mujer religiosa que no se había casado pero que se había graduado en enseñanza superior, dedicándose a los estudios religiosos en una medersa islámica privada con la aspiración de convertirse en profesora de derecho islámico. Vivía en casa con sus padres y era la cuarta de diez hijos.
Ese miércoles, fue al santuario llevando la abaya negra de creyente devota, con un medio velo negro que le cubría la parte inferior del rostro. Allí, dijo sus oraciones y pasó un tiempo limpiando la zona del santuario donde la gente reza.
Después, intercambió unas palabras con un hombre que trabajaba de limpiador en la mezquita de Shah-e Du Shamshira al otro lado de la calle y que mantenía un pequeño puesto callejero en el santuario vendiendo tawiz, trozos de papel con versos coránicos escritos a mano, voceándolos como ampliamente acreditados con mágicas propiedades.
Los comisionados no pudieron descubrir qué fue lo que Farjunda y el limpiador Zainuddin se habían dicho el uno a la otra, pero el vacío en la historia se ha llenado con las aportaciones de la familia y amigos de Farjunda.
Evidentemente, ella manifestó al limpiador su desaprobación por su negocio de venta de amuletos no islámicos a las mujeres pobres y supersticiosas.
Esa historia sirve para explicar –y justificar para algunos- lo que el limpiador hizo a continuación.
Aunque los comisionados no encontraron testigos de la conversación, el mismo limpiador les dijo que él había gritado a la gente reunida en el santuario: “Esta mujer es estadounidense y ha quemado un Corán”.
Farjunda se volvió hacia la gente en el patio y dijo con voz fuerte, que muchos testigos oyeron: “No soy estadounidense y no he quemado ningún Corán”.
Aunque las acusaciones eran falsas, provocaron una rápida respuesta. Cuando un grupo de airados jóvenes se acercó a la mujer acusada, un policía intervino y con ayuda de otro joven la llevaron a una sala dentro del santuario.
Ese joven se plantó delante de la puerta y dijo a los otros: “Dejadla en paz. No le hagáis nada”. (Él era casi de la misma edad, veintitantos, que los que matarían a Farjunda y parece haber sido el único ciudadano en ofrecerle su ayuda ese día.)
El policía quiso llevársela a la comisaría para protegerla. Farjunda insistió en una escolta femenina, pero cuando llegó una policía y abrió la puerta para entrar en la sala interior donde ella esperaba, los enfurecidos hombres corrieron adentro y la sacaron afuera a empujones.
Algunos la golpearon, desgarrando el velo que le cubría el pelo y haciéndole sangre en la cara. Cayó el suelo pero consiguió sentarse, apoyándose en un brazo y levantando el otro para defenderse. Las fotos de ese momento muestran las piernas de un policía uniformado junto a ella.
Ese policía u otros sacaron a Farkhunda y trataron de auparla a un tejado no muy alto por el que podía haber escapado de la muchedumbre.
Otro policía, sujetándole la pierna, la empujaba desde abajo, pero un atacante le golpeó la muñeca con un palo logrando que él la soltara. Farjunda se escurrió entonces del tejado y cayó a la acera.
Uno o más policías dispararon al aire pero ya era demasiado tarde.
La amenaza se convirtió en frenesí. Alrededor de diez o doce hombres golpearon, dieron de puñetazos, patearon, pisotearon y apedrearon a Farjunda hasta morir. Uno levantó un gran bloque de piedra y lo arrojó sobre su cabeza. Más tarde, tratando de excusarse, dijo: “Ya estaba muerta”.
Después, hay vacíos importantes en los registros fotográficos. Farjunda yace ahora en medio de la calle y un coche pasa por encima de ella.
No se sabe bien cómo la movieron desde la acera hasta el medio de la calle. También resulta misteriosa la aparición del coche que la aplastó; después, de forma indeterminada pero deliberada, la arrastraron por la calle.
Allí, gente no identificada se apoderó de ella lanzándola por encima de un muro bajo que discurre junto al río, yendo a caer sobre las piedras del lecho del río que estaba parcialmente seco. Un hombre derramó gasolina sobre su pañuelo y sobre Farjunda.
Le prendió fuego al pañuelo y lo arrojó sobre ella. Cuando las llamas empezaron a crepitar hacia el cielo, algunos, en la multitud, arrojaron sus propios pañuelos y chaquetas a la pira.
En su afán por avivar el fuego, lo sofocaron. Todo el tiempo, policías armados de pie en el cauce del río contemplaban cómo ardía Farjunda.
Finalmente, apareció la policía antidisturbios y se hizo cargo de la situación. Había resultado difícil traspasar los miles de espectadores que se agolpaban a ambos lados del río y sobre dos puentes para ver cómo ardía la mujer de la que se decía había quemado un sagrado Corán.
“Trabajando para los infieles”
En cuestión de horas, todo el mundo sabía que el asesinato de Farjunda no era como tantos otros actos habituales de violencia en Kabul. No era un acto de guerra, no se trataba de terrorismo, ni de un asesinato político.
No era un crimen de venganza, ni un crimen de honor, ni un asesinato de familia. En plena luz del día, en un santuario popular, un panda de chicos corrientes había asesinado a una joven a la que no conocían con los puños, los pies y todo cuanto pudieron encontrar y utilizar como arma.
Mientras los estupefactos kabulíes trataban de encontrar algún sentido en todo eso, algunas figuras públicas empezaron a decirles rápidamente qué es lo que tenían que pensar.
Una serie de autoridades del gobierno se volvieron de inmediato a Facebook para apoyar el asesinato, asumiendo que si la mujer que había quemado el Corán no era realmente estadounidense, sus ideas sí debían ser las propias de ellos.
Por ejemplo, el portavoz oficial de la policía de Kabul, Hashmat Stankekzai, escribió que Farjunda “pensó, como otros infieles, que este tipo de acción e insulto le serviría para conseguir la ciudadanía estadounidense o la europea.
Pero que antes de conseguir su objetivo, perdió la vida”. La viceministra de cultura e información, Simin Ghazal Hasanzada, aprobó también la ejecución de una mujer que “trabajaba para los infieles”. Zalmai Chabuli, jefe de la comisión de reclamaciones de la cámara alta del parlamento, publicó una foto de Farjunda con este mensaje: “Esta es la persona horrible y odiosa que fue castigada por su acción por nuestros compatriotas musulmanes.
De esa forma, demostraron a sus amos que los afganos sólo quieren el Islam y no están dispuestos a tolerar el imperialismo, la apostasía y los espías”.
El día después del asesinato, muchos imanes y mulás apoyaron también el asesinato durante la oración del viernes en sus mezquitas.
Uno de ellos, el influyente Maulavi Ayaz Niazi, de la mezquita Wazir Akbar Jan, advirtió al gobierno que cualquier intento de arrestar a los hombres que habían defendido el Corán provocaría un levantamiento.
Sin embargo, al día siguiente, cuando Niazi apareció en el entierro de Farjunda, sus dolientes le pidieron que se marchara de allí. Unos días más tarde, el departamento de policía despedía a su portavoz y, después de que la viceministra de cultura e información apareciera en televisión defendiendo sus puntos de vista, fue asimismo despedida.
Esta vez, parecía que la amenaza de un levantamiento islamista en Kabul, una amenaza que habían estado intimidando a los funcionarios del gobierno durante una década, había chocado contra un muro. Pero en esta ocasión el levantamiento se produjo por el otro lado.
Hechos y memoria
El presidente Ghani había pedido a la nombrada comisión que considerara el asesinato de Farjunda desde tres perspectivas: la Sharia islámica, la ley afgana y la sociedad afgana. La misma comisión incluía a tres eminentes expertos en la Sharia que instruyeron a sus colegas sobre la diferencia entre el Islam y las distorsiones extremistas afganas.
En función de la Sharia, dijeron, un hombre que repudia el Islam quemando un Corán permanecerá encarcelado durante tres días y cada día de ellos se le dará una oportunidad para que se arrepienta.
Si al finalizar el plazo no ha vuelto a la fe, deberá ser ejecutado.
Una mujer que comete el mismo delito debería también ser encarcelada y ofrecérsele una oportunidad similar para cambiar de idea. Si se negara, no deberían matarla.
En cambio, debería mantenérsela indefinidamente en la cárcel.
Continuaron diciendo que quienes mataron a Farjunda deberían rendir cuentas no sólo porque era inocente del delito del que la acusaron sino también porque quitarle la vida en la creencia de que había quemado un Corán era en sí mismo una violación de la ley islámica.
La cuestión desde el punto de vista de la ley afgana requirió de menos erudición. Un asesinato es un asesinato. La policía no había encontrado circunstancia atenuante alguna: no había pruebas físicas de un Corán ardiendo, nadie había sido testigo de tal hecho, no había fotos al respecto, nada.
Trabajando a partir de las fotos y sugerencias de ciudadanos, la policía detuvo rápidamente a la mayoría de los instigadores y atacantes y a más de una docena de policías negligentes que se quedaron mirando cómo se desarrollaba el asesinato.
A los diez días, habían arrestado a casi cincuenta personas. Pero al menos cuatro de los asesinos estaban aún en libertad.
Eran conocidos por pertenecer a un popular club de culturismo patrocinado por un hombre importante e influyente. Siendo este país Afganistán, esos hechos provocaron de inmediato la duda de si se iba a encontrar a los asesinos, si se les iba a acusar, si se les iba a procesar, si se les iba a meter en la cárcel y realmente se les mantendría tras las rejas todo el tiempo de sus sentencias.
El anterior presidente afgano Hamid Karzai tenía la costumbre de ignorar los delitos contra las mujeres y perdonar a los hombres inconvenientemente acusados de cometerlos. Con el nuevo presidente, aún no se habían probado los procedimientos legales.
Situar este asesinato en el contexto de la sociedad afgana fue la tarea más dura a que la comisión presidencial se enfrentó.
Porque incluso después de 35 años de guerras y brutalidades, pocos podían recordar un hecho público que hubiera suscitado tanta pena –tanta vergüenza entre los hombres, tanta rabia y temor entre las mujeres- como este asesinato enfurecido.
La víctima había sido una devota mujer islámica, no merecedora de reproche alguno. Sus asesinos no eran hombres malos ni criminales ni mercenarios ni drogadictos ni matones extranjeros, sino ciudadanos corrientes afganos, al igual que los miles que se quedaron allí mirando
. Por todo el país, hombres y mujeres miraban el asesinato en Facebook y lloraban. Hombres y mujeres por igual dijeron que después no pudieron dormir, que habían tenido que luchar para seguir juntos y rompían repetidamente a llorar.
Parecía que muy pocos podían hablar de otra cosa. En Kabul, las jóvenes estudiantes dejaron la universidad y se quedaron en casa. Apenas se veía mujeres, fuera su edad la que fuera, por las calles de la ciudad.
La gente de cualquier nivel social mantenía a sus niños y amigos cerca. Se hacían una dura pregunta a sí mismos: ¿Es en esto en lo que nos hemos convertido?
La comentarista política e historiadora afana Helena Malikyar tuvo la respuesta: sí.
En un artículo para Al Jazeera, recordaba cómo era Afganistán antes de las largas guerras: un país pobre y subdesarrollado, sin lugar a dudas, pero caracterizado por su dignidad, por un código de honor y un “Islam fuertemente influido por la cultura sufí, moderado y tolerante con el ‘otro’”.
“Sobre todo”, escribía, “los dirigentes anteriores a las guerras afganas mantuvieron siempre una autoridad moral, utilizándola para desarrollar el imperio del derecho y las reformas”.
Tres décadas de guerra habían cambiado todo eso, codificando una cultura de la violencia que ha ido pasando de una generación a otra. Resumió el desastre del siglo XXI en Afganistán de esta forma: “Desde la intervención internacional liderada por EEUU en 2001, los hombres fuertes han prosperado enormemente, haciéndose financieramente ricos y políticamente poderosos. Así pues, se ha llegado a pensar que utilizar la brutalidad y la fuerza da buenos resultados.
La delincuencia es rampante y prácticamente todo queda impune.
La corrupción entre la policía, los fiscales y los jueces ha envalentonado a los criminales y los ciudadanos tienen poca fe en el imperio del derecho.
Las líneas entre la conducta moral e inmoral, los actos legales e ilegales y los hechos justos y pecaminosos se han difuminado hasta el punto que la mayor parte de la gente ni siquiera es consciente de sus fechorías”.
Hubiera sido agradable creer que la historiadora exageraba, pero los clérigos y los funcionarios públicos que reflexivamente alabaron a la turba asesina ilustraron a la perfección su punto de vista. Lo mismo hizo un pueblo confundido y dividido.
¿Golpear a una mujer hasta la muerte en la calle era algo bueno? ¿O no lo era? Un parlamentario de Herat hizo un comentario previsible, si es que aún se necesitaban más pruebas. “En primer lugar”, dijo, “Farjunda no debería haber ido al santuario”.
La crisis colectiva de Kabul
Antes incluso del asesinato, los kabulíes se estaban enfrentando a una crisis colectiva de identidad. Parecía como si ya no se reconocieran a ellos mismos. Durante la anterior década, la ciudad casi había triplicado su tamaño.
Ahora rebosaba de personas desplazadas llegadas a la capital a causa de los inacabables combates en el campo, así como por los refugiados que volvían de Pakistán e Irán con nuevas creencias y comportamientos.
Traían la música y la violencia de Pakistán, las estructuras y religiosidad de Irán. La televisión vivía un boom.
Especialmente popular entre la gente analfabeta, atraía a los espectadores con la seducción de los estilos de vida importados: las sagas de canciones y danzas sexys de Bollywood, los tórridos dramas familiares de las telenovelas turcas y la inacabable violencia de última tecnología de las series estadounidenses.
La ciudad misma había sido brutalmente transformada por el blanqueo de los “promotores” del exceso de efectivo de las malversaciones del floreciente narcotráfico del país, se había arramblando también el dinero de los proyectos de ayuda exterior o del entregado por la CIA para complots secretos.
Hasta hace pocos años, Kabul había sido una colección de peculiares distritos diferenciados en su estilo y función.
En muchos de los barrios, altos muros habían ocultado las tradicionales casas de adobe y los jardines de hierba alfombrados con la floración de almendros y albaricoqueros.
Ahora, estos restos de la ciudad vieja resultan empequeñecidos ante los inmensos y chillones palacios pakistaníes con columnatas y las torres de oficinas sin acabar estilo Golfo Pérsico hechas de cristal y envueltas en andrajosas lonas verdes (presumiblemente sus propietarios escaparon a Dubai cuando la caravana de la ayuda dejó la ciudad en el momento en que el contingente internacional de tropas empezó a reducirse).
Los afganos que son lo suficientemente viejos como para recordar, como el novelista Rahnaward Zaryab, al contemplar esta nueva ciudad extranjera a medio construir sobre los escombros de la vieja, lamentan el entierro de la propia cultura afgana.
Muchos visitantes y periodistas extranjeros que llegan a Kabul confunden este desarrollo con “progreso”. Así es como habitualmente lo describen en informes oficiales y los medios internacionales.
Sin embargo, no han hecho más que mirar alrededor en este desorientador caos urbano para darse cuenta, como les pasa a los afganos, de que todos esos miles de millones de dólares de la corrupta ayuda exterior apenas han rozado a los pobres de la ciudad.
Miles de pequeños, niños y niñas, que deberían estar en el colegio, siguen vendiendo tarjetas telefónicas y otros artículos por las calles; los ancianos siguen aún empujando carritos de reparto con inmensas cargas entre el tráfico, y harapientos trabajadores siguen aún esperando cerca de la mezquita de Hayi Yacub una oferta por un día de trabajo. En medio de la ostentosa riqueza ilícitamente conseguida, los pobres representan la realidad más permanente, triste y profunda del país. Son el recordatorio eterno de un pueblo que ya no parece recordar quién era o quién deseaba ser.
El asesinato de Farjunda les abrió de repente los ojos. Los comentaristas afganos y extranjeros que traban de explicar el clamor que siguió a su muerte a menudo afirmaban que una nación ya traumatizada y profundamente deprimida por las inacabables guerras había vuelto a traumatizarse a causa del crimen.
Pero normalmente el trauma apaga a la víctima, entumece las emociones y embota la compasión que nos une a los otros.
El asesinato de Farjunda consiguió todo lo contrario. La gente decía que les traspasaba como un cuchillo. Que les hacía sentir de nuevo. Los hombres describían que su corazón “sangraba”. Las mujeres hablaban de haberse “vaciado” de lágrimas. Lloraban por Farjunda y por todos ellos.
Mucho antes del asesinato, las jóvenes se quejaban de que los hombres las acosaban constantemente en los lugares de trabajo y en las calles, que los hombres las trataban habitualmente con desprecio y desdén. Después del asesinato, algunas mujeres se enfrentaron a esos hombres. Otras insistían airadamente de que estaban enfermas de miedo.
Algunas incluso decían que los rostros de sus propios padres y hermanos les resultaban ahora odiosos.
Los hombres juraban que se sentían abrumados de vergüenza y que ahora reconocían en el sádico asesinato público de Farjunda la violencia privada que tantas mujeres afganas experimentaban en sus hogares.
Un féretro sostenido por mujeres
Al tercer día del asesinato, Farjunda fue enterrada en el cementerio de Kabul. Por primera vez desde que se recuerda, no fueron hombres sino mujeres quienes llevaron el féretro sobre sus hombros y lo depositaron en la tumba. Las fotografías de esa procesión se reprodujeron por todas partes. La visión era impactante y valiente y nueva.
El día siguiente se abrió con una intensa lluvia que caía atravesando un aire tan polvoriento que las primeras gotas parecían barro. Frente al Tribunal Supremo, y exigiendo justicia para Farjunda, se llevó a cabo una manifestación. Me sentía inquieta.
Hace seis años había participado en una de las primeras manifestaciones que se celebraron en Kabul organizada por mujeres. Si la memoria no me engaña, no éramos más de treinta contra la adopción de la Ley de Estatuto Personal Chií, conocida en la prensa internacional como “la ley que legaliza la violación dentro del matrimonio” por legalizar ese delito y muchos otros contra las mujeres chiíes.
Un puñado de voluntarias internacionales y nuestras colegas afganas (cubiertas de burqas o envueltas en chales para ocultar sus identidades), nos enfrentamos a una turba de cientos de hombres que gritaban obscenidades y nos arrojaban piedras. Un cordón de la policía afgana nos rodeó y nos protegió donde nos manifestábamos.
No puedo recordar siquiera si nos dirigimos a algún lugar y sin embargo tan sólo haber sobrevivido sin daños de consideración representó una especie de victoria. Las mujeres afganas, cada vez de forma más numerosa, han celebrado desde entonces muchas otras manifestaciones, a cara descubierta, portando pancartas en las que mostraban su derecho a ser persona. Sin embargo, estaban solas y sus vidas siguieron lo mismo.
Esta manifestación por Farjunda ofreció algo muy diferente. Miles de hombres y mujeres se manifestaban juntos bajo una llovizna incesante.
Llegaban a título individual y en grupos, representando a todo tipo de organizaciones de la sociedad civil afgana. Yo marché con las compañeras de una organización de mujeres afganas que ayuda a las supervivientes de la violencia y los malos tratos. A nuestro lado iba un grupo de universitarios, de académicos de estudios islámicos.
Nuestros cánticos –más sonoros en farsi- resonaban: “Farjunda es nuestra hermana”, “Justicia para Farjunda”, “No hagas un mal uso del Islam”, “El Islam favorece la humanidad, no la crueldad”, “Stop a la violencia contra las mujeres”, “El silencio es un crimen”.
Un joven me dio un cartel hecho en casa, un cartel de cartón pegado a un palo que decía “Castigo para los asesinos”. Lo llevé conmigo hasta que la lluvia lo deshizo (como hicieron los afganos, habitantes del desierto, que me rodeaban, poco familiarizados con los impermeables).
Frente a la larga valla de hierro que protege el tribunal, cien o más hombres se alineaban hombro con hombro, con los rostros serios y en silencio. La mayoría parecían ser trabajadores corrientes, harapientos y empapados, pero en posición de firme y envueltos en los pañuelos verdes de los martirizados en homenaje a la mujer asesinada.
De vez en cuando, a lo largo de fila, se habían colocado retratos de Farjunda, tan altos como los hombres que los sostenían. En la foto llevaba la abaya negra pero su rostro iba descubierto. Parecía mirar con asombro a los miles de seres que pasaban gritando su nombre. Ella estaba presente en su propio desfile. Marchamos durante horas yendo y viniendo alrededor del tribunal, una y otra vez.
Por fin había una prueba pública de una verdad elemental que los hombres de traje de Washington, los hombres estadounidenses para quienes los “derechos de la mujer” no son sino un cínico eslogan, parecen ser eternamente incapaces de comprender: detrás de cada mujer afgana afirmando su derecho a estudiar o trabajar o rezar donde le plazca hay un hombre u hombres que le permiten salir de casa.
Allí, en la marcha, íbamos mujeres modernas de ideas afines y hombres hartos del militarismo y la corrupción que han enriquecido a los criminales de guerra, han empoderado a los mulás fundamentalistas y convertido en un peligro a los jóvenes: jóvenes sin educación, sin trabajo, sin dinero para poder conseguir una esposa y sin gran cosa que hacer salvo masacrar sádicamente a una mujer inocente en nombre de su Dios por defender un libro que no pueden leer.
Impunidad, cambio y una hermana martirizada
A su regreso a Kabul, el presidente Ghani condenó el asesinato de Farjunda y convocó a su familia a palacio para ofrecerles sus condolencias. El presidente ejecutivo de Afganistán Abdullah Abdullah llamó a la familia a su hogar y denunció el “odioso crimen”. Los comisionados también habían visitado a la familia en el curso de su investigación y las mujeres habían estrechado entre sus brazos a la afligida madre de Farjunda.
No fue un duelo habitual porque los acontecimientos de los anteriores diez días habían dejado muy clara la verdadera lucha que se libra en el corazón de la sociedad afgana, una lucha que, en todos estos años, Washington no había conseguido comprender en absoluto. Mientras los estadounidenses, que habían perdido hace mucho tiempo de vista a al-Qaida, seguían inmersos en una guerra civil contra los extremistas islamistas de los talibanes (facilitada por Pakistán), también llevan manteniendo en el poder desde hace más de una década a sus antiguos amigos extremistas islamistas de los muyahidines.
Estos eran los señores de la guerra de la lucha contra los soviets de la década de 1980 a los que el presidente Ronald Reagan había aclamado, como es bien sabido, como los “combatientes por la libertad”. Todos esos años, EEUU había estado apoyando a una parte contra la otra, que eran siniestramente parecidas en sus egoísmos, privilegios patriarcales y fundamentalismo religioso. Habían apoyado al presidente Hamid Karzai contra sus “enojados hermanos”, como él les llamaba, los talibanes.
Ahora, con la muerte de Farjunda, la sociedad civil de Kabul tomó las calles para revelar lo que había sido siempre la verdadera disputa: una lucha entre mulás islamistas ultraconservadores y los señores de la guerra, aferrados no sólo a la fe sino al poder, y hombres y mujeres islámicos progresistas intentando colocar a Afganistán en el mundo moderno. No el mundo laico de Occidente, sino un nuevo mundo afgano que recuperaría los antiguos valores de antes de las guerras de un Islam pacífico, humano, más justo y tolerante.
La comisión se reunió en el palacio para discutir el borrador de sus hallazgos con el presidente Ghani. Mientras este estaba fuera, cosas inimaginables habían acaecido en Kabul. La sociedad civil había adoptado una posición y una enorme cantidad de kabulíes de a pie, quizá incluso una mayoría, se había manifestado para repudiar a las autoridades políticas y religiosas ultraconservadoras que habían celebrado el asesinato de Farjunda. No obstante, Ghani recordó a los comisionados los riesgos que se corrían de alterarse el frágil equilibrio de la sociedad afgana, especialmente ahora, sin un gobierno aún nombrado y con las bombas explotando por todas partes. ¿Qué pasaría si el informe de la comisión presidencial añadía más fuego a la ya hirviente disputa entre la sociedad civil, con su interés en un gobierno limpio y transparente, en el imperio de la ley y en los derechos humanos, y el poder profundamente arraigado de los clérigos islamistas ultraconservadores? ¿Podría provocar eso una confrontación violenta? Y en caso de tal enfrentamiento, ¿ganarían los aparentemente indestructibles islamistas no islámicos?
Los mulás fundamentalistas extremistas llevan un siglo amenazando las moderadas inclinaciones sufíes de los afganos. En 1929, el rey Amanullah prohibió a los clérigos ultraconservadores de la escuela india Deobandi del país, denunciándoles como “personas malas y perversas” que extendían propaganda extranjera. Pero el modernizador rey, de los primeros defensores de los derechos de la mujer, fue obligado a abdicar y los mulás ultraconservadores retornaron. (En la actualidad, el líder de los talibanes, el mulá Omar, aunque no está totalmente calificado como tal, es el Deobandi más famoso de Afganistán.)
En 1959, cuando el rey Zahir Shah autorizó que las mujeres se quitaran el velo, su primer ministro, Daud Jan, tomó la preocupación de meter en la cárcel a todos los mulás ultraconservadores, diciendo que les liberaría si eran capaces de encontrar un pasaje en el Corán que requiriera que las mujeres se velaran. (No pudieron.) Muchos años después, por razones no conocidas, Daud derrocó al rey, sólo para ser él mismo derrocado y asesinado en un golpe que llevó a los comunistas al poder: El resultado: poco más de 20 años después de que el rey Zahir Shah se pusiera del lado de la modernidad, EEUU y Arabia Saudí estaban financiando la vuelta del exilio en Pakistán de siete partidos islamistas ultraconservadores de muyahidines.
El director de la CIA William Casey, católico conservador, creía que los islamistas conservadores serían los aliados ideales en el combate de la Guerra Fría contra los “comunistas ateos” de la Unión Soviética. De esa forma, con el ansia estadounidense de dar a los rusos su propio Vietnam”, la Guerra Fría se convirtió en caliente, por poderes, en Afganistán. Treinta y cinco años después, muchos de aquellos antiguos y avejentados apoderados de los EEUU todavía ostentan el poder como miembros del gobierno afgano, como miembros de los talibanes e incluso, con mayor contundencia aún, como autoridades de una deformada y punitiva versión del Islam que ha dominado la vida social y política del país durante toda la ocupación estadounidense.
Pero para muchos afganos, la conmoción nacional que supuso el asesinato de Farjunda fue una especie de punto de inflexión. Frozan Marofi, defensora de las mujeres desde hace mucho tiempo, escribió en el Guardian sobre su recién hallada esperanza para su país: “La gente de todo Afganistán, en Badajshan, en Herat, en Bamiyán, todos están diciendo que el asesinato de Farjunda ha sido alto horrible. Incluso los talibanes han aparecido diciendo que no era nada bueno”. Nader Naderi, antiguamente miembro distinguido de la Comisión Afgana Independiente por los Derechos Humanos, estuvo de acuerdo. “Este es un punto inflexión por las libertades civiles que es muy real”, insistió. “Será difícil volver al anterior statu quo cuando sólo los autoproclamados líderes religiosos pretendan mantener el campo de lo moral a expensas de la justicia y la constitución. Si esta lucha continúa, el resultado será lo que el país necesita, dejar claro el imperio de la ley, y que la religión entienda cuál es su lugar dentro del contexto de la ley”.
Al mismo tiempo, mil clérigos islamistas se reunieron en el lugar del asesinato de Farjunda para denunciar a la sociedad civil y lanzar una advertencia al gobierno de Ghani: Que si no silenciaba a los defensores de los derechos humanos de las mujeres y el imperio de la ley, los clérigos retirarían su apoyo con los consiguientes “consecuencias adversas”. ¿Cómo podrían ser de malas esas consecuencias adversas? El Islam, en Afganistán, está representado por los ulemas, un grupo de estudiosos de elite como los que designó el presidente Ghani para la comisión de investigación, y por un grupo de clérigos mucho más amplio que incluye a muchos autonombrados mulás que son analfabetos y que mantienen puntos de vista no islámicos extremos y violentos y que se identifican a sí mismos como ulemas. Esos hombres dominaron el encuentro.
Un mulá proclamó en la reunión: “Yo le digo a Ashraf Ghani y a la sociedad civil que sean obedientes… la pistola está aún en manos del mulá. Los ulemas necesitan tan solo una fatwa para derribar… a este gobierno”. Otro clérigo pidió que se castigaran a los medios de comunicación por insultar a los ulemas en la información sobre el asesinato de Farjunda. Si los insultos continúan, advirtió, “se matará a las mujeres de forma mucho más atroz… y mucha gente será eliminado de una forma aún mucho peor. Así pues, que nadie se atreva a levantar la voz… Si valoras tu vida, cierra la boca”.
Al final, esta reunión de “ulemas” emitió un comunicado que contradecía directamente el punto de vista de los estudiosos islámicos de la comisión presidencial: el asesinato de Farjunda estaba justificado, decía el comunicado, porque la “acción de los asesinos partía de la intención de proteger el Corán y los preceptos divinos”. Los ulemas ordenaban también al gobierno que se adhiriera a la crítica cláusula en la Constitución que afirmaba que la Sharia está por encima de todas las demás leyes. El presidente ejecutivo Abdullah Abdullah se apresuró a reunirse con los amenazantes clérigos. (No se ha revelado el contenido de su conversación.)
Al día siguiente, cuando la comisión entregó su informe final, incluía una demanda conciliatoria: que tanto los ulemas como los activistas de la sociedad civil “condenan de forma conjunta y clara las declaraciones irresponsables bajo el nombre de la sociedad civil o de la sociedad espiritual que tratan de incitar a la gente a la gente a la algarada e inestabilidad”.
Sin embargo, los medios de comunicación eligieron como titular la conclusión más importante de la comisión: Farjunda era inocente.
Parecía un extraño colofón para una historia de asesinato a sangre fría, centrado al parecer en el carácter de la víctima en vez de en la conducta de los asesinos. Pero esto es Afganistán, donde “inocente” significa sólo que Farjunda, decididamente, no había quemado ningún Corán. Lo que los medios no informaron fue de la explicación de los expertos de la Sharia sobre el aspecto esencial: que incluso si una mujer quema un Corán, la ley islámica prohíbe que se la mate.
Alguien decidió que era mejor que la gente se quedara sin esa información. Una de las cadenas más populares de la televisión añadió su aportación propia de desinformación contradictoria de los hechos a su noticiero nocturno, informando de un sorprendente invento: que dos de los diez comisionados encontraron que el asesinato de Farjunda estaba completamente justificado.
Pocos días después, Amnistía Internacional publicaba un importante informe sobre el fracaso del gobierno afgano –el anterior gobierno de Karzai- a la hora de proteger a los hombres y mujeres que en la vida pública defendían los derechos humanos de la mujer.
Durante la última década, esas valientes mujeres –funcionarias provinciales, locutoras de radio y televisión, políticas, trabajadoras de la ayuda humanitaria y abogadas de las mujeres- habían sido asesinadas, una tras otra, sin que mediara investigación ni comentario alguno por parte del gobierno de Karzai.
Las mujeres que sobrevivieron en ocasiones perdieron a maridos e hijos por culpa de los asesinos. Muchas de esas mujeres se vieron obligadas a huir del país, mientras otras han continuado con su labor, mudándose de casa en casa sólo un paso por delante de sus acosadores.
La mayoría de las defensoras muertas de la mujer habían sido asesinadas por los talibanes, pero otras habían caído bajo las garras de poderosos señores de la guerra y justicieros ultraconservadores, tanto de dentro como de fuera del gobierno.
En los cincuenta casos investigados por Amnistía Internacional, las mujeres amenazadas de muerte habían pedido protección repetidamente y el gobierno se la había negado, algo que de forma rutinaria concedía a los hombres públicos. AI concluía: “Esta institucionalizada indiferencia por parte de las autoridades ante las amenazas, acoso y ataques a que se enfrentan los defensores de los derechos humanos de la mujer es el resultado de las débiles estructurales estatales, especialmente dentro de la judicatura y las agencias de seguridad y de cumplimiento de la ley. Todo ello reforzado por una duradera cultura de la impunidad…”
Esa “cultura de la impunidad” no se materializó de la nada. Ni tampoco fue una consecuencia necesaria de la “cultura de la violencia” instilada por las largas guerras. Más bien había sido algo cultivado durante una década por un gobierno que simplemente no prestaba atención alguna a la masacre de las mujeres. Indiferencia elevada a política e implícitamente afirmada por EEUU en 2011, cuando la agencia de la ayuda exterior de Washington, la USAID, dejó caer las “cuestiones de género” a la parte inferior de su lista de prioridades, mientras un anónimo portavoz del Departamento de Estado “bromeaba” sobre deshacerse de los proyectos de ayuda que tuvieran como objetivo apoyar y defender a las mujeres: “Todas esas mascotas de piedra en nuestra mochila”, dijo, “estaban arrastrándonos hacia abajo”.
En cuestión de meses, el presidente Karzai había sancionado un “código de conducta” medieval para las mujeres, redactada por el consejo de ulemas, que en sus principales puntos contravenía directamente la Constitución afgana, el derecho penal afgano, y la CEDAW (siglas en inglés de la Convención Internacional para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer), de la cual Afganistán (aunque no EEUU) es signatario. A partir de ese momento, el ritmo de los asesinatos de las mujeres en la vida pública fue repuntando velozmente, mientras la incidencia de la violencia contra las mujeres normales y corrientes aumentaba a una velocidad extraordinaria.
En 2014, subió más de un 24% sobre el año anterior. La cultura de la impunidad había arraigado de tal forma en la vida afgana durante los últimos años que parecía como si cualquiera pudiera asesinar a una mujer, reclamar el mérito en público por la hazaña y marcharse libre, aún más desafiante que antes.
Imagínense entonces la consternación de los asesinos de Farjunda cuando fueron arrestados por el mismo tipo de cosas por las que, hasta donde ellos podían recordar, otros hombres se habían ido de rositas. Poco después, el Ministerio para el Culto y los Asuntos Religiosos elevó el estatuto de la mujer muerta a “Mártir-Hermana”, convirtiendo oficialmente a Farjunda de un símbolo de los derechos de la mujer a una mártir de la causa del Islam.
¿Qué podía significar eso, que la figura principal en esta batalla pública había pasado del dominio de lo laico al de lo religioso? ¿Qué implicaría su estatuto de mártir en la defensa legal de sus asesinos que se habían erigido en defensores del sagrado Corán? ¿Iban a ahorcarles o, tras pensarlo bien, iban a proclamarles ghasi, guerreros-mártires por el Islam?
El 2 de mayo, cuando empezó el juicio de los acusados de asesinato, las preguntas y los rumores se multiplicaban, aunque el escenario de la protesta cambió de las calles y mezquitas a un tribunal televisado.
Eso en sí mismo fue ya un hito: aparentemente, un triunfo de la transparencia judicial. Cualquier afgano con acceso a un televisor podría ver por sí mismo la banda de hombres esposados colocados juntos en el banquillo y oír los nombres de los sospechosos todavía ocultos leídos ante el tribunal por orden del juez.
Cualquiera podría escuchar las preguntas hechas por turno a los prisioneros y enterarse de las extraordinarias respuestas. El hombre alto admite que lanzó la piedra grande sobre la cabeza de Farjunda y dice que lo siente. Otros se muestran menos próximos y menos arrepentidos. Algunos dicen sin convicción que nunca estuvieron allí.
Hace varios años, un periodista compañero mío presenció en Kabul un juicio penal impresionantemente ordenado que se probó había sido puesto en escena sólo para beneficio del acusado. Pero este juicio televisado parecía ser algo real, apresurado e ingobernable: un proceso intencional de lo que podríamos llamar, siendo extraordinariamente optimistas, el imperio de la ley. Pero el juicio era más notable por su velocidad. Como el crimen mismo, el juicio fue un proceso apresurado para poner fin a todo.
El tribunal escuchó el testimonio el primer día de diez hombres acusados de asesinato, y después de sólo un día más de procedimiento, el juez Safiullah Mojadedi procedió a pronunciar sentencia para los treinta hombres acusados de tomar parte en el crimen. Sentenció a la horca a cuatro de los hombres, incluido el vendedor ambulante de tawizque había acusado a Farjunda y a un funcionario del servicio de inteligencia afgano que había alardeado en Facebook de haber tomado parte en el asesinato.
Sentenció a otros ocho acusados a 16 años de cárcel, aunque todo el mundo sabe que las sentencias largas se reducen habitualmente bastante en apelación y que se pueden comprar plazos más cortos.
Absolvió a ocho acusados de diversos cargos de asalto, asesinato e incitación a la violencia.
Separó y aplazó los casos de diecinueve agentes de la policía acusados de negligencia en el servicio. Al menos cuatro de los asesinos principales, fotografiados en el acto del asesinato, están desaparecidos.
Como era de prever, el juicio no satisfizo a nadie. Demasiado ligero para algunos, demasiado duro para otros, y demasiado rápido para ser justo. Pero coincidió perfectamente con una predicción escuchada a menudo en Kabul antes de que empezara el juicio: colgarán a unos cuantos y dejarán libre al resto. Esta no era la primera vez que un caso controvertido no se resolvía en función de las pruebas, sino a partir del poder relativo de los contendientes, dando algo a ambas partes y justicia a ninguna.
¿Queréis el imperio de la ley? Ahí lo tenéis.
Bien, tal vez no del todo. Y sin duda no será el fin de la historia. Cuando los afganos entierran a sus muertos, colocan una piedra sobre la tumba por si quien allí yace intenta salir, tropiece con ella y recuerde que ese es el lugar donde debe permanecer. Pero Farjunda, la Mártir-Hermana, no va a resignarse.
Desde 2002, Ann Jones viene trabajando periódicamente con organizaciones de mujeres en Afganistán. Es autora de Kabul in Winter: Life Without Peace in Afghanistan y, más recientemente, de They Were Soldiers: How the Wounded Return from America’s Wars -- the Untold Story. Vive en Oslo, Noruega.