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El bloqueo de Cuba: crimen y fracaso

De cómo crear un Blackwater afgano


La verdadera guerra de Afganistan

De cómo crear un Blackwater afgano

Introducción de Tom Engelhardt

El otro día, mientras leía el New York Times, me topé con este titular: “Poderoso jefe de policía afgano ultimado en Kabul”.

 Se llamaba Mutiullah Khan. Analfabeto, alguna vez había sido “comandante de patrulla de autopista” en una oscura provincia del sur de Afganistán y ahora asesinado en un “premeditado ataque suicida con bomba” en una calle de la capital; entonces ¡me di cuenta de que yo conocía a ese hombre! Dado que nunca estuve a menos de algunos miles de kilómetros de Kabul, ciertamente yo no lo conocía en la acepción normal de la palabra. 

Yo había, podríamos decir, compilado a Mutiullah Khan. Él había pertenecido a esa camada de nuevos señores de la guerra que se enriquecieron y ganaron poder acercando su ambición a la guerra que Estados Unidos y al personal militar estadounidense enviado allí para combatirla. Khan, en particular, hizo sorprendentes sumas de dinero mediante la formación de un “Blackwater afgano”, una agencia de protección de los convoyes estadounidenses que llevan mercaderías a las lejanas bases de EEUU y puestos de avanzada en el sur de Afganistán, es decir, una “pistola de alquiler” –de hecho, muchas pistolas–. 

Khan se convirtió en el protector y benefactor de una notable mujer afgana que es el personaje clave de No Good Men Among the Living: America, the Taliban, and the War Through Afghan Eyes, el libro de Anand Gopal que yo compilé y publiqué en la serie del American Empire Project, que coadministro para la editorial American Books. 

No exagero cuando digo que durante años Gopal cubrió la guerra de Afganistán como ningún otro periodista occidental lo ha hecho.

 Él pasó mucho tiempo conversando con aliados del presidente Hamid Karsai y con un comandante talibán, con señores de la guerra y con tipos de Operaciones Especiales de EEUU, con políticos y con amas de casa. 

Ha recorrido el Afganistán rural como pocos informadores estadounidenses han sido capaces de hacerlo. 

En ese trabajo, Gopal hizo un descubrimiento ciertamente asombroso, algo que todavía debe ser asumido aquí entre nosotros. 

En pocas palabras, en 2001, los invasores estadounidenses encargaron a al-Qaeda que combatiera y aplastara a los talibanes.

 Desde la mayor parte del liderazgo de EEUU hasta sus soldados de infantería, los talibanes estaban todos ellos preparados, incluso impacientes, para abandonar las armas, volver a sus aldeas y que les dejaran en paz.

 Para decirlo de otro modo, todo estaba acabado. Solo había un problema. Los estadounidenses, embarcados en la misión de Washington consistente en ganar la Guerra Global contra el Terror, sencillamente no podían dejar de luchar.

 Con su incapacidad para captar la realidad de la situación, obligaron a los talibanes a regresar al campo de batalla; fue así que crearon una insurgencia y una guerra que no podrían ganar. 

La primera reacción al libro de Gopal, publicado en abril del año pasado, fue apagada. Esto no es sorprendente, ya que las noticias que el libro puso sobre el tapete no eran precisamente un mensaje agradable en EEUU. 

Sin embargo, en meses recientes, el libro ganó tirón: empezaron a conocerse comentarios positivos; Roy Stewart lo eligió como el libro del año en el New Statement (“Anand Gopal ha escrito la mejor obra de investigación periodística sobre Afganistán de los últimos 12 años”); fue finalista del National Book Award y ahora también lo es para el premio Helen Bernstein a la excelencia en periodismo de la Biblioteca Pública de Nueva York. Otra sorpresa; el libro acaba de recibir el prestigioso premio Ridenhour de 2015 (“Mediante una mezcla de intrépido periodismo y aguda mirada –incluso una atractiva prosa– vemos y podemos entender de verdad la violencia y la tragedia de nuestra guerra más prolongada”). 

Entonces, gracias a Metropolitan Books, hoy podemos ofreceros un anticipo de un esclarecedor trabajo informativo sobre la Guerra de Afganistán.

 Aquí, extraído de No Good Men Among the Living..., está lo que se sentía cuando la guerra que el Afganistán rural daba por terminada aunque no era así, cuando los estadounidenses no pudieron parar de disparar sus armas y una nueva tanda de señores de la guerra afganos empezó a utilizar la guerra contra el terror de Washington para sus propios fines. La lista de vidas rotas, entre las cuales la muy reciente de Matiullah Khan, ya tiene 13 años y es interminable. 

* * * 

De cómo la fantasía estadounidense de conflicto creó el desastre de Afganistan 

[Este ensayo está extraído del capítulo cinco del libro de Anand Gopal No Good Men Among the Living: America, the Taliban, and the War Through Afghan Eyes. TomDispatch.com lo presenta aquí con la amable autorización de Metropolitan Books.] 

El cielo cuajaba en gris y el viento soplaba frío y racheado mientras los hombres se apretaban en la vieja gasolinera al borde de la carretera. Empezaba diciembre de 2001 y en Band-i-Timor estaba amaneciendo; cientos de campesinos con turbante estaban sentados y pensativos, sopesando la opción que tenían ante ellos. Una vez habían sido la espina dorsal del apoyo al Talibán, el movimiento que había surgido no lejos de aquí y muchos de ellos habían enviado a sus hijos para lucharan en primera línea. Pero en 2000, el mullah Omar había decretado que el cultivo de opio era contrario al islam, y policías con látigo se ocuparon de que la producción parara casi de la noche a la mañana. Band-i-Timor había sido la tierra del opio desde tiempos inmemoriales, pero ahora los campos estaban en barbecho y los niños pasaban hambre. Con los tiempos de los talibanes después de la invasión de EEUU, la atmósfera estaba madura para el cambio. Pero, ¿podían fiarse de los estadounidenses o de Hamid Karsai? 

Un frágil anciano, Hajji Burget Khan, se puso de pie para hablar. Legendario guerrero y héroe y jefe de la poderosa tribu Ishaqzai, Burget Khan imponía respeto como pocos allí. “Él era un inspirado jefe”, me dijo más tarde un anciano de la tribu, “tan puro como la lluvia que cae del cielo.” Era también un consumado pragmático; con los años había forjado alianzas en todo el espectro político, incluso con los talibanes. Ahora estaba encomiando las virtudes del recién llegado orden estadounidense. Habría trabajo, decía, y habría desarrollo. Y, lo más importante, los campesinos serían dejados tranquilos para hacer lo que siempre habían hecho. 

Después, un segundo anciano se dirigió a la audiencia. Una generación más joven y algo más fornido que Burget Khan, Hajji Bashar era el jefe de la políticamente importante tribu Noorzai, un magnate de la frontera que había hecho muchos millones contrabandeando opio. Al igual que Burget Khan, tenía la habilidad de apostar por el caballo ganador –había sido uno de los primeros financistas de los talibanes–; ahora insistía en que con la riqueza y el poder de los estadounidenses de su lado, el futuro no podía ser más brillante. 

Por primera vez en años, la esperanza penetró en la mente de los campesinos pobres de Band-i-Timor. El consejo Talibán local de clérigos fue anulado e invalidado, y en su lugar los asistentes nombraron un nuevo consejo formado por representantes de todas las tribus Maiwand. Hajii Bashar fue nombrado gobernador del distrito y el jefe de policía fue despedido sin dilación. Efectivamente, se trató de un golpe sin derramamiento de sangre; el resultado: la autoridad talibán era reemplazada por una administración amiga de EEUU. A pesar de que Maiwand tendría muchos gobernadores en la década que empezaba, solo este –los campesinos lo dirían durante los años siguientes– les pertenecía de verdad. 

El reseco desierto de Maiwand empezó a mostrar signos de vida. Escuelas y clínicas, ignoradas desde hacía tiempo por los talibanes reabrieron sus puertas. Llegaron trabajadores para reparar los canales y sistemas de riego. Paso a paso, los mayores los mayores se dedicaron a ayudar a que el nuevo gobierno empezara a funcionar por sí mismo. Hajji Burget Khan convenció a cientos de ex combatientes talibanes de que declararan su acatamiento al gobierno de Karsai. 

Era algo tan viejo como las mismas guerras: aquellos hombres, así como se habían volcado hacia el Talibán, ahora –por pura supervivencia– apostarían por el nuevo poder. Hajji Bashar entregó al gobernador de Kandahar 15 camiones cargados de armas, entre ellas cientos de lanzamisiles y misiles antiaéreos, que había recogido del arsenal de los antiguos talibanes. 

De hecho, a Bashar, que albergaba la ambición de convertirse en un actor nacional, le faltó tiempo para encontrar su camino hacia los estadounidenses. Inició contactos con ellos tan tempranamente como noviembre de 2001 –con los talibanes aún en el poder– mediante encuentros clandestinos con oficiales de EEUU. 

Después, en enero de 2002, se apareció por una base estadounidense y pasó algunos días contando a los oficiales todo lo que sabía sobre el Talibán. Su logro máximo se produjo un mes después, cuando ayudó a convencer al otrora ministro de relaciones exteriores talibán y nativo de Maiwand, Mullah Mutawakkil, que se rindiera a las fuerzas estadounidenses, haciendo de él uno de los talibanes de más alto rango detenido por EEUU. 

La rendición del Talibán 

En realidad, la deserción de Mutawakkil fue apenas la última de una avalancha de oficiales talibanes que trataban de cambiar de lealtad. Un mes después de su derrumbe oficial, el movimiento Talibán había dejado de existir. Cuando algunos clérigos religiosos iniciaron una campaña de recogida de fondos para conseguir que el Talibán volviera a ponerse de pie para lanzar la yihad contra los estadounidenses, fue rechazada rotundamente por el liderato Talibán. “Queremos decirle al pueblo que el sistema talibán no existe más”, declaró a los periodistas Agha Jan Mutassim, ministro de economía del régimen caído y confidente del Mullah Omar. “No debe haber donaciones a nombre del Talibán.” Y añadió: “Si en Afganistán se establece un gobierno estable, nosotros no tenemos intención de lanzar acción alguna en contra de él”. 

Khalid Pashtoon, portavoz del nuevo gobierno de Kandahar, declaró: “Los ministros y funcionarios importantes del Talibán están viniendo uno a uno para rendirse y unirse a nosotros”. Entre ellos, los ministros de defensa, de justicia, del interior, del vicio y la virtud, de información, de industria y de economía, en efecto, todo el gabinete Talibán, los jefes militares clave y los gobernadores más importantes; los diplomáticos y los funcionarios que habían trabajado con el Mullah Omar. 

La avalancha de rendiciones no reconocía diferencias ideológicas: los jefes de la tristemente célebre policía religiosa armada de látigos fueron de los primeros en desertar. Un grupo de ex oficiales talibanes incluso anunció que estaba formando un partido político para participar en futuras elecciones democráticas. “Estamos asesorando a Hamid Karsai”, dijo el líder del grupo. “Nosotros le apoyamos.” 

Con su rendición, el Taliban estaba siguiendo las pautas que habían marcado los políticos afganos en la mayor parte de los 20 años previos. Después de la retirada soviética, muchos comunistas afganos cambiaron su distintivo y pasaron a ser islamitas y se unieron a los muyahidines. Durante la guerra civil, las distintas facciones cambiaron de lealtades sobre la base del más puro pragmatismo. A la llegada del Talibán a la escena, los señores de la guerra del cinturón pashtún se habían retirado, huido, o unido a él. Ahora era el turno de los talibanes; a medida que un miembro del movimiento tras otro se sometían a la autoridad de la administración Karsai empezó a surgir la posibilidad de un orden político verdaderamente inclusivo. 

Durante mucho tiempo Karsai manifestó su deseo de convocar una Ioya jirga, una gran asamblea de ancianos, para elegir un gobierno de transición. La idea se abrió paso por todo el país. En el estadio de fútbol de Kandahar (usado durante el régimen Talibán como lugar para las ejecuciones), miles de campesinos y dignatarios llenaron las gradas congregados para la jirga. Se elegirían delegados de cada uno de los más de 300 distritos. Como era previsible, en Maiwand fue elegido el venerado Hajji Burget Khan, a pesar de su avanzada edad. “Nos sentimos como si hubiésemos vuelto a nacer”, recordaba Kala Khan, un anciano tribal compañero de Burget Khan. “No había nada que no pudiéramos conseguir.” 

El ataque de Estados Unidos 

La primavera llegó a Band-i-Timor y florecieron las acacias y se espesaron los bosquecillos de granados, por primera vez en años los campos mostraban el color rosado brillante de las flores de amapola. No lejos del río, dominando esos campos, se levantaba un gran rectángulo de construcciones de adobe; había coches y jeeps aparcados y docenas de campesinos daban vueltas por ahí. 

Era la casa de Hajji Burget Khan, que estaba ocupado día y noche recibiendo a miembros de tribus Ishaqzai que llegaban de otros distritos, otras provincias, incluso de sitios tan distantes como Pakistán. Venían para presentar sus respetos la octogenario líder; era usual que Abdullah, el chofer de la familia, fuese despachado para acompañarlos hasta la parada del autocar. 


Una cálida noche de mayo, Abdullah estaba durmiendo en el patio cuando lo despertó una estruendosa explosión. Al levantar la mirada una enceguecedora luz blanca ocupaba el espacio donde había estado la entrada del patio. Unas sombras corrían hacia él. Abdullah se lanzó hacia la casa de los huéspedes gritando que estaban siendo atacados. Dentro, Hajji Burget Khan ya estaba despierto; había estado tomando té con unos visitantes antes de la plegaria del amanecer. Su guardaespaldas, Akhtar Muhammad corrió hacia el patio disparando su arma a ciegas. Antes de que pudiera darse cuenta de qué pasaba, había sido derribado y dos o tres hombres lo habían inmovilizado. Lo esposaron, le vendaron los ojos y lo patearon una y otra vez. Akhtar oía gritar en una lengua que no podía entender. 

Hajji Burget Khan y Hajji Tor Khan, el padre de Akhtar Muhammad, corrieron hacia el patio con otros invitados y trataron de llegar a la casa principal. Fue entonces, mientras la primera luz de la mañana iluminaba el complejo, cuando vieron a hombres armados junto a las paredes de adobe; llevaban uniforme de combate, gafas y casco. Eran soldados de EEUU. Sonaron unos disparos y Hajji Tor Khan cayó. Antes de que Hajji Burget Khan pudiera reaccionar, también él fue tiroteado. 

Cerca de allí, unas mujeres se acurrucaban en las habitaciones, escuchando. Nunca antes su casa había sido violentada por extraños, ni durante la ocupación rusa, ni en la guerra civil, ni bajo el régimen Talibán. Una de las mujeres cogió una pistola y corrió hacia el patio para defender a su familia, pero los soldados le arrancaron el arma de sus manos. Entonces apareció un soldado con un intérprete afgano y ordeno a las mujeres que salieran. Era la primera vez en su vida que ellas salían de la casa sin un mahrem. Las maniataron y les pusieron una cadena en los pies, algunas de ellas fueron amordazadas con un trozo de turbante. El grupo fue luego arreado dentro de un aljibe seco detrás del complejo. Mientras rompía el nuevo día y los aldeanos iban saliendo al aire de la mañana, los gritos de las mujeres recorrían el campo y las casas de adobe como para que jamás fueran olvidados. 

Los soldados se quedaron varias horas. Recorrieron una a una las casas de la aldea, hicieron salir a los hombres y los concentraron en campo abierto. Allí estaba tendido Hajji Burget Khan, aferrándose a la vida. En cierto momento, él y el resto de los hombres –eran 55, casi la totalidad de la población adulta masculina de la aldea– fueron cargados en helicópteros y camiones y llevados lejos de allí. 

La creación del Blackwater afgano 

La tesis central del fracaso de EEUU en Afganistan –aquella que escucharéis de boca de los políticos y los expertos, e incluso de los estudiosos– fue presentada sucintamente por el secretario de estado adjunto Richard Armitage: “La guerra de Iraq vació de recursos a Afganistán antes de que las cosas estuviesen controladas”. Desde este punto de vista, la invasión estadounidense de Iraq se convirtió en una distracción crucial de las acciones estabilizadoras realizadas en Afganistán; el resultado de ello fue un vacío en la seguridad que el Talibán aprovechó en su beneficio. 

El meollo de este argumento se asienta sobre una premisa clave: que el terrorismo yihadista podía haber sido derrotado mediante la ocupación militar del país. Esta formulación nos pareció bastante natural a muchos de nosotros en la estela del 11-S. Pero quien viaje por las zonas rurales del sur de Afganistán escuchará una interpretación bastante diferente de lo ocurrido. Esa interpretación está hecha de datos aislados y destellos en las historias que cuenta la gente y en sus recuerdos de lo sucedido entonces; todo ello apunta a una contradicción enterrada en lo más profundo de la premisa básica de la guerra. 

Es posible encontrar esa contradicción plasmada en la caótica mezcolanza de polvorientos hangares, barracas y tiendas de Burger King, una instalación en la abundan las alambradas de espino, los fusileros y las jaulas de internamiento: el Aeropuerto de Kandahar –o KAF, por sus siglas en inglés, como acabó llamándose–, el centro neurálgico de las operaciones estadounidenses en el sur de Afganistán, el hogar de las SEAL (las unidades de elite de la Marina de EEUU) y los Boinas Verdes. Una base militar en un país como Afganistán es también una red de relaciones, un centro de la economía local y un actor clave en el ecosistema político. Es necesario desenredar la forma en que esta base llegó a ser lo que es para poder empezar a entender cómo es que la guerra regresó a los campos de Maiwand. 

En diciembre de 2001, una unidad de las fuerzas de operaciones especiales de EEUU irrumpió en una antigua base aérea rusa en la periferia de Kandahar. La unidad estaba acompañada de un grupo de milicianos afganos cuyo comandante, un hombre sociable y con apariencia de un oso pardo, se llamaba Gul Agha Sherzai. Se trataba de un señor de la guerra contrario al Talibán que había saltado a la notoriedad en los noventa después de la muerte de su ilustre padre, Hajji Latif, un antiguo bandido convertido en muyahidin conocido como “el León de Kandahar” (después de asumir las responsabilidades de su padre, Gul Agha había adoptado para sí el nombre de Sherzaí, Hijo del León. Casualmente, su primer nombre se podía traducir más o menos como “respetado señor Flor”).

 Con el respaldo de los estadounidenses, Sherzai se apoderó del campo de aterrizaje e inmediatamente se instaló en la mansión del gobernador; una acción que indigno a algunos, entre ellos a Hamid Karsai. 

De cualquier modo, Sherzai aportó cierto estilo a su despacho, y pronto se hizo famoso por sus discursos llenos de puñetazos, sus emotivos monólogos y sus incontrolables estallidos de risa, algunas veces todo junto en una sola conversación. 

Es posible que Sherzai no tuviera mucha experiencia en las tareas de gobierno, salvo un breve ejercicio como “gobernador” de Kandahar durante los anárquicos noventa, pero sabía cuándo se presentaba una buena oportunidad de hacer un negocio en cuanto la veía. La base aérea donde acamparon los estadounidenses estaba en ruinas y llena de malezas, había restos de mobiliario por todas partes y el suelo estaba sembrado de minas desde la época de los rusos. Pronto, uno de los tenientes de Sherzai se encontró con el sargento mayor Perry Toomer, un estadounidense a cargo de la logística y la contratación. “Empecé a hablar con él”, dijo Toomer, “y me di cuenta de que esta gente sabía cómo hacer para ese lugar empezara a funcionar.” Después de dar un paseo por la base, los estadounidenses firmaron su primera orden de compra: 325 dólares en metálico por un par de bombas de agua Honda. 

Ese sería el inicio de una larga y fructífera asociación. Gracias a los servicios de Sherzai, la pista de aterrizaje, con sus grietas y cráteres, se convirtió en una enorme base militar que creció descontroladamente y albergó a uno de los aeropuertos más activos del mundo. El aeropuerto de Kandahar crecería para convertirse en un centro clave en la guerra de Washington contra el terror; allí encontraron sitio las oficinas del comando de operaciones secretas y las grandes jaulas para los sospechosos de terrorismo destinados a ser trasladados a la prisión estadounidense de Guantánamo, en Cuba. 

Para Sherzai, el KAF no sería más que el comienzo. Con unos pocos hábiles golpes, hizo que el desierto floreciera con instalaciones estadounidenses; sus beneficios económicos fueron desmesurados. Consiguió tierras y las alquiló a la fuerzas de EEUU por millones de dólares. En medio del boom de la construcción que siguió a esto se apropió de yacimientos de grava, que vendía a 100 dólares la carga, una carga que normalmente costaría unos ocho dólares. Aprovisionó a las tropas estadounidenses con combustible para sus camiones y trabajadores para sus proyectos cargando sustanciosas comisiones al mismo tiempo que funcionaba como una agencia de empleo temporal para los miembros de su propia tribu. 

Con los beneficios obtenidos, Sherzai diversifico sus actividades y empezó a ocuparse de la distribución de gasolina y agua, de operaciones inmobiliarias, de servicios de taxi, de la explotación de minas y, lo más lucrativo de todo, del opio. Ya no era un mero gobernador; ahora era el hombre más poderoso de Afganistán. Cada mañana, las colas de suplicantes serpenteaban fuera de la mansión del gobernador. 

A medida que crecía su red de influencias, Sherzai empezó a proporcionar sicarios, hombres generalmente de su propia tribu Barakzai, convirtiéndose así en un contratista de seguridad privada, una Blackwater afgana. Y al igual que los empleados de esa famosa empresa estadounidense, los pistoleros de Sherzai vivían al margen de cualquier jurisdicción oficial. Aunque Washington destinaba fondos para la creación de un ejército nacional afgano y una policía legal, los militares de EEUU subsidiaban a los mercenarios de Sherzai, que solo eran leales al gobernador y a las fuerzas especiales estadounidenses. Algunas de estas unidades podían ser vistas con uniformes de EEUU y conduciendo camiones de plataforma fuertemente armados por las calles de Kandahar. 

De cómo combatir una guerra sin tener un enemigo 

Por supuesto, ni siquiera en el nuevo Afganistán había algo parecido a una comida gratis. A cambio de un acceso privilegiado a los dólares estadounidenses, Sherzai proporcionó aquello que las fuerzas de EEUU más necesitaban: información. Sus hombres se convirtieron en los ojos y oídos de los estadounidenses en su campaña para erradicar al Talibán y a al-Qaeda de Kandahar. 


No obstante, es aquí donde está la contradicción. Después del derrumbe del Talibán, al-Qaeda había huido del país y cada uno de sus integrantes regresó a su respectiva región tribal en Pakistán e Irán. En abril de 2002 ya era imposible encontrar un talibán en Kandahar, ni en cualquier otro sitio de Afganistán. En el ínterin, la organización había dejado de existir, sus miembros se habían retirado cada uno a su casa y rendido sus armas. Salvo unos pocos ataques de lobos solitarios, en 2002 las fuerzas estadounidenses en Kandahar no encontraron resistencia alguna; aun así las fuerzas especiales de EEUU estaban en territorio afgano con un mandato político muy claro: derrotar al terrorismo. 

¿Cómo es posible librar una guerra en la que no hay un enemigo? Ahí estaba Gul Agha Sherzai, y hombres como él en todo el país. Deseando sobrevivir y medrar, él y sus comandantes siguieron la lógica de la presencia estadounidense hasta su consecuencia más obvia. Aprovechando al máximo los perversos mecanismos de incentivación que los estadounidenses habían implementado –sin siquiera darse cuenta de ello–, Sherzai, y sus pares, crearían enemigos allí donde no los había. 

Los enemigos de Sherzai se convirtieron en los enemigos de Estados Unidos, y los estadounidenses libraron las batallas de Sherzai. Este se dedicó a empaquetar sus enemistades y envidias y les puso el rótulo de “contraterrorismo”; sus intereses comerciales eran ahora los de Washington. Y allí donde las rivalidadades no eran suficientes para que funcionara el ardid, la perspectiva de más beneficios lo consiguió (un panfleto lanzado desde un avión estadounidense en esa zona ponía: “Consiga la riqueza y el poder que nunca soñó. Ayude a que las fuerzas anti-Talibán limpien Afganistán de asesinos y terroristas”). 

En una pequeña oficina de Kandahar, durante varias horas al día, oficiales de las fuerzas especiales y la CIA estudiaban a fondo los informes de inteligencia llegados del territorio, casi todos ellos producidos por la red de Sherzai. Trabajaban en estrecho contacto con el jefe de la agencia de espionaje local, un compinche de Sherzai llamado Hajji Gulalai. Antiguo muyaidhin, había sido tan brutalmente torturado por los comunistas que había desarrollado una enfermedad en la piel por la que tenía un ayudante solo para que le rascara la espalda y le hiciera masajes. 

Con una historia como esta, la lista de los enemigos era muy larga; los estadounidenses lo sabían. Según ex soldados de las fuerzas especiales, las dos partes había llegado a un pacto informal: “Él debía darnos información”, explicaba uno, “después, le dejábamos que hiciera lo que quisiera”. Un grupo de soldados de un destacamento de las fuerzas especiales escribió en una nota colectiva que en algunas operaciones, los hombres de Gulalai “podían entrar en lugares y vengarse por algo que nada tenía que ver con la misión”. Y agregaron, “Esto pasó algunas veces. El destacamento tenía un trato con él”. 

Más allá de lo que hubieran sido antes, Sharzai y sus hombres eran ahora criaturas de un mundo en el que, como proclamara la administración Bush: “o estás con nosotros o contra nosotros”. La red de Sherzai alimentaba a las fuerzas de EEUU con información –que, en ausencia de un enemigo real, era casi toda falsa– y recogía la recompensa: un imperio de los negocios que se extendía por el desierto, ramplonas villas en el extranjero e ilimitado control político en el sur de Afganistán, Los estadounidenses, a su vez, realizaban incursiones contra enemigos fantasma, cumpliendo alegremente el mandato de Washington. 

En medio de esta prodigalidad, los agentes de Sherzai establecieron su domicilio sobre todo en un lugar: un distrito no lejos de la ciudad de Kandahar al que apodaron “Dubai”, una referencia a la metrópolis portuaria de centros comerciales y palmeras que para los kandaharíes representaba un oasis de desenfrenadas riquezas y oportunidades; su nuevo Dubai no era otra cosa que la empobrecida región desértica de Maiwand. 

“Éxito” en Maiwand 

Hajji Burget Khan y los demás prisioneros fueron llevados al KAF y metidos en jaulas metálicas colocadas unas junto a otras a la intemperie e iluminadas por brillantes luces blancas. Eran obligados a permanecer de rodillas durante horas con las manos atadas a la espalda. Algunos se desmayaban por el dolor, otros tenían insensibilizados los pies y las manos. Después los llevaron a una sala y fueron obligados a desnudarse ante los soldados estadounidenses que los inspeccionaban; en el ethos de los pashtunes, esta es una humillación difícil de imaginar. 

“Cuando nos hicieron andar desnudos delante de todos esos estadounidenses”, le contó después el prisionero Abdul Wahid a un periodista, “recé para que Dios me permitiera morir. Si alguien me hubiese ofrecido una pastilla de veneno por 100.000 dólares, yo la habría comprado.” 

La última afrenta llegó cuando aparecieron unos soldados con máquinas de cortar el pelo; uno a uno, les cortaron la barba a los cautivos. Varios de ellos rompieron a llorar; a alguno que se resistió, también le cortaron las cejas. 

A Hajji Burget Khan, jefe tribal y héroe de guerra, no volvería a vérsele vivo. Es posible que nunca se sepa la verdad de lo ocurrido en sus últimas horas. Una versión dice que murió en el viaje al KAF como consecuencia de sus heridas de bala. Otra, un despacho confidencial de la fuerza conjunta de tareas Nº 2 del ejército canadiense, que formaba parte del grupo de fuerzas especiales que realizó el ataque, declaraba que “un anciano murió mientras era custodiado” en el aeropuerto de Kandahar, “según se informó, debido a un golpe en la cabeza, lo que causó profunda pena en su aldea”. 

Los prisioneros fueron interrogados durante varios días. “No sabíamos a quiénes teníamos, pero esperábamos haber capturado a algún jefe talibán, o al menos a algunos combatientes talibanes”, le dijo a los periodistas el teniente coronal Jim Jonts, portavoz del comando centrad de EEUU. Sin embargo, pronto empezó a quedar en claro que todos los cautivos habían seguido a Burget Khan en su adhesión al nuevo orden estadounidense. Después de cinco días fueron trasladados al estadio de fútbol de Kandahar y liberados. Una multitud de miles de personas llegadas desde Maiwand, estaba allí para recibirlos y saludarlos. Algunos meses antes muchos de estos campesinos habían llenado las gradas del estadio ondeando la bandera afgana y cantando en favor de la próxima Ioya jirga. Ahora, por primera vez, el aire estaba lleno de eslóganes contra los estadounidenses. 

“Si hemos cometido un delito, ellos deben castigarnos”, gritaba Amir Sayed Wali, un aldeano ya mayor. “Si somos inocentes, nos vengaremos de esta ofensa.” El anciano tribal Lala Khan preguntaba: “¿Hay aquí alguna ley? ¿Alguien se hace responsable? ¿Quiénes son nuestros jefes, los ancianos o los estadounidenses?” 

El ataque había dejado marcas indelebles en distintos niveles. “Si tocan otra vez a nuestras mujeres, debemos preguntarnos por qué estamos vivos”. Expresó el aldeano Sher Muhammad Ustad. “La única opción que tendremos será combatir.” Ya de regreso en la aldea pudo oírse a una mujer que gritaba a sus familiares varones: “Vosotros tenéis grandes turbantes en la cabeza –la indumentaria viril pashtun por excelencia–, “Pero, ¿qué habéis hecho? ¡Sois unos cobardes! Ni siquiera sois capaces de protegernos. ¿Y decís que sois hombres?

El hijo de Hajji Burget Khan, herido en la incursión, quedó condenado a usar una silla de ruedas de por vida. El amigo íntimo de Burget Khan, Tor Khan, que había recibido cuatro disparos, murió tras una larga agonía. Los aldeanos, temerosos de que los estadounidenses lo encontraran y terminaran su trabajo, no lo llevaron al hospital hasta cerca de 24 horas después. Zarghuna, de seis años, que se despertó cuado llegaron los soldados, entró en pánico y salió en busca de sus padres; cayó dentro de un pozo de aljibe. Sus padres lo buscaron varias horas antes de encontrar su cuerpo. “Ella era la alegría de la casa”, dijo su madre. 

Oficiales estadounidenses declararon categóricamente que la misión había sido “un éxito”. Como explicó el mayor A.C. Roper “Se trata de todo un esfuerzo de la coalición para ayudar a limpiar este país de personas que están contra la paz y la estabilidad”. La confianza de Roper se basaba en informaciones que indicaban que Hajji Burget Khan se había reunido con importantes jefes talibanes. Esta acusación, se supo después, estaba en lo cierto, pero solo en su sentido más literal: él había intentado convencer a los talibanes de que apoyaran al gobierno de Karsai. La nota contra él había sido escrita casi enteramente a partir de la acusación de Sherzai y sus adeptos. “Burget Khan era demasiado independiente”, dijo Hajji Ehsan, miembro del gobierno de Kandahar. “Era tan independiente y popular que Sherzai lo veía como una amenaza.” 

En las semanas que siguieron a la matanza, las tribus Ishaqzai de los alrededores bajaron a Maiwand para ofrecer sus respetos. La comunidad Ishaqzai más amplia en Pakistán lanzó enfadadas protestas. En los años siguientes, miles de ellos serían ultimados en ambos lados, pero el recuerdo del asesinato de Hajji Burget Khan continúa vivo entre los aldeanos. 

Resurrección del Talibán 

Los hombres de Band-i-Timor no eran ajenos a la tragedia; a medida que llegaba el verano, volvieron a sus campos y se reunían cada viernes en la mezquita para conversar sobre el trabajo y las lluvias y el futuro. Entonces, una mañana de agosto, tres meses después de la muerte de Hajji Burget Khan, se enteraron de que las fuerzas estadounidenses habían atacado otra vez Maiwand; esta vez había hecho prisionera a la totalidad de la policía –95 agentes– y la tenían encerrada en un precinto. El gobierno anunció que todos los cautivos eran “al-Qaeda-Talibán”. 

La gente estaba desconcertada. “Formaban parte del gobierno”, dijo el jefe de policía de una comisaría cercana. “El gobierno pagaba sus sueldos y la comida. No entiendo cómo pudieron hacer eso.” De hecho, los agentes de policía habían sido designados por Hajii Bashar, el anciano Noorzai que había trabajado muy asiduamente para conseguir el apoyo del nuevo gobierno. Pocos días después de los arresto, una nueva unidad de policía asumió el control del recinto; todos ellos eran hombres de Sherzai. Mientras tanto, los policías prisioneros –custodiados por soldados estadounidenses– fueron golpeados; algunos sufrieron la rotura de costillas, además les quitaron sus pertenencias. Finalmente, solo fueron liberados cuando un portavoz del gobierno admitió que los oficiales “nunca tuvieron la certeza” de una conexión con militantes de al-Qaeda. En lugar de ello, el portavoz reconoció que “todas esas personas eran de la tribu de Hajji Bashar y muy leales a él”. 


El clima en Band-i-Timor continuó endureciéndose. Si el gobierno era capaz de hacer eso “a su propia gente”, dijo Amanullah, dueño de un comercio, “no hay garantía alguna de que acudirá en ayuda de la gente común. Nadie está a salvo de esto”. Algunas semanas más tarde, fuerzas de EEUU volvieron a atacar Band.i-Timor; esta vez detuvieron a Hajji Nasro, un jefe local partidario de Hajji Basha, quien se había aliado igualmente con el nuevo gobierno. 

El lazo estaba apretándose también alrededor del mismo Hajii Bashar. Al principio, él se encontraba regularmente con militares y oficiales de inteligencia estadounidenses. El objetivo, le dijo más tarde a un periodista, “era estabilizar la situación en Afganistán y demás ayudar a los estadounidenses en sus negociaciones con miembros moderados de al-Qaeda y conseguir así una reconciliación con el gobierno”. Pero ahora las cosas estaban claras: los estadounidenses en absoluto estaban combatiendo contra el terrorismo, sencillamente habían elegido como blancos a aquellos que no formaban parte de las redes de Sherzai y Karzai. Bashar y su familia huyeron a Pakistan para esperar que se asentara la polvareda. 

De no haber sido por su insaciable ambición de labrarse una posición en el gobierno de Afganistán, la historia de Bashar podría haber acabado aquí. Hacia 2005, él reiniciaría contactos con los estadounidenses, esta vez a través de una empresa privada que trabajaba con la FBI. Después de tomar té en una serie de reuniones en Dubai y Pakistán, él dio comienzo a algunos de sus negocios con la esperanza de conseguir el apoyo de Occidente para sus aspiraciones políticas. 

Sin embargo, los funcionarios de EEUU tenían otros planes. Los burócratas de la administración Bush habían confeccionado una lista de los barones de la droga más buscados en el ámbito internacional que pudieran representar una amenaza para los intereses de EEUU. Cuando Bobby Charles –ayudante del secretario de estado– vio la lista, preguntó: ¿Por qué no tenemos a ningún afgano en la lista de los barones de la droga? Ciertamente, este era un problema espinoso, ya que algunos de los más poderosos cerebros afganos del mundo de la droga –entre ellos, Gul Agha Sherzai y Ahmed Wali Karsai, hermano del presidente– eran aliados de Washington; en algunos casos, incluso estaban pagados por los estadounidenses. Finalmente, los funcionarios se decidieron por un nombre: Hajji Bashar. Él era un jugador de poca monta en una lista de pesos pesados; además, para Washington era potencialmente valioso como agente para la paz, pero cuestiones de oportunismo político sellaron la suerte de Bashar. 

Bashar fue atraído a una suite del hotel Embassy de Nueva York. Durante varios días tomó el té y compartió comidas con agentes de la DEA estadounidense y conversó sobre temas de inteligencia. Cuando terminaron de hablar, un asombrado Bashar fue esposado y le leyeron sus derechos. A esto siguió un juicio por tráfico de drogas; hoy está en el centro de detención metropolitano de Brooklin cumpliendo una condena de cadena perpetua. 

Las tribus Noorzai e Ishaqzai, las dos mayores en cuanto a población de Maiwand, han perdido a sus jefes clave, ambos posibles puentes con los estadounidenses, y ahora las comunidades se sienten perdidas y a la deriva. “Nos sentimos como si nos hubiesen cortado la cabeza”, dijo el patriarca Akhtar Muhammad Mansur, ex jefe de la fuerza aérea del Talibán, que después de retirarse ofreció su respaldo al nuevo gobierno. Testigo de la violencia reinante, se ha acercado repetidamente a funcionarios del gobierno rogando el apoyo de alguien dispuesto a escuchar. Por fin, enterado de que él también estaba en la lista de los estadounidenses, huyó a Pakistán. Sin embargo, al contrario de Hajji Bashar, él abandonó la reconciliación. Años después, se convertiría en uno de los jefes de la insurgencia talibán. 

A los oídos de los estadounidenses, la “información” de Sherzai sonó cierta porque las tribus que habitan Maiwand habían apoyado al Talibán en su primera aparición. Pero las exigencias de la guerra contra el terror significaron que las fuerzas de EEUU eran incapaces de reconocer el hecho de que esas mismas tribus cambiaran sus lealtades en 2001, que es precisamente lo que hizo que Maiwan pasara a ser tan lucrativa para Sherzai. Allí había armas que debían ser incautadas, ancianos tribales que debían ser cacheados, dinero de recompensas que debía ser recogido; enormes beneficios que debían aprovecharse. Para Sherzai y sus aliados, aquello era de verdad el Nuevo Dubai. 

En otros tiempos, cuando los soldados pasaban por Band-i-Timor, la gente del lugar les sonreía y los saludaba, pero ahora solo los observan en silencio. La gente empezó a portar armas una vez más. Los ataques continuaron y los aldeanos comenzaron a defenderse; eso significó que algunas personas se encontraran en medio de la refriega. Pronto, para algunos no quedó otra opción que marcharse. 

Aldeas enteras levantaron todo y se fueron a Pakistán, abandonando los campos y regresando a los campamentos de refugiados. Era una situación que los funcionarios de Kandahar no podían ignorar, pero insistieron que se trataba de un mal necesario en la guerra contra el terrorismo. “Algunas veces, para coger los peces, lo mejor es secar la charca”, decía Khan Muhammad, un funcionario de seguridad de alto rango. 


No obstante, ¿qué pasa si no hay peces en la charca? 

TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García

Anand Gopal, colaborador habitual de TomDispatch, es autor de No Good Men Among the Living: America, the Taliban, and the War Through Afghan Eyes (Metropolitan Books) de donde se ha extraído este ensayo. Ha escrito crónicas sobre la guerra de Afganistán para el Wall Street Journal y el Christian Science Monitor. No Good Men Among the Living... fue finalista del premio National Book y también lo es del premio Helen Bernstein a la excelencia en periodismo de la Biblioteca Pública de Nueva York. Es el ganador de este año del premio Ridenhour Book. 

Extraído de No Good Men Among the Living: America, the Taliban, and the War Through Afghan Eyes, de Anand Gopal, publicado por Metropolitan Books. 

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